Luciana murió al amanecer, cuando las campanas llamaban a la primera misa del Domingo.
Edmundo la sostuvo en sus brazos hasta que sus ojos se nublaron y su pecho exhaló el último suspiro.
-¡ Luciana! ¡ No me abandones!- gimió, estrechándola en sus brazos. Pero los sones de las campanas pasaron volando y le pareció que se llevaban el alma de su esposa, a un lugar donde no podrá alcanzarla.
Su vida sin ella le pareció inútil y vacía. ¿ Qué hacer en este mundo donde ya no estaba ella para darle un sentido a las cosas?
Por las noches, escudriñaba el cielo pensando que desde allí sus ojos lo miraban. En cada estrella creía verla a ella, llamándolo.
-¡ Ven aquí, mi amor! Te espero. ¡ No es posible que estemos separados!
Edmundo le pedía a Dios que se lo llevara también. - ¡ No quiero vivir sin ella!- gemía- Éramos un solo cuerpo y un solo corazón.
Era tan grande su tristeza, que sus defensas se fueron debilitando y una enfermedad mortal se lo llevó en pocos meses. Todos los que lo conocían, lamentaron su muerte.
-¡Era el hombre más recto y bondadoso que he conocido!- repetían- Ahora estará en el cielo, junto a Luciana.
En el momento de morir, Edmundo atravesó confiado un túnel de sombras. No tenía miedo. Sabía que al final lo esperaba una luz celestial que lo conduciría junto a su esposa.
Las tinieblas se disiparon al fin y se encontró frente a una puerta dorada, custodiada por dos ángeles.
-¿ Es este el Paraíso?- preguntó.
-Sí, Edmundo- le respondieron los ángeles sonriendo y la puerta se abrió para franquearle el paso.
Buscó a Luciana largo tiempo, sin poder encontrarla. Al principio, la llamaba en voz baja y luego a gritos. Pero nadie le respondía. Las nubes se apartaban para que pudiera buscarla hasta en los más recónditos lugares del cielo. Al final, se dejó caer, vencido y soltó el llanto.
Un ángel se le acercó sorprendido:
-¿ Por que lloras? ¿ No sabes que has venido aquí para ser feliz eternamente?
-Es que no encuentro a mi esposa. Ella vino primero y sé que me ha estado esperando todo este tiempo. Me amaba tanto como yo a ella. No ha habido nunca un amor en la Tierra tan grande como el nuestro.
-Quizás ella no esté aquí....
-¿ Y donde crees que podría estar?- preguntó Edmundo, entre angustiado y molesto.
El ángel se quedó pensativo y luego, le advirtió dulcemente:
- No quisiera sembrar la duda en tu corazón, pero es posible que haya ido a otro lugar.
-¿ Donde?- preguntó Edmundo con la voz enronquecida. El ángel suspiró y le mostró una oscuridad lóbrega que se extendía como un mar, allá abajo, hasta donde alcanzaba la vista.
-¿ Quieres decir... al Infierno?
El ángel, pálido, no le respondió.
-¡ No es posible! ¡ Sería un error! Tengo que ir a buscarla...
El ángel, compadecido, extendió sus alas y cogiéndolo de la mano, lo condujo hacia las tinieblas.
Se encontraron frente a una puerta negra, custodiada por un ser horrible. El se rio al verlos llegar, como si disfrutara por adelantado de la escena que se preparaba.
-¿ Se les perdió algo?- les preguntó y sus labios se curvaron en una mueca sardónica.
-Busco a mi esposa...Se perdió por el camino y llegó aquí por equivocación.
-¡ Aquí nadie llega por error!- se rio el demonio- Dime su nombre.
-Luciana.
-¡ Ah! ¡ Luciana! ¡ Haberlo dicho antes!.... Luciana, por supuesto.
Y su cuerpo negro se curvó, sacudido por la risa.
El ángel retrocedió, ofendido y Edmundo, sin esperarlo, atravesó solo el umbral.
-Ven por aquí- lo invitó el maligno- ¡ No te preocupes! ¡ Aquí todos tiene el sitio que les corresponde. Los ladrones, los asesinos, los parricidas...¡ Y por supuesto, las adúlteras!
-¿ Qué dices?- gimió Edmundo.
Se encontraron frente un pantano envuelto en un vaho espeso. Cientos de mujeres, desesperadas, se aferraban a la orilla, para no ser tragadas por el cieno pestilente. Entre ellas, estaba Luciana.
Edmundo lanzó un grito y retrocedió llorando. El ángel lo recibió en sus brazos y miró con repulsión al demonio que continuaba riendo.
Luego, abrió sus alas y estrechando al hombre contra su pecho, se remontó hacia la Luz.