Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



jueves, 26 de abril de 2012

5.000 Visitas.
























Queridos amigos, gracias a ustedes, mi blog ha superado las 5.000 visitas. No es poco, tratándose de un blog literario. ¡Sabemos que no son muchas las personas que aman la lectura! Si fuera un blog de farándula o de chistes, tendría visitas por millones.
De nuevo muchas gracias y espero que sigamos juntos por mucho tiempo. ¡Hasta que la Muerte nos separe! (¿No será mucho pedir, digo yo?)

miércoles, 25 de abril de 2012

GENTE TRISTE.

Es más fácil aceptar la soledad que esforzarse para que el amor dure.
Para conservarlo hay que estar luchando todo el tiempo.
Fingir, mentir, disimular, todo con tal de que ella no se dé cuenta de que eres el tipo más triste y más aburrido del mundo.
Decirle que te gusta la música, cuando en el fondo te da lo mismo.
En realidad, la película de tu vida carece de banda sonora.
Asegurarle que te encanta bailar, cuando encuentras de lo más tonto dar vueltas por la pista, agitando brazos y piernas como un robot a control remoto.
Ser todo lo que no eres: simpático, conversador, comunicativo, lleno de ideas geniales. Y no ese pobre payaso melancólico, el que en el circo recibe las patadas de los otros y sólo hace reír cuando se cae.
Todo eso resulta tan agotador.
Por eso es más fácil y más descansado dejar que el amor se vaya. Es como sacarle el tapón a la tina de baño y mirar como el agua se va lentamente, sin ruido. Al final, claro, antes de que la última gota se haya escurrido, escucharás una especie de ronquido en el desagüe.
Tal vez es tu llanto el que suena y son tus lágrimas las últimas gotas que se escurren.
Antes de empezar una relación, ya estoy seguro de que no va a resultar. Y siempre acierto. Siempre me gano la Lotería del fracaso, el Premio Gordo de la amargura.
Rosa, Isabel, Mónica...Todas pasaron por mi vida sin dejar otra huella que la vaga nostalgia de su ausencia.
Tengo treinta y ocho años y me he enamorado una sola vez.
No supe demostrárselo. No luché por retenerla.
Se llamaba Silvia y me dejó como las otras.
Sin embargo, al principio, me parecía que las cosas estaban saliendo bien.
La conocí en una fiesta de disfraces. Yo iba de payaso. ¡Claro! Si casi no necesitaba maquillaje...Ella, no supe de qué.
 Si era de ángel o de princesa de cuento. Envuelta en un manto azul y con una peluca rubia peinada en dos trenzas que le llegaban a las rodillas. Tal vez era Rapuncel.
Ella me buscó y se acercó a mí con dos vasos de vino blanco.
-¿Por qué vienes a una fiesta si estás tan triste?
Eso me preguntó para empezar.
No sé como lo supo. Me imagino que la cara de quiltro sin amo no se disimula fácil.
Me reí y terminamos bailando sin hablar.
Ya tarde, me llevó frente a un espejo y se quitó la peluca rubia.
Tenía una melena oscura muy corta, que apenas le cubría las orejas.
-Soy Silvia-dijo.
- Soy Mario-respondí, quitándome la nariz roja y el sombrero ridículo.
Nos miramos a través del espejo y nos conocimos por primera vez ahí, en nuestra imagen reflejada.
¿Fue un presagio acaso de que lo nuestro sería sólo un reflejo pálido de lo que es el Amor?
Duramos unos meses juntos y me sentí todo lo feliz que puede sentirse un tipo triste.
Siempre he sido así.
Me recuerdo triste desde que tenía seis años. Mis padres no se amaban y aunque yo no entendía a esa edad qué era lo que faltaba en la casa, sentía el vacío, el hueco enorme que había dejado aquello que se había ido o que quizás nunca había estado ahí.
Después se separaron.
Nunca vi el amor mientras crecía y tal vez por eso no aprendí a conservarlo.
A todas las mujeres que quise las dejé ir sin hacer ni un esfuerzo.
Es tan calmo ver retroceder el mar  sobre la arena de la playa. Sin ruido el agua se retira y sólo queda una huella de espuma que se deshace en un segundo.
Se fue mi padre y nos quedamos solos, mi madre y yo.
Ella era alegre y divertida y aceptó con naturalidad el hecho de que no volviéramos a verlo.
No se echa de menos el desamor. Al contrario, se respira mejor cuando su peso abrumador deja de oprimirte el pecho. Es como deslizarse desde debajo de una lápida.
Murió cuando yo tenía veinticuatro años.
Habían pasado unos pocos meses de su partida, cuando conocí a Silvia.
Me preguntó por mis padres y moví la cabeza negativamente, como si ambos hubieran muerto.
Ella había dejado su casa a los diecisiete años y vivía sola en un departamento oscuro, en un edificio viejo.
Después de un tiempo, le propuse que viviéramos juntos.
Al principio dudó, pero un día llegó con sus maletas y su gato.
Orgulloso le mostré la casa y los cajones del closet que había desocupado para ella.
Pero algo parecía no funcionar.
Noté que pasaban los días sin que deshiciera sus maletas ni ocupara su lugar en el closet.
Al cabo de una semana me dijo que se iba.
No me dio razones.
Quizás ella era también una chica triste y nuestras mutuas tristezas juntas constituían un peso demasiado abrumador para poder soportarlo.

PLEGARIAS ATENDIDAS.

Cuando se levantaba por las mañanas, a los pocos minutos, ya estaba llorando. No paraba de sollozar. Era un dolor inconsolable, no sólo por el abandono de Alberto, sino por su vida entera.
Se le antojaba que, en realidad, nunca había sido feliz.
Si miraba hacia atrás, veía a una niña abandonada, perdida en el mundo hostil y frío de los adultos. ¡Y con un deseo tan lacerante de ser querida!
Y si imaginaba su vida hacia adelante, veía una especie de páramo desierto, un bosque de árboles desnudos, y un frío de nieve que hacía tiritar su corazón.
Pero, todo pasa.
Después de una licencia médica de una semana, por "stress", volvió al trabajo y la rutina de los trámites y las reuniones la envolvió en su manto acolchado, aislándola del dolor.
Sólo al llegar al  departamento vacío se avivaba el sufrimiento.
Se miraba durante horas al espejo, probándose ropa, ensayando peinados. Por obra del rechazo de él, había concebido la repentina convicción de que era fea. Toda su confianza en sí misma se había hecho polvo.
Se preguntaba si ese dolor era por el amor traicionado o por su orgullo herido.
Lo había amado, es cierto, pero habían sido diez años de insatisfacción.
Casi al otro día de su matrimonio, por decirlo así, había caído su máscara y se había encontrado frente a un hombre frio, duro y ensimismado en su mundo, al cual nunca le permitió acceder.
La miraba sin  verla, la oía sin escucharla.
Había luchado con todo el calor de su ternura por derretir esa coraza de hielo que parecía envolver su corazón. Pero, fue inútil.
Luego vino su infidelidad, el estéril esfuerzo por recomponer el amor roto en pedazos y al final, su partida para correr a los brazos de la otra.
Pasó el tiempo, y al principio no supo nada de ellos.
Las personas que la conocían evitaban nombrarlos en su presencia, suponiendo que era difícil que se hubiera recuperado tan pronto del desengaño.
Pero luego, con el transcurso de los meses, como frecuentaban los mismos círculos sociales, empezó a escuchar sin querer comentarios que los aludían.
No faltó quien observara en su presencia, olvidando que un día había sido la esposa de él, algo que la puso en alerta.
-¿Se han fijado que el matrimonio de los Domínguez se está desintegrando?
-¿Por qué crees eso?-preguntó otra.
-Dicen que la trata mal, que la humilla en público. Tú sabes lo mordaz que puede ser cuando quiere...
-Y comentan que ella bebe demasiado. Mírenla con atención cuando los encuentren en el Club o en alguna fiesta. Siempre van a ver a Delia con una copa en la mano.
No tuvo la impiedad de alegrarse, pero surgió en ella un vago sentimiento de desquite.
-Ahora sabe. Ahora lo conoce- pensó.
Ella, que no trepidó en romper primero su matrimonio con un hombre que la amaba, para luego destruir el mío.
Su marido era pobre, claro, y el mío era "rico". Así habrá pensado ella: "Rico". Y esa palabra habrá evocado en su cerebro el tintineo de joyas entrechocándose. Y le habrá brindado una visión del lujo que sin duda su belleza merecía, pero que el otro era incapaz de darle.
Superando aquellas reflexiones, la invadió una tristeza profunda y aunque a ella misma le pareció extraño, un sentimiento solidario, de mujer a mujer, frente a la crueldad del hombre.
Recordó aquel aforismo que se atribuye a Santa Teresa, que dice que más se llora por las plegarias atendidas que por las que no lo son.
Es una desolada visión de la vida, pues significaba que el Destino en el fondo castiga a la gente concediéndole lo que anhela tener. O que le hace pagar muy caro por ello.
¡Cuánto se habría esforzado Delia! ¡Cuántas plegarias habría elevado para lograr cambiar su vida mediocre por otra más afortunada!
Sintió lástima por ella, pero al mismo tiempo, pensó desafiante:
-Tú lo querías ¿verdad? Pues ahí lo tienes...Si lloré mucho por haberlo perdido, ahora te toca  a tí llorar por haberlo ganado.
Tiempo después, fue con unas amigas a un bar a tomar una copa.
Reían alegres, bromeando despreocupadamente, cuando de pronto su vista se fijó en una mesa donde había una mujer sola.
Con la mirada perdida en un punto invisible, hacía girar el vaso de licor entre sus dedos.
Era Delia.
Se lo bebió de un trago y luego llamó al mozo para pedirle otro.
-Plegarias atendidas -murmuró ella en voz baja- y sus amigas la miraron sin comprender.

martes, 24 de abril de 2012

SANTIAGO EN CIEN PALABRAS.

VIAJANDO DE PIE.

Iba colgado de la barra, pensando que mi vida era como un viaje en un bus tomado por equivocación,  en un paradero rodeado de niebla.
Y de la Vida y del bus, me daban ganas de bajarme antes de llegar al paradero.
Subió una niña, que parecía traer el crepúsculo de afuera atrapado en sus ojos tristes.
Se acomodó contra mí y sentí su tibieza. No nos miramos, pero tuve la convicción de que ya no estaría solo...

GENTE SOLA.

Un mundo de gente sola camina por la ciudad. No se miran ni se hablan. Nada los distrae de su instrospección feroz.
Yo voy con ellos, caminando en línea recta hacia la Muerte.
Algunos se apresuran por llegar al embarcadero.
Cada día parte una nave sobre cuya borda se asoma una muchedumbre de rostros tristes.
La lista de pasajeros está en el obituario del periódico.


LA FOTOGRAFIA.

Mucha gente recién conocida me preguntaba: ¿Dónde te he visto antes?
Otros me aseguraban que me habían encontrado hacía poco rato en otra parte.
Sospeché que alguien andaba por ahí suplantándome.
Por fin me vi.
Iba cruzando Providencia con un vestido veraniego y me rodeaba una bandada de gaviotas.
Reconocí una fotografía que me tomaron este Verano.
Temo que terminará por reemplazarme en la simpatía de la gente y deberé ser yo la que ocupe el hueco que dejó al escapar del álbum.

AMOR PLATONICO.

Caminas airoso por Providencia, tu rostro medio oculto por un sombrero alón.
¿Cómo? ¿Que no estaba nublado? Acaba de pasar un rayo de sol montado en zancos.
Alto y flaco como un poste de la luz eléctrica, no es coincidencia que a tu paso todo se ilumine.
Cada día, cuando apareces, en el barrio se celebra el natalicio del Amor.
Ojos verdes color de esperanza: ¡Díganle dulces mentiras a este corazón!

PEQUEÑA  FLOR.

Se llamaba Elvira, pero su papá le decía "Pequeña Flor" porque era bajita y frágil.
El desapareció cuando ella tenía nueve años y su mamá le aseguró que había muerto.
Pero años después, lo divisó en un andén del Metro.
Se abrazaron estrechamente  y los años de ausencia cayeron a sus pies convertidos en polvo.
La Soledad huyó presurosa y retrocedió hacia las sombras buscando otros corazones en los cuales habitar.
El amor de los dos la había derrotado.

PINTANDO SANTIAGO.

Matilda estaba pintando Santiago bajo la lluvia.
Sólo colores grises plasmaba sobre el lienzo, a tono con la tristeza que embargaba su alma.
Se había enamorado y su amado pasó a su lado sin verla.
 El Amor es oscuro e inexorable-pensó- Sólo la Belleza puede derrotar su dolor.
Y tomando el pincel, dibujó sobre la ciudad lluviosa un arcoíris.

EN EL METRO.

El muchacho buenmozo de sonrisa malvada se había sentado a su lado en el Metro.
Procuraba no mirarlo. ¡Le recordaba tanto a ese hombre que por años la había hecho sufrir!
Al fin se había ido, dejándole el infinito alivio de la ausencia.
¡Pero ese muchacho se lo recordaba tanto.!
Quiso bajarse. ¡Huir!
 Entonces sintió que la tomaba del codo y le decía:
En la próxima estación nos bajamos, mamá.

lunes, 23 de abril de 2012

LA REALIDAD DE UN CUENTO.

Eran pasadas las doce de la noche y la ciudad iba quedando paulatinamente silenciosa.
Yo me adormecía frente al computador, sin que ninguna idea me viniera a la mente.
Quería escribir una historia siguiendo con el propósito que había adoptado últimamente de transformar a mi antojo los cuentos infantiles.
Creo que me quedé dormido un instante, porque al abrir los ojos vi sentada frente a mí a una joven de extraordinaria belleza. Me miraba con severidad e impaciencias y creo que la fuerza de su mirada fue la que me hizo despertar.
-¡Oh, perdone! No la escuché entrar.
-No es raro-me respondió con reproche-¡Si estaba dormido! Casi mete la nariz en su taza de café...
-¿Y por donde entró usted?-le pregunté admirado.
-Por esa puerta-dijo, señalando una pared en la que sólo se veían colgados un par de acuarelas y mi diploma de periodista.
No quise contradecirla, porque todo en ella me inducía a creer que se trataba de un ser fantástico, alguien venido del mundo de los sueños. De mi sueño, tal vez.
-¿Y cuál es su nombre, señorita?
-Princesa, si no le molesta. Soy Blanca Nieves. ¡Podría haberlo adivinado!
Sí, en realidad, podría...Su rostro era blanco como un copo de nieve o como el pétalo de una magnolia. Su cabello negro como el ébano y sus labios tan rojos como la gota de sangre que derramó su madre al pincharse el dedo mientras cosía. (Por lo menos, así dice el cuento. ¡Me imagino que se acuerdan!)
-Perdone, Blanca Nieves. ¿A qué debo el honor de su visita?
-Estoy molesta con usted y he venido a manifestárselo. Cenicienta, Caperucita y Rapuncel han tenido la oportunidad de aparecer en algún cuento suyo. Pero de mí parece que se ha olvidado. Y no creo ser merecedora de ese olvido.
Se irguió en la silla como para hacer resaltar aún más el esplendor de su belleza. Pero no era necesario. En la penumbra de mi escritorio, su rostro resplandecía como un lirio blanco o como una estrella adormecida sobre la nieve.
-¡Ay! No ha sido olvido, se lo juro, hermosa niña. Me he visto en dificultades para hilvanar una historia en la cual aparezcan siete enanos. Usted ve que en éstos tiempos modernos es difícil inventar un argumento donde incluir personajes como esos.
-¡Bah! ¡Qué tontería! Si esos enanos no existieron jamás. Mi historia es harto diferente de la que se han empeñado en contar durante más de cien años. Ya es tiempo de enmendarle la plana a esos fabulistas mentirosos.
-Pero ¡cómo! ¿Entonces qué pasó realmente entre usted y su madrastra?
-Pués, nada que una joven avispada como yo no pudiera solucionar. Es cierto que ella me tenía mucha envidia, sobre todo por culpa de ese espejo insidioso que se decía amigo suyo pero que se empecinaba en advertirle que la más hermosa era yo. Sin contar con que estaba de por medio el asunto del príncipe, que ella codiciaba, más no fuera que por ser novio mío.
-Pero, ¿ordenó llevarla al bosque para que la mataran?
 -No, no se habría atrevido a tanto. ¿Cómo le habría explicado mi desaparición a mis súbditos, que de verdad me amaban? Nadie me llevó a ningún bosque. Lo que ella planeó fue hacerme desaparecer en forma más sutil...
-¿Intentó envenenarla con una manzana?
-En realidad no fue una sino varias. Envenenó por lo menos media docena, para que no hubiera posibilidad de que su intento fracasara.
-¿Y qué pasó?
-Bueno, yo las cambié por otras y las envenenadas las escondí en la despensa. Luego me arrojé a mi cama fingiendo un terrible malestar. Ella acechaba con ansias el desarrollo de mi  enfermedad y yo, para darle en el gusto, me quejaba a gritos. Pero, al cabo de una semana me levanté y mi madrastra pensó que el veneno había fallado y que era preciso redoblar la dosis.
-Pero no le di tiempo a realizar su propósito-continuó muy ufana-Con las manzanas envenenadas que había escondido preparé un kuchen exquisito y se lo hice servir con una doncella de confianza. Como era golosa, se lo devoró íntegro, tal vez pensando endulzar con él la amargura de su fracaso. Fue lo último que hizo...Mandé romper su espejo en mil pedazos y esparcirlos sobre su tumba. Luego, suprimidos todos los obstáculos, me casé con el príncipe. Como ve, soy una chica de armas tomar y no la pobrecita víctima de su madrastra como se han empecinado en hacerme aparecer en el cuento.
Terminó de hablar y me hizo prometerle que escribiría su verdadera historia.
Pero, la verdad es que no estoy muy seguro de querer hacerlo.
¡Es mucho más lindo el cuento de los enanitos y del pedazo de manzana envenenada atascado en la garganta de Blanca Nieves! ¡Con razón los hermanos Grimm cambiaron las cosas..!  ¿Acaso no es obligación de los poetas y los narradores tratar de embellecer la realidad?
Por otra parte, ni siquiera estoy seguro de haber recibido su visita. Bien pudo ser un sueño, porque no la vi llegar ni tampoco irse...
Sólo sé que desperté en la madrugada, con la cabeza apoyada sobre el escritorio y una taza de café frío olvidada junto al computador.

UN BESO DE AMOR.

Beatriz tenía diecisiete años cuando un día, tratando de aprender a coser a máquina, se pinchó el dedo con la aguja.
Fue tal el dolor y el sobresalto, que se desmayó. Pero lo extraño fue que no volvió a despertarse.
De un estado de inconsciencia pasó a un especie de coma. Los médicos no se explicaban el caso y se preguntaban qué extraña toxina pudo haber en el metal de la aguja que invadió toda la sangre de Beatriz, dejándola en ese estado.
Como los exámenes no arrojaban ningún daño neurológico, tranquilizaron a los padres, asegurándoles que pronto la niña despertaría por sí sola.
Quedó en una pieza de la Clínica, dormida profundamente. Y era tan hermosa con su pelo rubio esparcido sobre la almohada y sus largas pestañas sombreando sus mejillas, que las enfermeras empezaron a llamarla "La Bella Durmiente".
Un aguja en su brazo introducía el suero que goteaba lentamente.
Todo el personal de la Clínica estaba al tanto del extraño caso de Beatriz y no había quién no pasara a verla dormir y se abismara de su belleza.
José era un humilde joven contratado para asear los pasillos. Por supuesto, también llegó a sus oídos el rumor sobre La Bella Durmiente, y aunque nadie se lo hubiera permitido, por supuesto, quiso entrar a verla.
Un día en que lavaba las baldosas del pasillo, frente a la pieza de Beatriz, se aseguró de que nadie lo estuviera mirando y empujó la puerta suavemente.
 Su corazón apresuró sus latidos al contemplar ese rostro dormido, parecido al de un ángel.
El rosa de sus mejillas evidenciaban el correr de la sangre bajo la piel de seda y su cabello de oro semejaba un nido en el que reposara un ave venida del Paraíso. El pobre José nunca había visto una joven tan hermosa y de ahí en adelante, sólo pensó en ella.
Mientras recorría los pasillos arrastrando sus pesados baldes y escobillones, seguía contemplando en su imaginación ese rostro adorable.
Al llegar a su casa se quedaba abismado con los ojos fijos en un punto invisible. La humilde sopa se enfriaba frente a él y su madre lo miraba preocupada, creyendo que estaba enfermo. Pero la extasiada sonrisa que a veces entreabría sus labios, la hizo comprender que estaba enamorado.
Sí, José moría de amor por La Bella Durmiente.
Todas las mañanas acechaba un momento en que el pasillo estuviera vacío, para entreabrir la puerta y contemplar a su amada.
Un día pudo más su audacia y se atrevió a entrar a la pieza y pararse junto a la cama donde ella dormía. Con devoción tocó aquella mano blanca que yacía sobre la sábana.Y un hilo de oro de su cabello quedó prendido entre sus dedos.
Entonces pensó en el cuento. Recordó que sólo un beso de amor podría sacar a la princesa de su hechizo. No supo de donde obtuvo el valor necesario para inclinarse sobre el dulce rostro y depositar un beso en sus labios entreabiertos.
Una voz ronca y furiosa lo arrancó de su ensueño.
-¿Qué está haciendo? ¿Cómo se atreve? ¡Salga de aquí inmediatamente!
Un médico había entrado a la pieza y aferrándolo de un brazo lo arrastró hasta el pasillo.
Esa misma mañana lo despidieron.
Que agradeciera que no lo denunciaban. No lo hacían por él, claro, sino por el prestigio de la Clínica. El motivo oficial de su despido sería por "atrasos reiterados" Y más le valía a José corroborar esa historia...
Al día siguiente, en la tarde, pasó a verlo Manuel, su compañero de trabajo. Era el encargado de asear los baños.
-¡Ay, amigo! No sabe cuánto siento que lo hayan despedido. ¡Y justo ayer! ¡No se imagina usted lo que pasó en la tarde en la Clínica!  ¿Se acuerda de esa paciente en coma a la que le decían La Bella Durmiente?  ¡Despertó, amigo!  ¡Fue una cosa de locos! Dicen que de repente abrió los ojos y se sentó en la cama. Como no supo donde estaba se puso a llorar y a llamar a sus padres...
¡Era un espectáculo como corrían las enfermeras y los médicos!
-¿Y usted la vio?-preguntó José, temblando.
-No, amigo ¡Qué va! A mí no me iban a dejar entrar a verla...Pero, esta mañana la divisé, cuando vinieron a buscarla. Se fue caminando, del brazo de su padre. Un poco débil, todavía, claro. Pero normal, como si nada le hubiera pasado...¡Y tan linda, si usted la hubiera visto!
Esa noche José se desveló. En las sombras de su dormitorio, sonreía. Una dulce tibieza inundaba su corazón.
 ¡No importaba lo que opinaran los médicos! Ni qué rebuscadas teorías inventaran para justificar lo que había pasado.
¡Él sabía que había sido su beso de amor, sólo su beso, el que había despertado a La Bella Durmiente!

martes, 17 de abril de 2012

LA MUJER EN LA NIEBLA.

Todo empezó con fugaces destellos de luz que me sorprendían de pronto, sin aviso previo.
Otras veces, no eran esos fogonazos súbitos, sino una débil neblina crepuscular que se iba extendiendo sobre los objetos, desdibujando sus contornos.
No tenía dolores de cabeza que presagiaran una jaqueca y por lo demás, ese malestar no se me produjo nunca.
Después de un tiempo en que se sucedían estos breves fenómenos  a los cuales no di mayor importancia, empecé a tener alucinaciones.
Lo extraño era que todas consistían en lo mismo.
La aparición  de una mujer vestida de negro, que se acercaba a mí caminando lentamente. Su rostro era pálido y triste y sus ojos oscuros evidenciaban una gran congoja. No hablaba, no gesticulaba. Sólo caminaba a mi encuentro con sus grandes ojos clavados en mí y luego se desvanecía.
Siempre su aparición era precedida de esa luz difusa como una neblina que lo desdibujaba todo.
Surgida de esa bruma, emergía ella y venía  hacia mí con su rostro alterado por un dolor inconsolable.
Una vez alcancé a hablarle antes de que se desvaneciera.
-¿Qué le pasa, señora? ¡Dígame! ¿En qué puedo ayudarla?
Por primera vez ella alteró su inmovilidad extendiendo sus manos hacia mí en un gesto de súplica. Pero se desvaneció sin haber alcanzado a mover sus labios.
¿Qué me pasaba? ¿Me estaría volviendo loco?
No me parecía posible, porque el resto del tiempo mi vida transcurría en forma perfectamente normal.
Desarrollaba mi trabajo sin ningún problema. No tenía lapsus de memoria ni nadie parecía advertir en mí algún cambio o una conducta anómala.
Sólo eran fenómenos oculares, aquellos relámpagos sorpresivos que me envolvían en su brillo enceguecedor.
Y sólo eran mis ojos los que se evadían de la realidad, al percibir aquella pálida bruma azul que difuminaba los contornos de los objetos, antes de que la mujer apareciera ante mí con aquel aire de melancolía desoladora que atribulaba mi corazón.
¿Quién era ella? ¿Qué quería de mí?
Una y otra vez , en sus fugaces apariciones, le rogué que hablara.  Que me contara cual era su dolor para tratar de aliviarlo en alguna forma.
Se entreabrían sus dulces labios pálidos. Parecía que iban a emitir un sonido, modular una palabra...Pero siempre la implacable niebla se la tragaba antes de que hubiera alcanzado a lograrlo.
Luego la bruma azul también se desvanecía y me encontraba rodeado por los objetos que se dibujaban con total claridad, como si nada los hubiera alterado.
Empecé a ansiar verla.
Buscaba su presencia quedándome inmóvil, con la vista fija en la penumbra de mi oficina.
Los chispazos de luz que antes me habían preocupado ya me eran indiferentes. Dejé de preguntarme si no serían síntomas de una incipiente demencia. Sólo ansiaba volver a encontrarme envuelto en aquella bruma crepuscular que era el anuncio de la llegada de Ella.
La última vez que la vi, se acercó a mí y me tendió una carta.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas y sus labios se entreabrían en una sonrisa triste, como esbozada con esfuerzo para tranquilizar mi inquietud.
Me levanté como un rayo del sillón en el que estaba sentado y me precipité hacia la aparición. Tendí mi mano para tomar la carta. Pero antes de llegar a hacerlo, se borró totalmente y me vi solo en mi escritorio, envuelto por la cotidiana luz del atardecer.
Reflexioné por fin, largamente, y reconocí que aquellas alucinaciones estaban trastornando mi vida. Me sentía al borde de la paranoia.
Decidí ir a un psiquiatra.
El escuchó con atención mi relato. Me interrogó largamente y pude notar que mis palabras lo iban  tranquilizando y que no percibía en mí ningún síntoma de conducta anormal.
Al final, sonrió condescendiente y me preguntó:
-¿No ha pensado en visitar a un oculista?
Me quedé mudo ante esta pregunta y se me antojó una burla.
-No se asombre-me dijo-Todos los síntomas que usted me describe, los fogonazos, la niebla, las fugaces alucinaciones, parecen obedecer a una anomalía ocular. Nada en usted me hace pensar que se encuentre al borde de una neurosis o de una enfermedad mental de carácter grave. Le insisto en que vaya cuanto antes a la consulta de un oculista.
Presa de la incertidumbre y la incredulidad ante su sorprendente diagnóstico, seguí su concejo.
Tras varios exámenes, el médico detectó un pequeño tumor detrás de la retina.
-Este melanoma-me dijo-que por cierto operable, es el que está produciendo en usted esta variedad de síntomas. Los relámpagueos, las breves alucinaciones, todas son características de la presencia de este tumor. Es más corriente de lo que usted piensa. Y más sencillo. Pero debemos extirparlo de inmediato.
Una semana después, cuando me retiraron las vendas, volví a ver el mundo en sus contornos definidos. Aquellos relámpagos no volvieron a enceguecerme ni volvió a envolverme aquella niebla azulada de la cual surgía, como una ondina desde el fondo de un lago, la misteriosa mujer de los ojos melancólicos.
¡No saben ustedes cómo la extraño!
 (Además me pregunto: ¿Qué diría la carta?)