Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



miércoles, 29 de junio de 2011

ROMPER UNA VIDA.

Hernán llegó al Liceo cuando ya había empezado el año escolar.
Era alto, con un rostro considerablemente hermoso, cargado de desdén. Al contrario de los otros compañeros, que lucían melenas hirsutas, se peinaba con el pelo corto, aplastado sobre el cráneo con gel. Eso permitía apreciar la bella forma de sus huesos, dejando al descubierto su amplia frente. Todo en él rebosaba distinción.
Pronto se supo, no sé por qué conducto, que lo habían expulsado de la Escuela Militar. Así  llegó a nuestro humilde Liceo de barrio, donde se veía tan fuera de lugar. Pronto se hizo amigo de dos muchachos, los más rebeldes del curso y se sentaba con ellos en los bancos de atrás.
Por lo menos dos niñas del curso nos enamoramos perdidamente de él: Mariela y yo.
Ella le escribía cartas y se las hacía llegar con alguien o bien se las entregaba directamente. El las tomaba y con aire impávido se las echaba al bolsillo y apartaba la vista. Mariela se quedaba inmóvil mirándolo alejarse, mientras su rostro reflejaba tristeza y hosquedad. Nunca se las contestó ni se refirió a ellas delante de nadie.
Yo, en cambio, lo amaba en silencio. Sabía que él pertenecía a un mundo distinto al nuestro. Al final de las clases tomaba un bus hacia el barrio alto mientras yo me iba caminando en dirección a la Plaza Brasil.
Sus notas siguieron siendo bajas. No manifestaba interés por nada y su aire distante hacía extraña su amistad con los otros dos muchachos. Terminaron por parecer los súbditos de un joven rey destronado.
¡Qué hermoso y qué triste era su rostro!. Sobre todo por ese desapego y esa falta de expresión, más que por el reflejo de algún sentimiento amargo. . Sin embargo, en el fondo de sus ojos oscuros había algo atormentado, como un grito de dolorida rebelión.
Hubo Asamblea Estudiantil y se acordó una marcha que llegaría hasta La Moneda.
Supe que Hernán iría acompañado de sus eternos vasallos. Yo también fui con algunas compañeras y en otro grupo divisé a Mariela.
Todos vimos como Hernán se adelantó de pronto y se dirigió hacia un carabinero que permanecía vigilando. Con horror lo vimos sacar una pistola de su bolsillo y dispararle al pecho. El carabinero cayó derrumbado.
Se oyeron gritos y se produjo un general movimiento de huída. El carabinero quedó tendido en la vereda y un hilo de sangre empezó lentamente a correr hacia la calle.
Los amigos de Hernán lo cogieron de los brazos y lo introdujeron rápidamente en una casa cuya puerta permanecía abierta. Sin saber como, los seguí.
Me acerqué a Hernán y tomé su mano que permaneció inerte en la mía. No la retiró pero no sentí la más mínima presión de sus dedos. Estaba pálido como un muerto.
-Hernán ¿por qué lo hiciste?-le pregunté, y agregué absurdamente-Si me hubieras permitido quererte talvez nada de esto hubiera sucedido.
-Es inútil, Silvia-respondió-Todo es inútil.
Uno de sus amigos me tomó del codo y me sacó de la casa.
Lo miré por última vez y lo ví inmóvil, demacrado, con los ojos oscuros fijos en un rayo de sol tardío que entraba por una ventana. Su rostro se levantaba levemente hacia ese resplandor, como buscando una luz que disipara sus tinieblas.
Afuera estaba Mariela y me tomó de los hombros con rabia.
-¿Qué hablaste con él? ¿Qué te dijo?
-Nada-le contesté-Nada-y rompí a llorar.
-¡Eso es falso! ¡Algo tuvo que decirte! Estuviste adentro mucho rato. ¡No me gusta que me mientan!-gritó desesperada.
Me alejé de ella sin contestarle y no me siguió.
A lo lejos se escuchaban los gritos de la protesta y el sonido ronco de una sirena de ambulancia. La multitud se iba dispersando. Algunos huían.
Pensé en qué pasaría con Hernán. Pronto llegarían a detenerlo. O talvez su familia lograra esconderlo o sacarlo del país antes de que eso sucediera.
Me fuí despacio, caminando sin rumbo.
Veía frente a mí su rostro pálido que por primera vez evidenciaba alguna emoción. Sus ojos oscuros cargados de un dolor sin esperanza mientras me decía:
-Es inútil, Silvia. Todo es inútil.

miércoles, 22 de junio de 2011

HABLAME DE LETIZIA.

-¿Que te hable de Letizia? ¿Y qué podría decirte de ella? Creo que llegué a conocerla tan poco como tú.
-¡No es posible! ¡Si fue tu esposa durante casi cuatro años!
-Sí, Humberto. Pero siempre fue un enigma para mí. Tenía una sonrisa extraña, indescifrable. Si los gatos pudieran sonreír lo harían como Letizia.
-Hablas como si no la hubieras querido.
-Te equivocas, la amé locamente. Pero mi amor pareció estrellarse siempre contra el muro que la rodeaba.
-Los tres la quisimos, Carlos, tú lo sabes. Lorenzo fue el primero que la conoció y cuando la trajo al grupo, ya estaba enamorado. Después, nosotros también caímos en su hechizo...
-Es verdad. Cuando él murió en ese absurdo accidente, ella pareció derrumbarse. ¿Te acuerdas cómo lloraba en el funeral? La sacaron casi desmayada cuando se abrazó al ataúd.
-Sí, ellos se quisieron, no cabe duda. Pero todo duró tan poco. Después del entierro, Letizia desapareció. Estuvo cerca de siete u ocho meses fuera de Santiago. Nadie sabía donde. Su familia guardó un silencio pétreo.
-Cuando volvió, estaba cambiada. Pero yo seguía amándola y nunca perdí la esperanza de conquistarla.
-Yo, en cambio, preferí alejarme. Mirarla me traía instantáneamente el recuerdo de Lorenzo. Volvía a verlo riéndose, con  su cara pecosa y su pelo rojo cayéndole sobre la frente. Ese día que la trajo al café por primera vez, y ella se colgaba de su brazo, callada, con esa sonrisa que tú sabes, llena de una especie de dulce sarcasmo, de enigmática ironía.
-Como te decía, Humberto, cuando ella volvió al cabo de casi un año, empecé a frecuentarla. Me sentía más enamorado que nunca y confiaba que hubiera olvidado o que al menos se hubiera calmado en ella el dolor por la muerte de Lorenzo. Le pedí matrimonio y al principio me dijo que no.
-¿Tú crees que lo seguía amando?
-No lo sé. Sólo insistí con paciencia, con respeto por sus sentimientos y creo que al final logré que me quisiera un poco.
-Bueno, Carlos, acuérdate que yo fui a tu matrimonio. Puedo decirte que la ví contenta, con esa forma distante que tenía. Se notaba serena,  casi feliz, y me consta que te miraba con cariño.
-Sin embargo, al verte, se notó que le recordaste a Lorenzo, porque se puso pálida y sus ojos se nublaron.
-Me di cuenta, y por eso preferí mantenerme apartado de Uds. durante los años que estuvieron juntos. Creo que fue mejor para ti.
-Sí, yo tenía ilusiones. ¡Estaba tan ciego! Me daba cuenta de que mi amor chocaba con una pared de hielo, pero creía que con el tiempo esa pared caería en pedazos, y me permitiría llegar hasta su corazón. Todas las tardes salía. Cuando yo volvía del trabajo, nunca estaba en la casa. "Salí a caminar"-decía-"A tomar aire". Y no le sacaba otra respuesta. Yo no dudaba de ella, pero su reserva, su distanciamiento me hacían daño. Para afianzar nuestro matrimonio, le pedí que tuviéramos un hijo.
-¿Y qué te contestó?
-Se puso pálida como una muerta y me dijo que no, que no quería tener hijos. En ese momento exacto empezó el derrumbe de nuestro matrimonio. Al poco tiempo nos separamos.
-¿Y has vuelto a verla?
-¡Ay, Humberto, ojalá no lo hubiera hecho! Pero alguien me contó que estaba trabajando de cajera en una fuente de soda y empecé a ir a espiarla. Cuando se acababa su turno, salía sola y tomaba siempre el mismo bus. Un día subí yo también, confundido entre la gente. Me bajé detrás de ella. Quería saber a donde iba, con quién vivía.
-¿Tenías celos?
No sé. Creo que más bien era frustración. Su misterio, su enigma no descifrado me enloquecían.
-¿Y qué descubriste?
-La seguí hasta una casa en un barrio periférico. Sacó una llave pero antes de que la alcanzara a usar, salió una mujer de delantal blanco precedida de un niño que corrió a abrazarse a su cintura. Tendría cinco años. . .
-¡Mamita, llegaste!-gritó.
Letizia  apretó contra su cuerpo esa tierna cabeza cubierta de rizos rojos y la carita pecosa se hundió entre los pliegues de su vestido.
. -¡Lorencito, mi amor! -exclamó ella y abrazados, entraron a la casa.

UNA NOCHE MUY LARGA.

(Tarea de taller).
-¡Tú no tienes perdón de Dios!-le gritó ella llorando.
-¡Entonces que me perdone el Diablo!-le contestó él y salió dando un portazo.
Caminó con paso rápido, respirando a bocanadas el aire frío de la noche, aún enardecido por la violenta discusión.
Quería alejarse luego de ahí, del llanto de ella, librarse de la mezcla de rabia y de vergüenza que le nublaba la razón.
Cruzó la calle sin mirar. Escuchó un frenazo y sintió un golpe que por un instante lo aturdió. Se encontró caído a un costado de la vereda. Escuchó gritos, pero se levantó rápidamente y siguió caminando. Alcanzó a ver el rostro espantado del chofer del auto, que balbuceaba algo con voz alterada. No le hizo caso y se alejó casi corriendo. No sentía ningún dolor. Había sido sólo un roce y además reconocía que la culpa fue suya.
Al menos, el incidente lo había ayudado a serenarse, logrando distraerlo del recuerdo de la desagradable escena. Por  de pronto, ya no seguían resonando en sus oídos los sollozos de ella ni el llanto del niño que se abrazaba a sus piernas.
Al doblar la esquina chocó de frente con un hombre alto vestido con un traje oscuro. Sintió que lo aferraba de un brazo y le decía:
-Detente, amigo. Ya estoy aquí. ¿No es que me buscabas?
-Está loco. ¿Yo buscarlo? ¿Pero quién es usted?
-Soy el Demonio, por supuesto. ¿Acaso no me buscabas para que te perdone?
Se quedó paralizado de espanto, mirando el rostro pálido de ojos quemantes como carbones encendidos y la boca sensual curvada en una sonrisa irónica.
Miró hacia atrás y vio un grupo de personas rodeando un cuerpo inerte. El chofer del auto lloraba aferrado al  volante:
-No lo ví, no lo ví... repetía angustiado.
La sirena de la ambulancia se acercaba, rompiendo la noche en pedazos con su ronco aullido.
-Muy tarde, como siempre-dijo alguien y se alejó del grupo.
Sintió la mano del demonio que como una garra se aferraba a su brazo.
-Lo siento, amigo. Cuando me echaron del Paraíso, no me facultaron para perdonar. Y en el caso tuyo, para serte franco sería bien difícil. . . De todos modos, como me llamaste, aquí estoy. Veo que soy el único amigo que te va quedando. Te invito a un trago. La noche recién empieza, y bueno, para ti creo que será muy larga.

MARIPOSAS EN LA NOCHE.

(Tarea de TALLER)
Se sentó en un banco del parque y se tomó la cabeza entre las manos. Caía la noche y la humedad que venía del río acentuaba el olor del pasto y la frialdad de la atmósfera.
Todo había terminado para él. En el lapso de un día lo había perdido todo. Trabajo, familia, honor. Sentía que se precitaba de cabeza en un pozo oscuro y sin fondo. Un grito escapó de sus labios y luego un sollozo ronco.
Al menos el río estaba ahí para lanzarse a él y acabar con todo. Se imaginó hundiéndose en las aguas negras que rugían bajo el puente. Tras una corta lucha, un braceo angustiado del que quiere vivir a pesar de sí mismo, vendría la nada. El fin de todos los dolores. El agua lo arrastraría hacia el mar como un despojo más entre las ramas y los desperdicios. Sí, terminar de una vez. Era preciso.
De pronto, sintió que alguien se sentaba a su lado. Una pequeña mano se posó sobre la suya y se la apartó de la cara.
Era una niña vestida de blanco, con largos bucles rubios cayendo por su espalda. En la otra mano sostenía una pelota.
-Estás llorando-musitó asombrada.
A él le sorprendió verla ahí a esa hora. La noche caía rápidamente.
Se repuso un poco y le preguntó:
-¿Qué haces aquí? ¿Andas sola?
-No-dijo la niña-Allá están mis padres. ¿Los ves?
El miró hacia la fila de bancos que se perdía en la penumbra, pero no vio a nadie.
-Estás tan triste-Dijo ella.
Con su mano pequeña le limpió las lágrimas  que le mojaban las mejillas. Se acomodó a su lado y lo miró de frente. Sus grandes ojos claros irradiaban dulzura y confianza.
Se apoyó en su hombro y continuó:
-Piensas que has perdido algo y que ya no lo vas a recuperar. Pero, te equivocas. Sufrirás y sentirás que ya no te quedan esperanzas, pero luego lo perdido volverá a ti.
-¿Y qué puede saber de éstas cosas una niña como tú?
-Si sé. Escucha, te voy a contar lo que me pasó con mi pelota el Verano pasado:
-Estaba jugando en la playa y una ola se la llevó. Ví como el mar la arrastraba hacia adentro. Quise correr a buscarla pero mi mamá me sujetó con firmeza.
-No, mi hijita, es peligroso. El mar te arrastraría también.
Me puse a llorar abrazada a ella y lloré todo el día por mi amada pelotita. ¡Habíamos jugado tanto las dos! Ella era mi juguete preferido. La llevaba al campo, al patio de colegio, a todas partes. Y ahora el mar me la había quitado. ¿Para qué podía quererla si él tenía tantas cosas con qué jugar? Los barcos, los peces, las gaviotas...
-No llores más, mi niña-me dijo mi mamá. -Todas las tardes, cuando cae el sol sube la marea. Vendremos a la playa y estoy segura de que un día las olas te traerán de vuelta a tu pelota.
Fuimos todas las tardes y nos sentábamos en la arena a mirar el mar. Yo perdía la esperanza y me ponía a llorar, pero mi mamá me alentaba.
Hasta que un día la vimos venir de vuelta. Flotaba suavemente y las olas, una a una, como si jugaran con ella, la iban acercando a la playa. Al final, un golpe de espuma la depositó a mis pies. ¡Había vuelto! ¡La había recuperado!
Y la niña apretó contra su corazón la hermosa pelota de vivos colores.
Juan callaba.
Ella tomó su mano tosca entre las suyas, tan suaves y blancas.
-No llores más. Ahora es de noche y está muy oscuro. Pero mañana, cuando salga el sol, con su luz te devolverá la esperanza. Aléjate del río. No pienses más en él. Sus aguas frías y turbias asustan con su rugido. Ve a tu casa y trata de dormir. Y no te olvides que la claridad del día aconseja mejor que las tinieblas de la noche.
Juan pensó que era tan extraño que una niña pequeña le hablara así. La miró y vió que su carita refulgía en la sombra como la luz de una lámpara.
Pensó por un instante que sería un ángel. Que Dios se lo había mandado para evitar que cometiera una locura.
La niña hizo un movimiento para abrazarlo y la pelota se escapó de sus manos.
-¡Oh, mi pelotita se va!-gritó y rápidamente se bajó del banco.
La pelota rodaba velozmente alejándose por el sendero.
La niña corrió tras ella y se perdió en la noche.
Lo último que vio Juan fue el lazo blanco de su vestido que se agitaba en las sombras, como las alas de una mariposa que emprende el vuelo.  

lunes, 20 de junio de 2011

TRAVESURAS EN EL CIELO.

A Dios le había llegado un mail avisándole que la situación se había agravado en el Medio Oriente. Así es que se puso a hacer su equipaje. Por pura fórmula, eso sí, porque no necesitaba muda de ropa. Su túnica no se la cambiaba nunca. Estaba hecha de hilos de luz entretejidos con celajes, y era tan eterna como su dueño.
Así es que echó en la maleta unos cuántos relámpagos por si era necesario desatar una tormenta y dos estrellitas  pequeñas, de pocos watts, para iluminarse en la noche mientras leía.
Al Medio Oriente iba sólo de observador. Con esto del libre albedrío que él mismo había inventado para los hombres, ahora no podía intervenir en lo que hacían. Tenía que dejarlos matarse no más, hasta que entraran en razón, si es que eso era posible.
En el bolsillo de su túnica puso un lápiz, una goma y la libretita de los Destinos. La goma era justo para ir borrando a  los que se morían y el lápiz para ir anotando los que iban naciendo. Más que eso, no estaba en su voluntad hacer.
Desde un tiempo a esta parte que se sentía cansado y decepcionado de su creación. Los hombres habían evolucionado mal. Entre más cosas inventaban, más desgraciados se sentían. Incluso su pueblo elegido lo tenía preocupado.
Era  cierto que de él habían salido maravillosos músicos, científicos y literatos, pero el excesivo dolor que habían padecido durante miles de años, parecía haber endurecido su corazón. Ahora eran ellos los que hacían sufrir a otros.
Dios suspiró y emprendió viaje dejando el cielo a cargo de los ángeles mayores.
Pero siempre había angelitos chicos que se ponían a hacer travesuras y a abrir huecos en las nubes para mirar hacia la tierra.
Uno de ellos llegó corriendo:
-¡Vengan, vengan!¡ Abajo hay un carnaval de fuegos artificiales!
Pero no. Era un volcán que estaba entrando en erupción.
En el infierno, los diablitos pequeños habían decidido divertirse un poco y grandes llamas y piedras brotaban del cráter, asolando los campos.
El Demonio los dejaba hacer, complacido. Por supuesto que todo lo malo lo divertía y hacer sufrir a los hombres era su deleite máximo.
No les perdonaba que no lo amaran a él y prefirieran a ese hijo de carpintero, pobre y flaco, que había muerto en la cruz hacía más de dos mil años.
El Demonio maldecía su propio error de haber soplado en el oído de los del Sanedrín, que era mejor matarlo. Con eso logró que lo amaran más y  que la fama de sus ojos dulces y su palabra amorosa se extendiera por la tierra.
Sin embargo, ahora el Demonio empezaba a tener esperanzas. Bastaba con mirar lo que hacían los hombres.
Mientras, los angelitos seguían cada vez más entusiasmados la erupción del volcán. A uno se le ocurrió abrir el baúl donde Dios guardaba los vientos y éstos empezaron a soplar  con verdadero júbilo la columna de cenizas hasta que ésta alcanzó las islas más lejanas y dio la vuelta al mundo. Asustados, los angelitos descolgaron el silbato de cristal que Dios tenía  detrás de la puerta. Con él llamaron al orden a los vientos y se apresuraron a meterlos dentro del baúl, antes de que los pillaran.
Pero un ángel mayor llegó a ver de qué se trataba toda esta batahola. Muy severo, los mandó a lavarse las manos que tenían sucias de ceniza. ¡Cómo sería lo alto que había llegado la pluma de la erupción! Luego los hizo sentarse muy quetecitos a jugar con sus nintendos.
Y cosas así eran las que pasaban en el cielo, mientras en la tierra los hombres seguían empecinados en su lucha. Querían a toda costa ser felices pero siempre su felicidad se basaba en el sufrimiento de los otros.

viernes, 17 de junio de 2011

NATACHA ESTUDIA PERIODISMO.

Mi mamá leía "La Guerra y la Paz" mientras me esperaba, y por eso, cuando nací me pusieron Natacha. Me encanta mi nombre aunque a algunos les parece raro, porque, claro,  ¿cuántos van quedando que lean a Tolstoi?
En mi casa había más libros que comida y por eso, desde chica pensé estudiar Literatura. Después me gustó más Periodismo y ya me veía como una sucesora de Raquel Correa, entrevistando con fría determinación, siendo cruel cuando había que serlo y yendo directo al corazón de la víctima, para clavarle ahí el estilete de mi pregunta vital.
Así es que me vine a estudiar a  Santiago y la tía Cármen me ofreció alojamiento.
Apenas nos veíamos porque yo partía temprano a la Escuela y ella a sus Talleres de la Tercera Edad.
Claro que me confidenciaba con picardía que "había entrado a la mala porque todavía no tenía los años". Que había usado el carnet de su hermana mayor, porque "como las dos nos llamamos de primer nombre María". . .
Y claro, yo fingía creerle y para hacerla feliz le preguntaba:
-Pero, tía ¿y cómo no te han pillado si tú representas cincuenta como mucho?
Ella sonreía vanidosa y me preparaba un queque para que me repusiera de tanto estudio.
En resumen, nos llevábamos muy bien y a mí ella me gustaba y la encontraba divertida.
Una tarde llegó de sus clases de Teatro acompañada de un señor alto, canoso y nada de mal parecido.
Yo estaba estudiando en el living y ella me presentó:
-Natacha.
-¡Condesa Rostova! ¿Qué hace Ud. tan lejos de Moscú?
Exclamó él, tomando mi mano y besándomela con toda ceremonia.
Mi tía, cuya lectura de cabecera era Corin Tellado no entendió nada y sonrió con desconcierto.
Pero yo, ahí mismo quedé flechada y sentí que había hallado a mi alma gemela. El sería mi flautista de Hamelin y yo su ratón de biblioteca, que lo seguiría hasta el fin del mundo.
Cuando se fue, la tía Cármen hizo un par de meneos de cumbia acompañados de grititos y se dejó caer en un sillón.
-¡Ay! ¿No es maravilloso? Lo ponen siempre de galán en las obras que representamos. Nos tiene locas a todas desde que llegó.
Me habría olvidado fácil de Andrés, que así se llamaba, a pesar del primer flechazo,  si él no hubiera empezado a frecuentar la casa. La tía Cármen estaba dichosa. Se miraba horas en el espejo, dándose golpecitos con crema en la papada y ensayando chasquillas juveniles. . . Pero, ¡ay!, yo tenía bien claro por quién venía Andrés y me escabullía a mi pieza después de un saludo breve. A él se le velaba la cara de decepción y de hastío, mientras la tía Cármen revoloteaba a su alrededor ofreciéndole "un traguito, un cafecito o lo que tú prefieras". . .
Un día, Andrés me esperó fuera de la Escuela y me invitó a un café.
-Natacha, -me dijo-voy a ser bien directo porque a mi edad la Vida pasa cada vez más veloz y no es cosa de perder el tiempo. Quiero decirte que me he enamorado de tí. Sé bien que tú tienes veinte años y yo sesenta. Tú eres la Primavera y yo el Invierno. Pero no puedo evitarlo. Creo, Natacha, que serás la última pasión de mi vida y sus llamas serán las más quemantes.
Quedé muda ante tamaña elocuencia. ¡Cómo se notaba que leía mucho! Pero, también enmudecí de emoción y de orgullo por haber conquistado a un hombre maduro, culto y buenmozo por añadidura. ¡Imposible de comparar con los tontorrones que tenía por compañeros de curso!
-Cuando supe que te llamabas Natacha-continuó-te identifiqué de inmediato con la heroína de Tolstoi. Eres tan encantadora y graciosa como ella, pero temo que yo seré tu príncipe Bolkonsky y como a él, me romperás el corazón.
-¿Qué podía responder a ese torrente de amor y de literatura precipitándose sobre mí como las cataratas del Niágara?
Sólo tomé su mano en la cual ya se notaban ¡ay! los estragos de la edad y se la apreté entre las mías.
Fue el romance de un año....
No tuve más remedio que cambiarme a una Residencia de estudiantes cuando la tía Cármen descubrió la verdad. Se fue llorando a su pieza y lo más suave que me dijo fué "mala pécora traidora, nínfula mal agradecida".
Aquel amor fue muy hermoso, pero al contrario de lo que vaticinó Andrés, no fue Natacha la que abandonó al príncipe sino el príncipe el que rompió con Natacha. No fue algo brusco. Más bien se fue alejando de a poco, como quién se interna por un sendero que se va perdiendo en la niebla.
Cuando entendí que me dejaba, lloré durante semanas, quise saber por qué, pero él nunca me explicó nada. Sólo se fue.
Al cabo de un tiempo, y emulando a Natacha Rostova, me consolé pensando en que algún día llegaría el Pedro Bezukhov que me deparaba el destino y que ese sí sería el amor definitivo.

miércoles, 15 de junio de 2011

CAEN LAS HOJAS.

Anoche soñé que me despedía de Isamu y le decía:
-"No te preocupes, todo está bien. Si me quieres aún, cuando mires caer una hoja, yo también la estaré mirando. "
Sin embargo, Isamu murió hace mucho tiempo.
Me pregunto si nos encontraremos  alguna vez, para que yo pueda explicarle todo.
Pero ¿qué podría importar si ya no estaríamos en la tierra?
Nos encontraríamos en un mundo donde todas las cosas que pasaron aquí ya perdieron importancia. Sin embargo, existiría la mágica posibilidad de que cada persona a quién heriste, con sólo mirarte a los ojos, lo entendería todo. Porque los errores que cometemos siempre tienen alguna razón que nos permite perdonarnos a nosotros mismos.
Yo me imagino ese lugar como una especie de parque en el que siempre está atardeciendo sin que nunca termine de caer la noche. Es un atardecer hermoso, con una luz tenue y una quietud que te dan mucha paz.
Uno camina paseando entre los árboles, a veces solo y a veces se te une alguien a quien quisiste y camina a tu lado, ajustando su paso al tuyo. Sin hablar, porque allá no existen las palabras.
Sin embargo, una maravillosa intuición hace que todos se comprendan por fin. Aquellos que en la tierra nunca pudieron comunicarse, que se amaron mal y se causaron daño, se miran  serenamente y se entienden, por fin.
Me pregunto por qué en el sueño me despedía de alguien que se fue antes que yo. Quizás porque aquí no me queda nadie de quién quisiera despedirme. Todos los amores pasaron, las emociones murieron. Sólo queda la soledad. A veces, cuando los dolores me agobian, quisiera tener a alguien que me abrazara y me brindara consuelo. Un esposo o una madre.
Cuando uno sufre físicamente, se vuelve tan vulnerable, retrocede a la condición de un niño indefenso. No es como cuando alguien te daña y de tu corazón brota la fiereza del orgullo herido. Entonces te recuperas y te yergues porque la rabia te da valor para sobreponerte.
Cuando estás enfermo y sufres dolores, te sientes  tan débil, tan necesitado de un abrazo, de un pecho  amante en el cual reclinar tu cabeza. Ahí ya no valen el orgullo y la dignidad que te dieron fuerzas para sobreponerte. Porque es la Vida la que te está golpeando y contra ella, nadie  puede rebelarse.
Pero, quizás haya alguien aquí  que me quiera todavía y a quién yo pueda decirle:
-No te preocupes, todo está bien y cuando me haya ido, en las hojas que caen se encontrarán nuestras miradas.

lunes, 13 de junio de 2011

LLEGO CARTA DE CLARITA.

Yo la quiero, no lo duden ustedes. Ella es mi hija y le he dejado pasar muchas cosas, pero esto ya es demasiado. Un engaño así a una pobre familia que sufre, no lo puedo tolerar.
Desde que era una niñita, sentí su animadversión. Ella quería a su papá ciegamente y estoy segura de que él le envenenó el corazón en contra mía.
Un día que estábamos discutiendo y él, que como de costumbre, me decía cosas hirientes, me soltó:
-No te quiero y nunca te he querido.
Clarita estaba presente y la miré. Sonreía. ¡Tenía apenas diez años y sonreía, mirándome con crueldad!
Después de la separación, el abismo creció entre nosotras. Se quedó viviendo conmigo porque él se fue con otra y no quiso llevarla. Pero supe que continuaban en contacto.
Vivimos muchos años juntas. Después del colegio no quiso estudiar y entró a trabajar en una peluquería.
Llegaba tarde sin darme explicaciones. Generalmente, después de comer se encerraba en su pieza. Otras veces llegaba con ánimo de hablar y se jactaba conmigo de sus conquistas o de alguna trastada que le había hecho a una compañera para congraciarse con la dueña.
Era linda. Cada día más linda con esa espesa melena oscura y su figura espigada. Tenía muchos admiradores. El fin de semana el teléfono empezaba a sonar bien temprano y era seguro que saldría esa noche y no volvería antes del alba.
Un día tuvimos una discusión peor que las otras. Ella hizo su maleta y salió dando un portazo.
¿Podían  mezclarse el dolor de la ausencia con el alivio de no verla? Si, estaba claro que podían.
Sin embargo, empecé a preocuparme cuando pasaron las semanas sin tener noticias. Creía a cada instante escuchar el ruido de su llave en la cerradura. Corría a la puerta y no había nadie.
¿Dónde estaría Clarita?
En la peluquería tampoco sabían nada. Se había ido sin avisarles.
Hasta que al cabo de dos meses, me llegó la carta. Esta carta que me ha hecho indignarme y decidir que no voy a tolerar su engaño. Que la voy a delatar tan pronto pueda.
En ella me dice:
Mamá, se te habrá pasado el enojo y estarás queriendo saber donde estoy. Te voy a dar en el gusto para que veas lo avispada que es tu hijita.
Pero, primero te paso a contar lo que hice cuando salí de tu casa.
Tomé un tren para la primera ciudad que se me ocurrió. Tenía algo de plata que había ahorrado. No niego que viviendo en tu casa no tenía gastos.
Me bajé en la estación de X. . . . y me puse a andar con la maleta buscando un hotel. Creo que me perdí en los suburbios. No di con ninguno y empezó a caer la noche. Ví luces en una casa grande y me atreví a tocar el timbre para pedir que me orientaran. ¡Y ahí fue cuando empezó mi aventura!
Abrió la puerta una señora que a todas luces había estado llorando porque tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Al verme dio un grito:
-María, mi hijita ¡viniste!
Me quedé muda y ella se lanzó a mi cuello empapándome la blusa con sus lágrimas.
Enseguida me tomó firmemente de la mano y me llevó a un salón.
Había varias personas sentadas, todas de luto y con cara de funeral, que era precisamente de lo que se trataba la cosa.
La señora les dijo:
-María vino. Cuando le escribí avisándole, no estaba segura de que vendría. ¡Pero ya está aquí con nosotros!
Y rompió a llorar de nuevo.
Se paró una niña rubia y me abrazó:
-Siempre quise conocerte, María. Le pedíamos a él que te trajera pero nunca quiso. Después, supongo que habían peleado. . . .
Y se calló, turbada.
Yo no entendía nada, claro, pero estaba tan cansada que me arrojé, literalmente,  en un sillón y permití que me sirvieran café, agua y hasta un vasito de licor que me devolvió el ánimo.
La señora se sentó a mi lado y me tomó las manos:
-Quiero repetirte, mi hijita, lo que te decía en mi carta. Nosotros no te culpamos. Felipe siempre fue depresivo. Otra vez antes había intentado hacerlo. Sabíamos que quizás un día lograra su propósito. Tú fuiste un paréntesis de felicidad en su vida, pero comprendemos que no pudieras seguir a su lado.
Se me iba aclarando la película y me iba sintiendo más cómoda. Total, tú de primer nombre me pusiste María y como lo hallo vulgar preferí que me dijeran Clara. Pero si ellos me llamaban María, no andaban nada de descaminados ¿no crees?
Después de mucho llanto y muchas preguntas que yo no contestaba, haciéndome la que me ahogaba con los sollozos, me llevaron a un dormitorio.
-Descansa, María-me dijo la señora-Aquí tienes un sedante para que puedas dormir.
Lo escupí apenas salió y me metí entre las sábanas. Lo que menos quería era dormir. Necesitaba meditar sobre la nueva situación y ver hasta donde podía sacarle partido.
Al otro día, la niña rubia que supuse era la hermana del difunto, me llevó el desayuno a la cama.
-¿Trajiste vestido negro?-me preguntó.
Ante mi negativa, me prestó uno suyo, fino como nunca había visto. Me quedaba ni pintado.
-La misa es a las diez-dijo ella y me dejó sola.
En la Iglesia había mucha gente. Sobre el ataúd estaba la fotografía de Felipe. Rubio, buenmozo, y a todas luces mellizo de la niña.
-¡Qué lástima! ¡Qué pérdida!-pensé. Si lo hubiera conocido vivo, fijo que lo hubiera conquistado. Pero, como marchaba la cosa, era hasta mejor. Todos creían que yo era la novia y él no estaba ahí para desmentirlo.
Pasé toda la misa con la cara tapada con el pañuelo. Me restregué tanto los ojos que conseguí tenerlos rojos e hinchados, como comprobé en el espejo de mi polvera. Pensé que sería más convincente fingir un desmayo. ¡Vieras la que se armó! Hasta el cura llegó al  el banco donde yo estaba tendida, para rociarme la cara con agua bendita.
Me han pedido que me quede "tanto como quiera", y por supuesto que acepté. Sobre todo ahora que he comprobado con sorpresa genuina, te lo aseguro, que estoy encinta.
Cuando se den cuenta, será otra función. ¡Y la viejita descubrirá que tiene "corazón de abuela"! ¿Podría renunciar a tener en su casa  al hijito de Felipe?
Yo estoy bien cómoda aquí, mamá, y me imagino que tú allá descansarás de mi molesta presencia. ¡No puedes negar que tu hijita se la sabe arreglar y sacar partido de las oportunidades que le depara el destino!
Hasta ahí llega la carta.
Y yo, mañana mismo saco pasaje de tren para X. . . . ¡No pensarán Uds. que voy a permitir semejante infamia!

DE JOSE, QUE TE AMA.

Cuando cumplí dieciocho años decidí ir a buscar a mi padre.  
Mi mamá nunca me había hablado de él.
Cuando era más niño, le pregunté un día:
-¿Donde está mi papá?
Y ella rompió a llorar con tanto desconsuelo, que parecía que el corazón se le iba en pedazos junto con las lágrimas.
La señora Edelmira entró corriendo y la abrazó. Mi mamá era frágil y pequeñita. Parecía una niña envejecida.
Desde que yo podía recordar habíamos vivido en la casa de Don Federico y la señora Edelmira. Ellos eran los patrones. Mi mamá hacía las compras y el aseo. También estaban Matilde, la cocinera y Pedro, el chofer. Crecí sintiendo que ellos eran mi familia y cuando cumplí seis años, Don Federico en persona me fue a matricular a la escuela del pueblo.
Ese día en que mi mamá lloró tanto, la señora Edelmira me llevó a su dormitorio  y me dijo:
-No le preguntes más, porque ella no se acuerda. Hace años se bajó de un tren, contigo en brazos y no se acordaba de donde venía ni tampoco sabía a donde iba. -"
"La llevaron al hospital. Ahí las enfermeras revisaron su bolso y encontraron su carnet. Recién entonces pudieron decirle como se llamaba. Ella estaba como perdida en una bruma espesa, dentro de la cual parecía caminar a tientas. Los médicos no supieron si había sufrido alguna impresión penosa o si la amnesia había sido paulatina. "
La traje a esta casa con la esperanza de que se recobrara y desde entonces Uds.  han vivido aquí. Creo que ella no ha vuelto a recordar y si lo ha hecho, no ha querido decirlo. "
Después del relato que me hizo la señora Edelmira, no volví a preguntar más.
Pasaron los años y crecí resignado a no tener un padre. Hasta que un día, en el fondo del closet, encontré un bolso viejo de mi madre. Dentro había un pequeño álbum de cuero con dos fotografías. En una estaba ella, linda y sonriente como jamás la había visto. En la otra estaba yo, si alguien hubiera podido tomarme una foto de como me vería en el futuro. Era mi padre. La miré por detrás. Decía: "Para Beatriz, de José que te  ama" Más abajo el nombre de un pueblo y una fecha ya borrada.
Y entonces fue que tomé las dos fotografías y partí a buscarlo.
No sabía donde estaría ahora, pero en ese pueblo habría alguien que lo recordara. Que talvez pudiera decirme por qué él nos abandonó cuando yo apenas había nacido.
No me guiaba el rencor ni quería hacerle reproches. Sólo sentía que la incertidumbre del pasado  era como una barrera que me impedía avanzar en la vida.
Llegué a un pueblo que adiviné cambiado y modernizado después de tantos años. No sabiendo por donde empezar, me dirigí al correo. En el mesón ví a un señor maduro que creí podría ayudarme.
Le alargué la foto de José y le pregunté:
-¿Lo recuerda?
Al principio me miró con sorpresa. Creyó que era una foto mía y que me estaba burlando.
De pronto exclamó:
-¡Dios mío! ¡Si Ud. es su hijo!
-¿Entonces lo conoce?
-¡Pero si trabaja en la Escuela! Es profesor de mi nieto.
-¡Cómo! ¿Entonces todavía vive aquí?
-Creo que no se fue nunca, esperando que ella volviera. . . .
No comprendía nada, pero ahogado por la emoción, le pregunté donde vivía.
Me señaló una casa humilde, en una calle cercana.
Cuando José abrió la puerta, se puso pálido y me miró sin decir nada.
Le alargué la foto de mi madre.  
-Soy el hijo de Beatriz. Ud. es mi padre.
Lloró largo rato y cuando se calmó, me contó lo poco que sabía:
Después del parto ella se fue poniendo  extraña, como ausente. No se separaba del niño ni un instante, pero apenas hablaba. El se iba inquieto a hacer clases todas las mañanas. Tenía miedo de algo y no sabía de qué. Había decidido llevarla al médico esa misma tarde en que al llegar no la encontró. Se había ido sin llevarse nada. En el closet estaba toda su ropa y la de su hijo.
Salió como loco a buscarla por el pueblo. Alguien le contó que la había visto con el niño en la Estación.
-Supuse que me había abandonado-continuó-Pensé cosas terribles. Que se había ido con otro. Que el hijo no era mío. Y renuncié a buscarla. Pero la amaba tanto  que me quedé aquí, indiferente a las miradas intrusas. Continué haciendo clases y he vivido todos estos años sin perder la esperanza de que volviera.
Mientras me contaba esto, lloraba. A veces se interrumpía. Se acercaba a mí y me tocaba la cara.
Luego me abrazaba y volvía a llorar.
Se puso a llenar una maleta con las cosas más eterogéneas. Estaba como loco. Conmovido, lo ayudé a poner lo indispensable.
Nos agobiaba la incertidumbre. No sabíamos cómo iba a reaccionar mi madre. Si la impresión de verlo la haría recordar o volvería  más densas las sombras de su memoria. Los dos callábamos, abrumados por el temor, pero a veces, de pronto nos mirábamos y sonreíamos, cuando a ambos, como un rayo, nos traspasaba la esperanza.