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Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



viernes, 29 de junio de 2012

LOS CISNES.

Ruth amaba a los cisnes que poblaban la laguna.
Cada tarde, al salir del colegio, atravesaba corriendo el bosque de eucaliptus y se acercaba a la ribera. Allí estaba la bandada, reposando dulcemente sobre el agua.
Como si hubiera nevado o como si enormes flores blancas hubiecen esparcido sus pétalos sobre las ondas.
Ellos la veían llegar y la saludaban con un suave rumor de alas. Los cisnes son mudos, se dice que sólo cantan al momento de morir.
Había uno que, majestuoso, se apartaba de sus compañeros para salir a su encuentro. La blancura de su plumaje contrastaba con su cuello negro como el azabache. Nadaba hasta ella lentamente y apoyaba su cabeza en el hombro de Ruth.
Era una forma de testimoniarle su afecto. Sus ojos brillantes parecían querer hablar, contarle algún secreto o declararle su amor.
-¡Soy la novia de un cisne!-pensaba Ruth-Un día me convertiré en cisne también y volaré a reunirme con ellos.
Pero una industria se instaló en las cercanías y muy pronto se vio que estaba contaminando el agua de la laguna. Se extinguieron las algas de las cuales los cisnes se alimentaban y algunos empezaron a morir.
La niña lloró desconsolada cuando una tarde vio en la ribera dos bultos de plumas blancas inertes sobre la arena.
El cisne vino a su encuentro nadando tristemente y apoyó la cabeza en su hombro. Ruth comprendió que le decía adiós.
Después de unos momentos de muda comunión, él se apartó para unirse a la bandada.
Juntos emprendieron el vuelo para no volver.
Buscarían otra laguna donde vivir, lejos del veneno que la industria arrojaba a las aguas de la que hasta ese momento había sido su hogar.
Ruth volvió a su casa muy triste y al cabo de una semana empezó a decaer.
Sentía dolores en los huesos y algo en su espalda, un bulto extraño, no la dejaba dormir.
Vino el médico y la auscultó, preocupado. Ordenó unos exámenes y al ver los resultados, movió la cabeza con desaliento.
A la niña no le dijo la verdad. Al contrario, trató de tranquilizarla diciéndole que eran los  dolores del crecimiento, propios de la pubertad.
En cambio, a los padres les habló sin tapujos.
-Ruth tiene una enfermedad grave a los huesos, muy extendida ya. A estas alturas, sólo puedo recetarle calmantes.
Tres veces al día, su mamá le daba una pastilla con un vaso de leche. Los dolores se atenuaron pero el bulto en su espalda siguió creciendo sin pausa.
Una noche, Ruth se quitó la blusa y lo palpó delicadamente.
Notó que eran dos pequeños crecimientos sobre sus omóplatos. Se miró en el espejo y vio con asombro que eran los muñones de dos alas, cubiertas de un suave plumón, como el que envuelve a  los pollitos recién nacidos.
¡Oh!- exclamó maravillada-¡Me estoy convirtiendo en un cisne! Debo guardar el secreto y no quejarme más de dolores, para que no venga el doctor.
-Ellos creen que estoy enferma-pensó- Pero es sólo el prodigio de mi transformación. ¡Pronto podré volar para ir a reunirme con ellos!
Pasó el tiempo y Ruth, sobrecogida ante el milagro que se avecinaba, no notaba como se iba debilitando ni cómo su frágil cuerpo adelgazaba ostensiblemente.
Sus padres la miraban abatidos y su madre lloraba en silencio, impotente para detener el deterioro de la niña.
Un día, Ruth sintió como nunca la presión en su espalda.
Escondida en su pieza, se quitó la blusa y dos alas blancas se extendieron con un suave rumor. Resplandecían en la penumbra, como si una estrella partida en dos se hubiera prendido a sus hombros.
Al mismo tiempo, escuchó unos golpecitos apenas perceptibles, en el cristal de la ventana.
La abrió y vio con júbilo al cisne, que había venido a buscarla.
El la miró en silencio y sus ojos brillantes la invitaron a seguirlo.
-¡Llegó la hora!-parecía decirle- ¡Por fin eres uno de los nuestros!
Ruth extendió sus alas y ambos emprendieron el vuelo. Las sombras del anochecer ya caían sobre la tierra y miles de estrellas parpadeaban, envolviéndolos en su luz.
A la mañana siguiente, los padres de Ruth la encontraron inerte en su cama. Sonreía dulcemente, ajena ya a los dolores que habían atormentado su pobre cuerpo.
Lloraron sin consuelo por haberla perdido, pero luego encontraron alivio al pensar que, donde quiera que estuviera ahora, era más libre y feliz de lo que nunca había sido en la tierra.

miércoles, 27 de junio de 2012

HACE MUCHO, MUCHO TIEMPO...

Al curso de mi hermana menor, en el Liceo mixto, había llegado una niña nueva que me tenía loco.
Era bajita y se peinaba con chapes. Mientras las otras se planchaban el pelo o casi se rapaban tratando de imitar a Emma Watson, ella se hacía esos chapes anacrónicos, como de niñita de orfanato.
Usaba el ruedo de la falda bajo la rodilla, mientras sus compañeras se la recogían a mitad de muslo. Todas, empezando por mi hermana, que cada mañana se enfrentaba a los retos de mi mamá.
Me gustaba mucho esa niña, pero guardaba en secreto mi interés, porque notaba que mis compañeros la hallaban sin gracia.
Cuando en el recreo nos juntábamos a conversar en una esquina del patio, los ojos se me iban a buscarla a ella y siempre la encontraban sola, sentada con un libro abierto sobre el regazo.
Me atreví a comentarle a mi hermana, con voz fingidamente casual:
-Tienes una compañera nueva...
-¡Sí! ¡Es más fome, la pobre! Viene del campo y le decimos "La selvática".
No me atreví a preguntarle el nombre y decidí averiguarlo por mí mismo.
Un día me acerqué a ella, que , como siempre, leía bajo el árbol de morera que sombreaba el patio.
-¡Hola!-la saludé con soltura, disfrazando mi timidez- ¿Cómo te llamas?
-Anabelí- respondió circunspecta.
-¡Anabelí! ¡Qué nombre tan original!
-Me lo puso mi papá, por un poema que le gusta. Habla de una niña que vivía en un castillo junto al mar...
Comprendí que se refería a Annabel Lee, el poema de Edgard Allan Poe, pero no le dije nada para no poner en entredicho los conocimientos literarios de su padre.
Y estaba ahí, como un tonto, tratando de hilvanar una conversación, cuando sonó la campana.
Ella se paró y se despidió con una sonrisa.
¡Anabelí! Me encantaba su nombre... Rimaba con "alelí", con "te quiero a ti", con "me gustas desde que te vi", etc.
Y de cerca, era más linda todavía. Con unos ojos color miel y unas pecas que salpicaban su cara como un polvillo de oro. Tal como el polen en los pétalos de una flor...
Pero, la timidez me cohibía y me pasé el año mirándola de lejos, consciente de que ella también me miraba, y repitiendo su nombre: Anabelí, Anabelí, mi corazón te di.
Como un perfecto tonto.
El curso de ella organizó una kermess para financiar el viaje de estudios.
Mi hermana se puso unas medias de malla negra y una mini falda un poco más ancha que un cinturón. La mandaron a cambiarse y al final partió, enfurruñadas pero "decente", al decir de mi mamá.
Al rato partí yo y haciéndome el distraído, me puse a buscar a mi amada, entre los que bailaban.
No estaba ahí, sino en el salón contiguo, a cargo del bufet.
-¡Hola, Anabelí!
-¡Hola!- y a continuación me informó, muy seria-Los sandwichs son a mil quinientos pesos y los refrescos, a mil.
Por supuesto, le compré ambas cosas y mientras sorbía lentamente mi coca cola, le pregunté:
-¿A dónde vas a pasar las vacaciones?
-Me voy a Talcarehue, a la casa de mis papás.
-¿Y dónde queda eso?
-Pasado San Fernando, a orillas del Tinguiririca.
Todos esos nombres me sonaron exóticos y me pareció que le agregaban encanto a su figura singular.
Llevaba un vestido azul y una flor blanca prendida en el escote. Se había soltado los chapes y su pelo caía en suaves bucles castaños alrededor de su cara.
-¿No vas a bailar?
-No. Estoy a cargo del bufet hasta las once.
-¿Te puedo esperar?
Se ruborizó y asintió con la cabeza. Luego agregó:
-Está bien, pero a las doce vendrá a buscarme mi madrina.
-¿En la carroza hecha de una calabaza?-estuve a punto de preguntarle.
En muchos cuentos hay una princesa que a las doce tiene que partir, antes de que se rompa el hechizo. ¿Por qué iba a ser distinto en el caso de Anabelí?
Alcancé a bailar con ella tres veces y no me atreví a decirle nada.
A las doce en punto, una señora gorda la arrebató de mis brazos y ella ni siquiera alcanzó a dejar caer un zapatito.....
El resto del año pasó en un suspiro. Se acabaron las clases y no volví a ver a Anabelí.
Pero no dejaba de pensar en ella y un día, decidí partir a buscarla.
Tomé un bus a San Fernando, y en el paradero le pregunté al chofer desde donde partía la locomoción para Talcarehue.
-No hay micros para allá-me informó-Pero, de la plaza salen colectivos. ¡Claro que puede irse a pié, también! Es bastante cerca...
Me indicó el camino, en los límites de la ciudad, enfilando en dirección al río.
Partí confiado, pero por más que andaba, no llegaba nunca.
Empezó a caer la noche y estalló un concierto de sapos y de grillos. Unas estrellitas parpadeaban en el cielo y al rato apareció la luna tras los cerros, como una enorme rueda de oro desprendida de algún carro.
Pensé que el chofer, viéndome cara de santiaguino, se había querido reír de mí. ¿O me habría equivocado en aquel cruce?
Escuché un rumor de voces y divisé una luz en una claro entre los matorrales.
Había una fogata y alrededor de ella, varios campesinos tomando café.
-¿Se perdió, patrón?- me preguntó uno- Arrímese p'acá que está refrescando la noche.
Me sirvieron café y me hicieron un hueco frente a la hoguera.
-¿Y para donde va a estas horas?- me preguntó un hombre canoso, que parecía mandar en el grupo.
-Voy a Talcarehue-respondí, vacilante, esperando oír un coro de risas burlonas.
-¡Yo voy para allá!-me respondió- Pero será mañana. ¡Ahora estamos muy cansados! Fuimos a llevar unas reses a pastar a los cerros y se nos cayó la noche.
Me pasó una manta y me indicó que me acercara más al fuego.
-¡Échese una dormidita y verá que pronto amanece!
-Oiga, Don Hilario-exclamó el joven que se había distinguido un rato atrás por su cantar melodioso- ¿Por qué no nos recita para acortar la noche? Esa poesía tan bonita que declama siempre...
-¿Te refieres a "Anabelí" ?-preguntó complacido y sin esperar que lo rogaran, empezó a recitar:
"Hace mucho, mucho tiempo, en un reino junto al mar..."
Yo, en la oscuridad, sonreí tranquilizado. ¡Ahora estaba seguro de que la encontraría a ella!
Pero ¿En qué momento del día siguiente me atrevería a decirle a Don Hilario que iba a Talcarehue a ver a su hija?
-No hay que preocuparse ahora- pensé medio adormecido por  el calor del fuego-Se hace camino al andar, como dijo el poeta.

lunes, 25 de junio de 2012

EL TIEMPO.

Me gustaba ir todas las tardes a la Estación, a mirar los trenes.
Había algo de alegría y tristeza en ese llegar y partir. Más tristeza que otra cosa, porque el rechinar de las ruedas parecía hablar de lo efímero de la estadía y de lo largo de la ausencia.
Una tarde vi aproximarse a tres personas que me llamaron la atención por la disparidad de su aspecto.
Llegó primero, saltando y haciendo cabriolas, un niño rubio que reía con la inconsciencia propia de la infancia. Detrás de él marchaba un hombre alto, envuelto en una capa gris y tocado con un sombrero que arrojaba una pincelada de sombra sobre su cara. Sus labios esbozaban una sonrisa, entre irónica y triste, mientras contemplaba los incesantes pirueteos del niño.
Completaba el grupo un anciano encorvado, de aspecto fatigado y melancólico, que arrastraba un enorme equipaje que, a todas luces, le quitaba las últimas fuerzas que le quedaban.
Se sentaron los tres en un banco vecino al mío y pude ver como el hombre de gris  parecía aconsejar al niño, que siempre corriendo y jugando, no le hacía ningún caso.
Al fin, llegó un tren y el pequeño, cuyos rizos eran como rayos de sol, saltó a la pisadera y entró corriendo en un vagón. Ni siquiera se despidió de sus acompañantes, tal era su prisa por empezar pronto el viaje.
Casi al mismo tiempo, entró a la estación, rechinando y lanzando nubes de vapor, una locomotora algo desvencijada, que arrastraba un tren que iba en dirección opuesta.
El anciano subió con dificultad y el hombre de gris le ayudó a cargar su pesado equipaje. No intercambiaron palabras, pero cuando el tren partió, el anciano alzó su mano y se despidió con un gesto, apenas esbozado, del solitario personaje que quedaba en el andén.
Muchas preguntas se agolpaban en mi mente. La curiosidad y una vaga inquietud me embargaban. Al fin, al verlo sentarse junto a mí con aire meditabundo, me decidí a dirigirle la palabra.
-Perdone si lo incomodo, pero todo este rato he estado tratando de adivinar su identidad y la de sus disímiles compañeros. ¿Le parecería una impertinencia si le pregunto quienes son ustedes?
-Yo soy el Tiempo Presente- me respondió con naturalidad- Y como podrás suponer, el viejo a quién ayudé a subir al tren, era El Pasado.
-¡Oh! ¡Pobre anciano! ¡Qué cargado iba! ¿Y qué llevaba en su equipaje?
-Los recuerdos que la gente acumula a lo largo de su vida y que se niega a dejar.
-Es que dicen que la Nostalgia es parte de la Felicidad....
-¿Tú crees?-me miró escéptico-Los que viven de los recuerdos es porque sienten que carecen de porvenir. Ven un páramo desierto extenderse frente a ellos, y sólo mirando atrás encuentran compañía en los fantasmas de su pasado.
-Tiene razón- le respondí, sintiéndome culpable, porque ese era precisamente mi caso- Y el niño,¿ me dice que es...?
-El Futuro, por supuesto. Ya viste cuan imprudente y cuan ansioso de partir estaba...Sin pensar que tal vez le esperan muchas penas y muchos desengaños.
-Y al final, la Muerte- agregué.
-Sí, y al final la Muerte. Ella estará esperándolo en la última estación. El crepúsculo irá cayendo mientras el tren marcha, y cuando llegue a su destino, habrá caído la noche.
-¿Y usted? Hábleme de usted, por favor. Presiento que su existencia es efímera.
-Tienes razón. El Presente no dura más que un momento. ¡Con qué rapidez me trasformaré en Pasado!
Mientras hablaba, vi como su pelo iba encaneciendo y profundas arrugas se formaban en su frente.
-Debes vivir cada instante con plenitud-me advirtió-El Pasado es sólo sombras y el Futuro no es más que incertidumbre.
Se levantó del banco y se alejó con aire pensativo. Sin embargo, se volvió a mirarme por última vez y sus labios se entreabrieron en una sonrisa melancólica:
-Mañana seré yo el anciano a quién verás partir con su carga de nostalgia. ¡No contribuyas tú a hacerla más pesada!

viernes, 22 de junio de 2012

LA DAMA DEL CUERVO.

Nora había pasado semanas encerrada en su departamento, con una bronquitis que no la dejaba dormir.
Por las noches, sus bronquios crujían, rechinaban y silbaban, como una desvencijada máquina que alguien hubiera olvidado aceitar.
Vino el médico y recetó antibióticos. También vino Betty y le llenó el refrigerador de alimentos, pero Nora no quería comer. Sólo tosía interminablemente, como un perro atorado con un hueso de mamut.
El veinte de Junio, a las siete de la tarde, empezó el solsticio de Invierno. Para una digna inauguración, la lluvia arreció toda la noche y roncos truenos resonaban a lo lejos, como trenes que llegan a una estación perdida.
-Me enfermé en Otoño y me mejoré en Invierno-pensó Nora, melancólica-¡Qué larga enfermedad!
Se había cambiado a ese departamento hacía un mes y aun en la terraza techada quedaban unas cajas de embalaje que el anterior arrendatario se demoraba en retirar.
Al fin, una tarde sonó el timbre.
Ajustándose la bata sobre el piyama, Nora se levantó a abrir.
En el umbral había un joven de pelo largo, ataviado con una extravagante chaqueta de terciopelo.
-Soy Gonzalo- dijo sin preámbulos-Vengo a retirar las cajas que dejé en la terraza. ¡Disculpa la demora!
Nora le ofreció un café y él aceptó agradecido.
-Perdona el abuso de dejarte tanto tiempo mis pinturas aquí, pero las quería retirar cuando pudiera llevarlas directo a la Galería donde tendré mi exposición.
-¡Así es que tú pintas!-exclamó Nora, interesada-¿Y cuál es tu estilo?
-Bueno, aún estoy indeciso. He incursionado en lo abstracto, pero también me gusta pintar retratos. ¡Es más! ¡Me gustaría mucho pintar el tuyo!
-¡Pero si estoy tan fea!-objetó Nora, llevando sus manos con coquetería hasta su pelo desgreñado.
-¡Oh, no! Estás muy interesante. Esa palidez cadavérica que te dejó la gripe me hace recordar a las heroínas de los cuentos de Poe.
A Nora no le pareció muy halagador el comentario, pero sonrió con valentía.
-¡Nora!-siguió él, cada vez más entusiasmado-Si me dejas pintarte, tal vez alcancemos a terminar el retrato para presentarlo en la exposición. ¡Tenemos aún dos semanas!
-Bueno, si tú quieres...Igual tengo que seguir encerrada aquí, hasta que me recupere por completo.
Se pusieron de acuerdo y al día siguiente, Gonzalo llegó cargado con un lienzo envuelto en papel de estraza y su caja de pinturas.
Nora se había puesto un vestido negro y abrigaba sus hombros con un chal.
Se situó junto a la ventana y la luz melancólica de la mañana invernal la envolvió como un halo.
Mientras Gonzalo trazaba rápidas líneas sobre el lienzo, decía entusiasmado:
-¿Sabes, Nora? Quiero que este cuadro evoque ese poema de Poe sobre un cuervo que repite: ¡Nunca más! ¿Lo conoces?
-¡Por supuesto! Entonces ¿yo seré la amada que murió y a quién el poeta añora desesperado, mientras el cuervo le recuerda que no la verá nunca más?
-¡Claro! Tu cara pálida rodeada de esos cabellos lacios que caen lánguidos sobre tus hombros, te convierten en la modelo ideal.
Mientras él pintaba, Nora contemplaba su rostro juvenil, iluminado por la inspiración, y sus rizos castaños que caían rebeldes sobre su frente. A cada rato, él los apartaba bruscamente, con sus dedos manchados de pintura.
Y así como el sol había derretido esa mañana la escarcha que parecía envolver los árboles en papel celofán, ella sentía que la capa de hielo que había envuelto su corazón después
de su último desengaño, se derretía lentamente. Lo extraño fue que el agua del deshielo subió a sus ojos y grandes lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.
-¡Nora! ¿Qué te pasa? ¿Estás cansada de posar?
-No, no es eso. ¡Pensaba en lo triste que es ese poema de Poe! Lo cierto es que los antibióticos me ha dejado débil- añadió, para disculparse.
Pasaron los días y el retrato adquiría realismo y magia, si es que ambas cualidades pudieran co- existir en una misma pintura.
El rostro de Nora con sus grandes ojos oscuros, ya estaba terminado y ahora Gonzalo trabajaba en su vestido y en sus manos.
Se le ocurrió pintar un pájaro negro y ominoso posado sobre uno de sus hombros, como un silencioso presagio.
-Este retrato se llamará "La dama del cuervo" ¿Qué te parece?
-A mí me habría gustado que se llamara "Nunca más".
-Es que no toda la gente conoce el poema y quizás no entenderían...
-¡Es cierto!- admitió Nora, y su corazón latió dulcemente cuando él la miró a los ojos, con los suyos resplandecientes de inspiración.
-¡Ojalá que el cuadro nunca estuviera terminado!-pensó con tristeza.
Pero Gonzalo se apuraba en tenerlo listo a tiempo para la exposición.
-Los últimos toques se los daré en mi estudio-anunció-No quiero cansarte más con mi presencia.
-¡Ay! -suspiró Nora en secreto-Tu presencia ha sido como una Primavera anticipada para el Invierno de mi corazón.
Y a ella misma la asombró el haberse puesto tan cursi.
Estas cursilerías son propias del amor, meditó con la experiencia que le daban tantos fracasos y tan pocos triunfos en esa materia. ¡Me he enamorado de Gonzalo como una tonta! No hay duda de que la gripe me debilitó....
El dejó de ir y la tristeza invernal se apoderó del ánimo de Nora. Pero, al mismo tiempo, se sentía de nuevo sana y fuerte y por fin salió a la calle, como una resucitada que abandona su tumba.
Aunque Gonzalo le había dejado una invitación, no quiso asistir a la inauguración de la muestra. Prefirió ir al día siguiente, cuando creyó que no habría tanto público.
Pero, se equivocaba. Al entrar, vio un grupo de gente agolpada frente a un cuadro.
¡Era su retrato!
Se alegró de haber cubierto su palidez con una capa de maquillaje y de haber recogido su pelo bajo una boina. ¡Así nadie la reconocería!
Se acercó y se vio allí, heroína trágica de una historia de amor, con el cuervo de la desdicha posado sobre su hombro.
"La dama del cuervo" decía una etiqueta junto a la pintura que, a todas luces, había sido lo más destacado de la exposición.
En medio del círculo de gente estaba Gonzalo, orgulloso y feliz, respondiendo a las preguntas que le hacían sus admiradores.
Divisó a Nora y le hizo un leve signo de reconocimiento, pero no se acercó a saludarla.
 Una muchacha de corta melena oscura se colgaba de su brazo, ansiosa de verse envuelta ella también en la atmósfera de éxito que rodeaba al pintor.
-El me pertenece- parecía decir-¡Yo soy la más profunda inspiración de su arte!
Nora retrocedió despacio y mezclada con la gente que salía, se dirigió hacia la puerta.
Una agridulce melancolía envolvió su corazón. Y mientras se alejaba, pensó aún más convencida que antes, que el cuadro debería llamarse: "Nunca más".  

martes, 19 de junio de 2012

LA PINTURA.

Cuando Marcos rompió conmigo, no quiso llevarse la pintura.
Durante semanas había estado apoyada contra la pared del dormitorio, demasiado fea como para enmarcarla y demasiado grande como para esconderla debajo de la cama.
-¡Tu cuadro!- balbuceé débilmente, entre lágrimas.
-Es tuyo- respondió- lo pinté para ti.
Tomó su maleta y me lanzó una mirada fría y definitiva, como una lápida mortuoria puesta sobre nuestra relación.
El cuadro representaba un paisaje marino. Una lengua de arena y rocas se adentraba entre las olas y en la punta había un faro, azotado por ráfagas de espuma.
El cielo era más bien gris, salpicado de nubes algodonosas y en él, algunas gaviotas revoloteaban desorientadas.
No creí que me lo dejara como postrera muestra de generosidad, sino para librarse de un claro testimonio de su impericia pictórica.
Tal vez mis lapidarias reflexiones tenían algo que ver con el despecho...
Pero, en fin, ahí quedó y era lo último que veía antes de cerrar los ojos y poner fin a un día más sin Marcos.
Una mañana, noté una poza de agua junto al cuadro.
Pensé que había sido mi perrito Pushi, que había dejado una opinión tajante sobre el talento artístico de mi ex novio. Fui al baño a buscar un trapero y no le di mayor importancia.
Pero, al otro día había una poza aún más grande, imposible de atribuir a Pushi y noté humedad en los bordes de la pintura, como si el mar se estuviera rebalsando.
Tenía gran preocupación por un ramo que amenazaba torpedearme el semestre, así es que no me di tiempo para reflexionar sobre aquel misterio.
Y pensaba pasarlo por alto hasta que una noche, cuando estaba por dormirme, escuché un batir de olas y vi claramente una gaviota salir de la pintura y revolotear por mi pieza.
Dio un par de giros atolondrados y volvió al cielo nuboso que se cernía sobre el faro.
-¡Bah! ¡Qué raro! Seguro que estoy durmiendo-me dije, totalmente escéptica y materialista, como corresponde a una estudiante de antropología.
Y no le habría dedicado al asunto ningún otro pensamiento, si no hubiera sido por la pluma blanca que encontré al otro día, caída sobre la alfombra.
La pintura, pues, tenía un misterio. Una cualidad que la hacía oscilar entre la realidad y el sueño. ¿Lo sabía Marcos? ¿Se había desecho de ella a propósito, parea escapar de un sortilegio amenazante?
Esa noche se abrió una ancha puerta azul que me franqueó el paso a una dimensión insospechada.
Me había sentado muy derecha en la cama, para no dormirme. Los párpados me pesaban de sueño, pero de pronto, todos mis sentidos se alertaron al unísono. Me llegó un rumor de olas, el grito de unas gaviotas y me encontré respirando a bocanadas un aire salino que refrescó mis pulmones.
Me levanté y me detuve frente a la pintura.
Vi que en lo alto del faro se recortaba la figura de un hombre que me hacía señas. Nunca antes había reparado en él.
Adelanté un pie desnudo y mis dedos se hundieron en una suave arena. Di un salto y me encontré en el sendero que llevaba al promontorio rocoso.
No tenía miedo. Esa noche todo era mágico. No existían ni el pasado ni el futuro. Sólo aquel presente lleno de prodigios.
Pero, antes de seguir andando, por curiosidad miré hacia atrás y vi mi pieza. En mi cama estaba yo, durmiendo apaciblemente.
-¡Bah! ¡Estoy soñando! Es lo más lógico, después de todo. Yo solo soy mi espíritu y allí está mi envase, arropado entre las sábanas, ignorando que me ha dejado salir.
Noté un cordón fino atado a mi cintura y que iba hasta mi cama. ¡Era el cordón de plata que me unía a mi cuerpo y evitaría que me extraviara!
-Mejor así-me dije tranquilizada-Mañana tengo un examen y no me lo puedo perder.
Como ven, soy bien aterrizada en la realidad y ningún sueñecito de morondanga me iba a hacer perder la brújula.
 ¡Tal vez por eso no empaticé con Marcos! El era pura inspiración artística y yo puro razonamiento prosaico...
Seguí trepando por las rocas y llegué junto al faro. La puerta estaba abierta y una estrecha escalera de caracol llevaba hasta la cúspide.
Empecé a subirla, vacilando, y en lo alto vi al hombre que me había hecho señas.
-¡Sube!-me invitó, apremiante-¡Desde aquí se puede ver un paisaje grandioso!
Era cierto. Una hermosa playa de arenas blancas se perdía en lontananza y en la línea del horizonte, un barco pesquero permanecía inmóvil.
Volví la mirada hacia donde estaba mi pieza.
-¡Mira!-le dije- Ahí está mi envase, durmiendo. Eso prueba que todo esto no es más que un sueño.
-Te equivocas, yo soy tan real como tú. Lo que pasa es que mi mundo es paralelo al tuyo y sólo puedes acceder a él si sueltas tus amarras y te dejas ir, como un barco a merced de la marea.
Lo miré y vi que  sus ojos eran verdes como el océano y su pelo estaba descolorido por el sol y el viento salobre de la costa.
El me sonrió y me señaló en silencio una bandada de gaviotas que reposaba sobre el agua y subía y bajaba con el vaivén de las olas.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, acodados en la baranda del faro. Pero, de pronto, llegó nítido hasta mí el sonido de una campanilla.
-¡Es mi despertador!- exclamé-Debo volver antes de que mi cuerpo despierte.
Desde lejos, lo vi tomar el reloj entre sueños, y esconderlo bajo la almohada para seguir durmiendo.
-¡Adiós!-le grité al hombre del faro- ¡Y no te vayas, porque pienso volver!
Se rió, condescendiente.
-¿Cómo podría hacerlo? Mi mundo es éste. Sólo podría irme si me internara en el mar.
Aquella tarde volví de la Universidad cansada, pero tranquila. Me había ido bien en el examen. Había contestado todas las preguntas y estaba segura de que había salvado el ramo.
En la puerta del edificio, me detuvo el conserje.
-Señorita Claudia, vino su amigo a retirar la pintura.
-¿Qué dice? No entiendo.
-Vino su amigo Marcos a buscar una pintura que se le había quedado. Entró con su llave y al irse, dejó esta carta para usted.
Me pasó un sobre que, en medio de mi aturdimiento, no atiné a abrir.
Me precipité al interior de mi departamento y vi que la pintura del faro ya no estaba.
Entonces leí el mensaje de Marcos.
"Claudia, tomé prestada la pintura para mi exposición. Sigue siendo tuya, no te preocupes. Espero que asistas."
Y añadía una invitación a su muestra que se realizaría al cabo de una semana, en una importante galería de arte.
Quedé anonadada.
Por las noches me quedaba en vela, mirando la pared donde antes había estado el cuadro. Creía escuchar el rumor de las  olas y  el grito de las gaviotas. Pero todo era producto de mi imaginación y terminaba por dormirme agotada, con una somnolencia sin imágenes.
Mi vida, tan apegada a la realidad, había sufrido un vuelco. Me había convertido en sonámbula de mi propia vigilia y sentía que sólo existiría de verdad, cuando volviera a sumergirme en aquel sueño.
No fui a la inauguración, sino sólo unos días después.
La pintura del faro estaba en un lugar destacado y me dio un vuelco el corazón cuando vi una etiqueta de "Vendido" sujeta en uno de sus vértices.
¡No podía ser! ¿Con qué derecho?
Traté de ubicar a Marcos, pero fue imposible. Sólo logré encontrarme con él, el mismo día en que se cerraba la muestra.
Había tenido mucho éxito e incluso un crítico había hecho énfasis en el "extraordinario realismo que el artista lograba imprimir a sus marinas". El cuadro del faro había sido sin duda lo más relevante de la exposición.
Lo habían retirado un día antes la clausura. Un extranjero lo había comprado y se lo había llevado a su país.
Marcos me pidió disculpas.
-¡No pensé que se iba a vender, te lo juro! Lo traje sólo para hacer número y ya ves...De todos modos, sé que a ti no te gustaba mucho.
Al notar mi expresión desolada, me miró con sorpresa y añadió, irónico:
-¡Vaya! Veo que habías terminado por apreciarlo...Pero, no te preocupes. Te pintaré otro igual ¡Te lo prometo!
Por supuesto que  nunca lo hizo y yo no le insistí tampoco, porque sabía que habría sido inútil.
Con el tiempo, y a mi pesar, olvidé aquel maravilloso episodio.
A Marcos no lo he vuelto a ver "ni en pintura."