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domingo, 20 de febrero de 2011

LEYENDO A NABOKOV. Cuento

Estaba leyendo el análisis de Ulises de James Joyce que hace Vladimir Nabokov en su "Curso de literatura Europea". (Clásicos Z. Feria del Libro, por si a alguien le interesa). Y me encontré con que, para ver la vida desde un punto de vista diferente, Nabokov nos aconseja que nos agachemos y miremos hacia atrás  por entre nuestras rodillas.
Nunca se me había ocurrido, así es que solté el libro y me incliné hasta la posición requerida. No ví nada nuevo, pero me mareé y me fui de cabeza al suelo, haciéndome un chichón.
Estaba en eso, sobándome la frente y maldiciendo a Nabokov, cuando  sonó el teléfono.
Era un señor que había obtenido mi número no sé cómo y que me dijo que estaba harto del tono lúgubre de mis cuentos. Que nunca había conocido a nadie que se declarara enamorado de la Muerte. Y que como los amores platónicos son una pérdida de tiempo, yo debía pasar a la acción y suicidarme de inmediato.
Ví una clara mala intención en sus palabras, pero me parecieron sumamente divertidas y lo insté a seguir hablando.
-Mire-me dijo-Yo no le niego que La Vida es una amante traidora y mentirosa. Pero, hacer de La Muerte la Amada Ideal es harto arriesgado. Total, nadie que esté vivo la conoce. Yo me quedo con lo que me es familiar: las retorcidas artimañas de la Vida, las arteras zancadillas con que me arroja de cara al barro para luego recogerme con amor, fingiendo inocencia
Ud. me da la razón entonces-dije yo-La Vida es una seductora prostituta que nos entretiene mientras llega el momento de que conozcamos a la verdadera Amada, eterna e ideal.
Encontramos de lo más atinados nuestros respectivos discursos y nos despedimos como buenos amigos. Volví al libro de Nabokov y casi de inmediato tocaron a la puerta.
No sonó el timbre sino que fueron unos delicados golpecitos apenas audibles.
Abrí la puerta y en el umbral estaba un señor bajito, de bigote y con aspecto triste.
-Perdone-dijo-por interrumpirlo pero sentí que era mi deber venir a decirle la verdad.
-¿Qué verdad, caballero?-dije yo, franqueándole la entrada.
-La verdad sobre la Muerte, eso era lo que quería contarle.
-Y ¿Cómo la sabe usted?
Es que yo vivo allá-me dijo con tristeza-y no es lo que la gente cree. La Muerte no es dormir apaciblemente. Tampoco es soñar pesadillas, como temía Hamlet. La muerte es seguir viviendo de otra manera, pero parecida a esta.
-Allá yo trabajo en una Notaría. -continuó-Todos trabajamos y nos asignan departamentos para vivir. Como está claro que los muertos tienen menos empuje y afán de progreso que los vivos, porque ¿para qué?, allá todo es anticuado y triste. Los edificios son grises, las calles mal pavimentadas. . . Mi único consuelo fue reencontrar a Segismundo, mi gato que se había muerto hace años. Sin él estaría solo, porque al barrio que me tocó no ha llegado nadie conocido. Y sería feo desearle a algún amigo que lo mandaran para allá. ¿No cree?
Me quedé mudo oyéndolo y él se secó una lágrima con disimulo.
-¡No sabe Ud.  lo arrepentido que estoy de haberme muerto! Antes, cuando estaba vivo y sufría me consolaba pensando en la muerte. Pero ahora. . .
Lo interrumpió el sonido del teléfono.
Quise pararme a atender y me caí de la cama. ¡Había estado soñando, con el libro de Nabokov sobre la almohada.

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