Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



miércoles, 31 de agosto de 2011

LA FOTOGRAFIA.

Ayer conocí a alguien que me preguntó:
-¿Dónde te he visto antes?
Pensé que se trataba de la forma usual de coqueteo sin imaginación, pero no. Ya van muchas personas que me aseguran que me vieron ayer en tal parte y la semana pasada en tal otra.
Sospecho que hay alguien que anda por ahí suplantándome.
Por algunos datos que obtuve, llegué a la conclusión de que se trata de una fotografía.
Me han contado que cuando le hablaron, ella se limitó a sonreír y a decir: ¡Whisky!
¡Claro! Esa fue la palabra que el fotógrafo me aconsejó que dijera cuando me tomó la instantánea. Pero temo que con eso me estoy ganando cierta fama de beoda.
El otro día la vi por fin.
Iba cruzando la Avda Providencia, y aunque hacía frío, llevaba un vestido veraniego.  Cuando caminaba la acompañaba un ruido de mar e incluso algunas gaviotas revoloteaban sobre su cabeza.
Reconocí una fotografía que me tomaron en las vacaciones y más tarde, al revisar el álbum, descubrí un vacío en una de sus páginas.
Ese día en que la vi, quise correr para alcanzarla. Pero cambió la luz del semáforo y me encontré inmovilizada en el borde de la vereda, mientras ella me lanzaba una sonrisa burlona por encima del hombro.
La vi entrar en una librería,  pero cuando logré cruzar la calle, ya se había ido. El dependiente me informó qué libro había comprado. ¡Justo el que yo quería pero que no podía pagar!
Esa fotografía tiene más poder adquisitivo que yo, me deja mal con mis conocidos y para colmo me mira con una sonrisa desafiante, segura de su total impunidad.
¡Qué cosas pasan en estos tiempos en que la lógica parece haber sido derrotada por el absurdo!
Creía que sólo el retrato de Dorian Gray gozaba de autonomía y podía apropiarse en cierta forma de la existencia de su dueño.  Pero, al menos él asumía sus pecados  permitiéndole gozar de una ficticia inocencia. Esta fotografía, por el contrario, disfruta de privilegios que me están vedados y a juzgar por su aire de satisfacción, comete sus propios pecados sin que yo tenga participación alguna. .
Aunque sigo buscándola, no he vuelto a encontrarla. De todas formas no se me ocurre tampoco la manera de poner fin a su carrera de desenfreno.
Para colmo, las personas que me cuentan que han estado con ella parecen haber disfrutado más de de lo que nunca lo hicieron en mi compañía.
Temo que llegue a suplantarme por completo y sea yo quién termine ocupando el hueco que dejó en el álbum.

domingo, 28 de agosto de 2011

EL ARBOL DE CLARA.

Soy un árbol y tengo muchas historias que contar.
De una varita delgada que plantaron hace casi cien años en una plaza, me transformé en un tronco grueso con una copa frondosa que ha cobijado muchos nidos y afrontado muchos Inviernos.
Me gustan los niños y nunca puse inconvenientes en que treparan por mis ramas. Las niñitas, más delicadas, hacían rondas alrededor de mi tronco y cantaban ingenuas canciones.
En el Otoño, no podía evitar que se cayeran mis hojas. Luchaba por  retenerlas, pero siempre el viento me ganaba la batalla. Jugaba a encumbrarlas como si fueran volantines amarillos y luego las dejaba caer a mis pies formando una alfombra dorada. ¡Cómo le deleitaba a las niñas hacerlas crujir bajo sus zapatitos!
Entre ellas, había una que me gustaba más que todas. Se llamaba Clara. Tenía pecas en la nariz y se peinaba con el pelo sujeto en dos chapes castaños. La vi crecer jugando bajo mi sombra.
Un día, el alcalde mandó colocar un banco junto a mi tronco y de inmediato se convirtió en el sitio predilecto de los enamorados.
Una tarde, llegó ella de la mano de un joven. El sacó un cortaplumas y dibujó un corazón sobre mi corteza. En su interior puso dos nombres:Clara y José. Ella sonreía feliz y cuando él le dio un beso, su cara resplandeció como la luz de una bujía en la penumbra del anochecer.
Tiempo después, la vi llegar sola.
Era Invierno y no había nadie en la plaza. Mis ramas estaban desnudas y mi tronco cubierto de escarcha. Clara se abrazó a mí y apoyó su mejilla sobre el corazón tallado. Lloró largo rato y sus lágrimas ardientes parecieron traspasar mi corteza y unirse al fluir de mi savia.
Pasó un largo tiempo antes de que volviera. Se había transformado en una hermosa mujer. Ahora el pelo le caía en torno al rostro en una suave melena.
Traía libros y cuadernos y se sentó en el banco a estudiar. Con disimulo miré lo que leía y comprendí que se preparaba para ser maestra.
Luego empezó a llegar con un compañero. Muchas veces el estudio era interrumpido por las confidencias que ambos se hacían sobre sus vidas. El le hablaba de Talca, su ciudad natal y ella le contaba anécdotas de ese barrio que la había visto crecer.
Los años pasaron, ambos se titularon y un día, bajo mis ramas, él le declaró su amor y le pidió matrimonio. Clara lo aceptó con una dulce sonrisa, pero dirigió una mirada fugaz al corazón grabado en mi corteza y sus ojos se nublaron de lágrimas. ¿Acaso aún no olvidaba a José?
Había sido su primer amor y he comprobado que los humanos tienen por costumbre aferrarse a la nostalgia.
Era evidente que se habían casado aquella tarde en que llegaron empujando un cochecito. Se veían tan contentos, tan llenos de amor. Era Primavera y en mis ramas había muchos nidos. La brisa agitaba mis hojas nuevas y el impulso de la savia hacía vibrar todo mi ser.
Cuatro años después volvió Clara. Traía de la mano a su hijito, que arrastraba un camión de madera. El niño se arrodilló a jugar, cargándolo con guijarros mientras ella leía, sentada en el banco. Ya no llevaba la argolla en su mano y la melancolía de sus ojos me hizo saber que de nuevo estaba sola.
Con el tiempo, era su hijo el que ahora trepaba por mis ramas en compañía de otros niños. Clara venía aveces a sentarse en el banco, siempre sola, siempre triste, acumulando escarcha plateada sobre ese pelo que un día fuera castaño, peinado en dos chapes.
Una tarde ¡qué sorpresa! llegó su hijo, ya un adolecente. Clara le había puesto de nombre José, en recuerdo del que tanto amara. Venía de la mano de una niña rubia.
Se sentaron en el banco y él la abrazó y la besó con pasión.  ¡No cabía duda de que los tiempos habían cambiado! Pero el Amor seguía siendo el mismo.
Porque José también sacó un cortaplumas de su bolsillo. Primero raspó el trozo de mi corteza donde aún se distinguía  casi borrado aquel corazón grabado hacía treinta años. Le pareció algo anacrónico, una interferencia con los sentimientos que lo embargaban. Luego talló un nuevo corazón y escribió adentro sus iniciales.
Una tarde de Otoño vino Clara a sentarse a leer en el banco.
Como siempre, levantó la vista hasta mi tronco y vio que aquel corazón de antaño había sido borrado y reemplazado por uno nuevo. No adivinó que era su hijo quién lo había tallado. .
La tristeza se abatió sobre ella y la agobió bajo el peso de la añoranza. Gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas.
Yo quise consolarla, no supe qué hacer y al final solté la mas hermosa de mis hojas doradas que voló dulcemente y fue a posarse sobre las páginas de su libro.

AMOR PLATONICO EN EL BARRIO.

Tus ojos color esmeralda son como un semáforo que le da luz verde a mi corazón.
Caminas airoso por el barrio Providencia, con el rostro medio oculto por un sombrero alón.
Y me haces recordar esa canción antigua que decía:
"Me gusta la miel con queso,
pero más me gusta un beso
debajo de un sombrero ancho. "
Tus ojos chisporrotean lanzando verdes destellos y al saludarme, sonríes.
¿Cómo? ¿Que no estaba nublado?
Acaba de pasar un rayo de sol montado en zancos.
Eres alto y flaco como un poste de luz eléctrica. Y no es coincidencia, porque a tu paso todo se ilumina. O tal vez es mi corazón,  que organiza un carnaval pirotécnico para celebrar que tú existes.
Cada día, cuando  pasas, en el barrio se celebra el natalicio  del Amor.
¡Ay, mi Don Quijote!¡Quién fuera tu Dulcinea!
¿Qué molinos de viento vas a atacar con tu lanza? ¿Qué doncella en peligro vas a defender con tu espada?
Ojos verdes color de esperanza:  ¡Díganle hermosas mentiras a este corazón!

(Inspirado por Eduardo Barril, caminando por la Avda. Lyon)

jueves, 25 de agosto de 2011

SU PRIMERA NOVELA.

Julio había pasado muchos meses llamando inútilmente a aquel editor. Cifraba todas sus esperanzas en él y en esa pequeña editorial que buscaba nuevos talentos. ¡Si lograra hacerle llegar el original de su novela!
Ya había probado a través de Internet sin recibir respuesta. Sospechaba que no había logrado atravesar la barrera de alguna secretaria insensible o algún censor malhumorado. Sus llamados corrían igual suerte, pero Julio no cejaba.
Hasta que un día consiguió, no sabía por qué vuelco del destino, que el editor en persona contestara su llamado.
Se deshizo en disculpas. Aseguró que no había recibido sus correos, pero si Julio tenía la bondad de pasar esa tarde por su casa, podría atenderlo. ¡Que le llevara sin falta su novela!
Julio no podía creerlo. Sintió que pisaba el umbral de su destino. Automáticamente olvidó sus meses de desaliento y de inútil espera.
Pasó la tarde en ascuas y a las diecinueve, la hora fijada, tocó el timbre de la casa. Al principio, nadie respondió y alcanzó a sentir que su corazón se paralizaba. Luego, unos pasos rápidos y la puerta se abrió, mostrándole un salón iluminado.
Pronunció el nombre del editor y la mucama, tomando su abrigo, le franqueó la entrada en silencio. .
Vio una chimenea encendida y junto a ella,  una mujer sentada en una butaca.
Al verlo, le sonrió amablemente y le indicó un sillón junto al fuego.
-Mi marido ya viene. Por favor, acepte mientras una taza de té.
Julio la miraba a hurtadillas, impresionado por su belleza. Tendría por sobre los cuarenta años, pero irradiaba una extraña luz que parecía venir de su interior. Al mismo tiempo, sus grandes ojos claros trasmitían una gran melancolía. Todo en ella era la encarnación misma de la tristeza y la derrota.
Las manos descansaban sobre su regazo en total abandono. A su lado, un libro yacía sin abrir.
Llegó la mucama con una bandeja y la señora, despidiéndola con un gesto, sirvió ella misma el té.
Su movimiento grácil, al levantarse de la butaca, reveló una figura delgada pero atrayente, enfundada en un vestido azul.
Se inclinó con una semi sonrisa y le alargó la taza en silencio. La única vez que había hablado fue cuando lo recibió.
Ambos permanecieron sentados mirando el fuego y escuchando el tic tac del reloj sobre la chimenea.
Julio no podía apartar los ojos de ese rostro tan hermoso y tan triste. Y aunque pareciera una locura, se sentía enamorado de aquella mujer a quién veía por primera vez y de quién  lo ignoraba todo. Ella encarnaba la suma sus fantasías juveniles. Estaba sentada inmóvil, pero creía verla caminar hacia él a través de un paisaje de bruma. Llegaba desde el pasado, trascendía el presente y avanzaba hacia el futuro de Julio, llenándolo por completo.
Era La Mujer, en su más profunda y cautivadora esencia.
Ella pareció sentir la intensidad de su mirada y levantó los párpados. Sus ojos se encontraron y él, poseído de un impulso incontrolable, se arrojó a sus pies. Tomó una de sus manos y apoyó en su palma la mejilla afiebrada.
Permanecieron así largo tiempo.
De pronto el reloj dio nueve campanadas. Julio se sobresaltó y salió de su extasis como de un sueño.
Comprendió que el editor no había venido y que debía retirarse.
Ella estrechó su mano y pronunció unas frases de disculpa. Le aconsejó que no dejara el original, sólo la tarjeta con su dirección en la red.
Pasó más de una semana sin recibir ni un llamado de la editorial, pero un día tuvo en cambio la sorpresa de encontrar en su correo una carta de ella.
Decía así:
Julio, esa noche en que tú viniste, yo había planeado morir.
Durante meses había visitado distintos médicos pidiéndoles recetas de pastillas para dormir.
Había reunido las necesarias para poner fin a mi vida. Lo haría la misma noche en que llegaste preguntando por mi marido.
Sin embargo, tu presencia y tu hermoso gesto de devoción cambiaron mi propósito.
No temas que te diga que me he enamorado de ti. Tu juventud sería la barrera que nos separaría siempre. Amarte traería un conflicto más doloroso aún a mi vida ya  en ruinas.
Pero, algo sucedió esa noche. El calor de tu mejilla en mi mano pareció llegar hasta mi pecho derritiendo la coraza de hielo que aprisionaba mi corazón. Lo sentí latir de nuevo y la Vida, con toda su fuerza,  se apoderó de mi  cuerpo y de mi alma. Y elegí vivir, Julio. Pero no por ti sino por mí misma.
Reuní  valor para de dejar atrás un matrimonio fracasado y  apartar a un lado los escombros
 que sepultaban mi existencia.
Creo que esa noche me amabas y que yo también te amé. Pero lo que no pudiste sospechar fue que tu presencia fortuita me  salvaba la vida.
Muchas gracias por todo y adiós. Ana.
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Tiempo después, otra editorial publicó con éxito su novela.
En la primera página, Julio puso una dedicatoria:
"Para Ana, la mujer más bella y más triste.
Un amor imborrable. "

miércoles, 24 de agosto de 2011

CANCIONES DE CUNA PARA DIOS.

Hacía tiempo que Dios andaba irritable y se lo veía cansado.
-Señor-le dijo el ángel que llevaba sus asuntos personales-Te noto fatigado. ¿Es que los hombres te preocupan en exceso?
-No sólo me preocupan sino que ya no puedo dormir. Estoy con insomnio.
-Pero, Señor, ¿No has probado escuchar buena música antes de acostarte?
Por supuesto. Los mares me han arrullado con sus olas y los vientos han silbado dulcemente entre los árboles de los bosques, pero nada me ha hecho conciliar el sueño.
El ángel quedó consternado. Que Dios tuviera insomnio era un problema nunca antes visto.
Se calló respetuoso, pero en su interior reflexionó que ésto de la eternidad era una cosa agotadora. Porque no cabía duda de que Dios había ido envejeciendo. A menudo lo notaba distraído. Incluso muchas veces parecía haber olvidado su propósito al crear a la humanidad.
Y eso trascendía  hacia la tierra. Los hombres a su vez parecían haber perdido el rumbo y la razón de vivir. Se habían vuelto tan violentos y se veían tan desgraciados. . .
Dios interrumpió sus cavilaciones para decirle:
-Hay en la tierra una mujer que canta dulces canciones para arrullar a su hija. No existe en el mundo nada más hermoso ni apaciguador que el sonido de su voz. Es necesario que me la traigas. Creo que sólo ella podrá hacerme dormir.
-Pero, Señor ¿Y qué será de la criatura?
-No faltará quien la cuide-le respondió Dios con un dejo de impaciencia, fruto indudablemente de su enorme fatiga. -Es imprescindible que yo logre conciliar el sueño. Ya no podré resistir mucho más sin dormir. Me volveré loco. Y ¿qué pasaría con la humanidad si el Dios que la creó enloqueciera?
-No mucho más de lo que está pasando ahora-pensó el ángel, pero volvió a callar por el respeto que el Señor le merecía.
-Ve pues a la tierra y tráeme a esa mujer. Yo nunca tuve una madre que me cantara-Y Dios suspiró al pronunciar esta frase como si esa carencia aún le pesara a su divino corazón.
El ángel bajó a la tierra. En medio de la noche llegó a un espeso bosque y la luz que refulgía en una cabaña guió su vuelo. Entró silenciosamente y vio a una mujer que dormía con su hija en los brazos.
No había vecinos cerca de la cabaña. Nadie vendría si la niña lloraba. ¿Cómo llevarse a la madre, abandonándola?
Pero el Señor le había dicho que la dejara ahí. Otra cosa sería desobedecerle.
Sólo un ángel, Lucifer, se había atrevido un día a desobedecer a Dios y ese había sido el principio de todas las desgracias.
Pero sus dudas no duraron mucho. Acomodó a la niña entre sus alas y tomando a la mujer en sus brazos, emprendió el vuelo.
La madre despertó en el cielo, junto al trono de Dios. Preguntó por su hija, pero el ángel le hizo una seña para que no se inquietara.
Desde entonces, cada noche la mujer cantaba sus más dulces canciones y Dios se dormía con una sonrisa en los labios.
Venían todos los ángeles a escucharla, queriendo aprender a cantar como ella. Los más chiquitos, por supuesto, se quedaban dormidos y eso era un alivio para los más grandes, cansados de vigilar sus travesuras.
Ya el primer día, el ángel había ido a buscar una nube rosada sobrante de algún crepúsculo y había hecho con ella una cuna para la criatura.
Apenas Dios se dormía, la madre iba a cantarle a la niña también. Y por fin se notaba que había paz en el cielo.
Aunque no el la tierra. Eso parecía imposible. ¿Acaso tanta violencia no había provocado el insomnio de Dios?
Una tarde el Señor, que andaba más relajado desde que dormía bien, salió a dar una vuelta por el cielo para estirar las piernas. Lo acompañaba su ángel, que le llevaba el manto por si soplaba brisa.
De pronto miró a lo lejos y vio la nube rosada que servía de cuna y en ella algo dorado que brillaba como una lámpara. Era el cabello rubio de la niña.
-¿Qué es eso que hay allá?-preguntó.
Afortunadamente, como ocurría a menudo, había dejado olvidados sus lentes sobre el velador y a sus años, era indudable que veía algo borroso.
-El ángel, turbado le contestó:
-Es una estrella de la Vía Láctea, Señor. Ayer se desprendió y antes de que la atrapara un agujero negro,  la traje para acá. Mañana la devuelvo al firmamento.
Pero se puso rojo de vergüenza por haberle mentido a Dios.
Más tarde habló con la mujer que cantaba y le explicó lo que había ocurrido.
-Ya no podré sostener más esta mentira. Es necesario que tu niña de verdad se transforme en una estrella. Piensa que desobedecí las órdenes divinas para traerla aquí.
La madre comprendió y le sonrió, tranquilizándolo.
-Mis canciones de cuna hacen dormir a Dios y eso es lo que más importa. Si conviertes a mi hijita en una estrella, podré contemplarla desde lejos y ella también podrá verme. La Vía Láctea es también una madre que tiene muchas hijas. Mi niña podrá jugar con las demás estrellas.
Y así, la mujer que cantaba siguió haciendo dormir a Dios, que estaba desvelado por la pesada carga que los hombres habían llegado a significar para El.

martes, 23 de agosto de 2011

CAMBIO DE HORA.

Juan caminaba hacia su casa, después de pasar unas horas en el bar, con sus amigos.
De pronto recordó que esa noche había cambio de hora. No llevaba reloj, pero calculó que faltaría poco para las doce, o sea, que en unos instantes ya sería la una del día siguiente.
Su hermana habría adelantado los minuteros en el reloj del comedor y tan maternal como era, habría  ido también al dormitorio de él a cambiar la hora de su despertador.
Al acercarse a su casa, vio que se abría la reja del jardín y por ella salía una persona extraña. Era un ser misterioso, una especie de duende, envuelto en una larga capa gris y con un sombrero de ala ancha que le cubría el rostro. Cerró la reja sigilosamente  y se lanzó a la vereda con un salto de júbilo. . Pareció un pájaro que escapa de su jaula y se apresta a emprender el vuelo.
-¡Eh!-lo llamó-¿A dónde vas?
El raro personaje se detuvo un instante y lo miró indeciso.
¿Sería un ladrón?
Lo tomó de la capa y lo sujetó con firmeza.
-¿Quién eres? ¿Qué hacías en mi casa?
-Nada. No hacía nada, Estaba prisionero en el reloj y me acaban de liberar. Yo soy las doce. Mejor dicho, era las doce, porque ahora ya es la una, así es que déjame ir.
-¿Cómo? ¿Así es que tú eres la hora que le quitan a mi vida? ¿Y piensas que te voy a soltar?
-Tienes que hacerlo. Ya estoy fuera del tiempo, no existo para ti. Ahora me pertenezco a mí mismo y pienso divertirme. Vendré en Marzo y te devolveré los minutos que ahora me llevo.
-¿Por qué en Marzo dices?
-Porque entonces atrasarán los relojes y empezaré a trabajar de nuevo. Ahora estoy de vacaciones.
-No. Me niego a dejarte ir. Tú eres una hora de mi vida que me quitan. , Por tu culpa soy más viejo sin haber vivido ni un minuto ni acumulado ninguna experiencia. ¡Me lo debes y me lo tienes que pagar!
El duende, porque eso parecía, trató de zafarse,  pero Juan lo sujetó con fuerza. .
Bajo el ala de su sombrero apareció un rostro entre burlón y lloroso, entre infantil y viejo. De  
 pronto era un niño y al instante siguiente, un anciano.
-Está bien, me quedo contigo. Pero sólo sesenta minutos. ¿En qué los piensas ocupar?
-¿Puedo pedir lo que quiera?
-¡Claro! Estamos fuera del tiempo, no lo olvides.
-Entonces llévame al pasado. Quiero estar con mis padres.
Al instante, la calle desapareció como borrada por un pincel empapado en niebla.
Se encontró en una mañana soleada y lo recibió el estruendo del mar y el grito de las gaviotas. Hundió sus pies en la arena y caminó hasta la orilla. Sus padres estaban sentados bajo un quitasol, mirando las olas. Al verlo llegar lo saludaron con una sonrisa y su madre le hizo un hueco en la manta, para que se sentara a su lado.
No les dijo nada ni ellos tampoco hablaron. Comprendió que estaban suspendidos en el tiempo, que su encuentro pertenecía al mundo de los sueños y a la magia de la añoranza.
De pronto sintió un tirón en la manga y se encontró de nuevo en la vereda frente a su casa.
-Te quedan aún treinta minutos. ¿En qué los quieres usar?
-Llévame al futuro. No importa el día ni el año.
-Mira que es arriesgado. Puede que no te guste lo que veas. . . .
-No importa-Insistió con terquedad.
De nuevo desapareció su entorno y se encontró en el parque, en un día de Otoño. Caminó pisando las hojas que parecían crepitar como si ardieran. A lo lejos vio a un anciano sentado en un banco. Se veía triste mientras fijaba la mirada en los árboles desnudos. A veces, una hoja rezagada caía suavemente y se posaba en la alfombra dorada que rodeaba sus pies.
Juan se sentó a su lado y con sorpresa y angustia se reconoció en él.
Vio su rostro surcado de arrugas y su pelo encanecido.
-¿Por qué está solo aquí?-le preguntó- ¿No tiene quién lo acompañe?
El anciano lo miró como si se conocieran de toda la vida y le contestó con la franqueza con que se habla a un amigo.
-Yo tuve la culpa. ¿Sabes? Por egoísmo me fui quedando solo. Quería disfrutar la vida sin compromisos, no atarme a ningún afecto. Reaccioné cuando ya era demasiado tarde. No tengo esposa ni hijos y mi hermana murió. No hay nadie que pueda acompañarme en mi vejez.
Se levantó del banco con dificultad y apoyado en su bastón se alejó despacio, encorvado por los años y la tristeza. Una garúa fría empezó a mojar los árboles.
Juan sintió de nuevo que lo cogían de la manga.
-Ya tuviste tu hora. Ya no te debo nada. Espero que me dejarás ir.
El duende se envolvió en su capa gris y saltó hacia la sombra, listo para escapar.
Juan no lo detuvo. Permanecía inmóvil parado en la vereda, sobrecogido aún por la desoladora imagen que había contemplado.
Se abrió la puerta de la casa y en el umbral iluminado se recortó la figura de su hermana.
-¡Qué tarde vienes! Ya es la una-le reprochó con sonrisa triste.
Luego, al mirarlo de cerca exclamó:
-¿Por qué traes esa cara? ¿No lo pasaste bien con tus amigos?
-Sí, hermanita. Pero ¿sabes? Estuve pensando. . . ¡Creo que ya es hora de que siente cabeza! 

viernes, 19 de agosto de 2011

PASTILLAS PARA OLVIDAR.

Cecilia entró a la Farmacia a comprar aspirinas para su mamá.
Había amanecido tan triste que no sabía si había sol o si estaba lloviendo. Caminaba envuelta en la bruma de su melancolía como abriéndose camino en un bosque de árboles congelados. Iba apartando las ramas desnudas que le arañaban la cara y pisando hojas frías, muertas hacía tiempo.
Cuando uno está muy triste puede  fabricarse un Invierno privado y tiritar dentro de él, aunque sea Primavera.
La semana anterior su novio la había abandonado. Sin mayores explicaciones, le dijo que terminaban. Cecilia sacó de su cuello la cadena con el anillo que él le había regalado y se lo entregó. Juan lo tomó en silencio y le volvió la espalda. Sus pasos se perdieron en la vereda iluminada por un farol y al doblar la esquina, la sombra de la noche se lo tragó bruscamente.
Cegada por las lágrimas, ella corrió hasta su casa.
Pero, en su pieza estaba todo lo que podía recordárselo: La fotografía sobre el velador y las cartas en la cómoda. Lo rompió todo y lo arrojó al papelero. Pero no era suficiente. Seguía viendo frente a ella el rostro de Juan y en su oído resonaban las palabras de amor que tantas veces había leído a media voz antes de dormirse.
Pasó una semana esperando que él volviera.
El teléfono mudo emitía un silencio ensordecedor.
Al fin comprendió que todo había terminado y que tenía que luchar por olvidar. Pero ¿cómo?
A sus quince años, intoxicada de novelas románticas, creía que el amor es eterno. Que se ama una sola vez en la vida y que ella moriría con el nombre de Juan en sus labios.
Y pensando así, agobiada por la pena, entró a la Farmacia a comprar aspirinas para su mamá.
El farmacéutico, que la conocía de niña, la recibió con agrado,  pero no dejó de notar su apatía.
-¿Algo más, Cecilia?-le preguntó.
-Sí-dijo ella-Unas pastillas para olvidar.
El la miró sorprendido, sin saber si bromeaba o si en realidad creía que podría existir tal remedio.
Dudó un instante y luego le dijo:
-¡Por supuesto! Aquí tienes ¡Justo lo que necesitas!.
Y le alargó un paquetito de comprimidos amarillos semejantes a caramelos.
-No son lo que parecen. Este es un nuevo medicamento que está siendo probado en secreto. Tú serás una especie de conejillo de Indias. Pero no debes mencionárselo a nadie y empezar a tomarlo en seguida. .
Al ver que ella, dudosa, echaba mano a su chaucherita, la detuvo:
-No, son gratis, porque están en fase de experimento.
Camino a su casa, Cecilia se echó una pastilla en la boca. Llena de esperanza, se imaginó que era como tragar una semilla de olvido que pronto echaría brotes en su desolado corazón.
Hacía una semana que andaba cabisbaja, pero ahora, sin darse cuenta, levantó la vista y vio a un pajarito saltando entre las ramas de un árbol florecido. Emitió un largo trino y luego voló como una flecha en el aire resplandeciente.
Desde entonces, cada día, Cecilia al despertar se ponía en la boca un comprimido del paquete.
Su corazón se fue librando de a poco del peso de las lágrimas retenidas. Se evaporaron al sol y al principio formaron pequeñas nubes blancas en torno a su cabeza. Después se fueron a llover sobre el jardín y ayudaron a florecer a las margaritas.
La figura de Juan fue retrocediendo como si caminara hacia atrás. Le pareció que un ancho río trascurría entre los dos y apenas lo divisaba en la otra ribera. Al fin, su rostro se desdibujó por completo.
¡De verdad que era milagroso el remedio del Farmacéutico!
Fue a agradecerle y él la recibió sonriente:
-¿Cómo estás, Cecilia? ¿Ya pasaron las penas?
Sí, señor. ¡Muchas gracias! ¡Este remedio es fantástico! Cuando salga a la venta será todo un éxito.
-Pero, niña querida-exclamó conmovido- ¡Si eran sólo caramelos de limón!

miércoles, 17 de agosto de 2011

DIAS DE HOSPITAL.

Entré al departamento donde habíamos vivido durante tantos años. Todo estaba como siempre. El piano en el living, las flores en el jarrón del comedor y en la pieza que había sido mía cuando niña, estaba tu sillón junto a la ventana.
Sentada en él, madre, tú cosías. Me arrodillé a tu lado y puse mi cabeza en tu regazo. Por un instante, tuviste un ligero sobresalto. Tu mano que sostenía la aguja quedó un momento en el aire y una pequeña sonrisa apareció en tus labios. Luego continuaste cosiendo, como si nada pasara.
No me extrañó tu actitud, porque yo sabía que no me encontraba ahí. Que tenía que ser un sueño. Ese departamento había sido vendido y en él habitaban personas a las que nunca conocería.
Y tú no podías, tampoco, estar sentada cosiendo junto a la ventana, porque habías muerto hacía doce años.
Sin embargo, era tan dulce  la sensación de tener mi cabeza sobre tus rodillas. Poder mirarte mientras cosías. Contemplar tu rostro sereno, como el de alguien que ya atravesó un desierto de espinas y encontró al fin descanso en un prado de hierbas.
Empecé a escuchar voces y pensé que estabas oyendo tu radio. Ese pequeño receptor que llevabas siempre de una pieza a otra mientras te movías por la casa.
Pero no, era un murmullo que me llegaba desde otra parte. Agucé el oído y distinguí la voz de mi hijo.
-Doctor-preguntaba-¿Es normal que no despierte todavía?
Una voz desconocida lo tranquilizaba:
-Sí. La operación fue larga y no se podía escatimar la anestesia. Creo que aún dormirá otra media hora.
Las voces se alejaron y una mano de mujer tomó mi brazo para acomodar una aguja.
Mi cabeza ya no reposaba en tu regazo, madre, sino en la almohada de una cama de hospital. Se había abierto una fisura en el tiempo y nos habíamos encontrado. Yo soñando y tú viniendo desde quizás que ignoto lugar en el que ahora te encuentras.
Abrí los ojos y la enfermera tocó mi frente con ademán tranquilo.
Todo va bien-pareció decir-y volví a dormirme en busca de otro sueño.
Me ví caminando por la estrecha carretera de tierra que llevaba a la parcela en la que pasé mi infancia.
Abrí el portón y devisé el sauce que crecía junto a la casa. Hacía mucho frío y noté con sorpresa que había nevado. Una niña jugaba, recogiendo los blancos copos posados sobre las hojas.
-¡Mira, mamá!-¡Helados para las muñecas!
Repartía la nieve en pequeños platitos y los llevaba hasta la casa. Era yo, de cinco años.
La magia del sueño me había convertido en espectadora de ese día tan especial.  ¡El de mi primera nevada!.
Ví a mis padres caminar presurosos hacia el limonar, temiendo que el frío hubiera helado los capullos de azahar recién abiertos. Mientras, yo organizaba el té de las muñecas, espolvoreando azúcar sobre la nieve medio derretida.
La imagen se borró y una punzada de dolor me arrancó un quejido.
Se acercó la enfermera y añadió un calmante al suero que caía en gotas, inyectado en mi brazo.
-No es bueno que siga durmiendo-me dijo-Trate de permanecer despierta, si no en la noche estará desvelada.
La penumbra del atardecer fue invadiendo la pieza.
Me obligué a mantener los ojos abiertos y no fue un sueño esta vez. Madre ¡estoy segura!
Tú entraste despacito y en silencio, te sentaste a coser junto a mi cama. .