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lunes, 9 de mayo de 2011

MARIA LA BELLA.

Siempre pienso en la luna, dorada y resplandeciente deslizándose por el cielo. A su lado, una estrella pequeña y opaca, apenas visible, escoltándola. Como una reina que avanza majestuosa, con un lacayo detrás que le sostiene el borde del manto.
Así era yo, escoltando a Maria La Bella por las calles del pueblo.
Algún intelectual cursi la bautizó así por Remedios la Bella, de García Márquez.
Pero, ¡ah!, cómo lo merecía.
Alta y esbelta, con un rostro  blanco aureolado por espesos cabellos negros que caían en bucles por su espalda. Su busto ideal era como la proa de un barco que fuera cortando el agua del mar en vez del aire. Su caminar era suave y ondulante, también como el de una nave, y sus caderas se mecían con un vaivén que dejaba sin aliento.
Sus ojos negros, de largas pestañas, parecían lagos de agua oscura en los que uno hubiera querido ahogarse con gusto para morir feliz. Su nariz, levemente aguileña, acompañaba una boca de labios rojos y llenos, siempre entrabiertos como esperando un beso.
La eligieron Reina de la Primavera en el Carnaval que organizaban los Rotarios. La sentaron en un trono sobre un escenario y un señor bajito y calvo a quién llamaban "Poeta laureado" le rindió homenaje recitándole unos versos.
Ella sonreía con dulzura y ausencia y a veces levantaba su blanco brazo y saludaba al público. Una auténtica reina, no podían dudarlo.
¿Por qué ella me permitía acompañarla si apenas me hablaba?
Talvez porque sentía que mi adoración era respetuosa y humilde y nunca la sometería al mal rato de una declaración de amor.
La acompañaba a misa los Domingo y a la salida, ella, en silencio me tendía majestuosamente su breviario para que se lo llevara.
Dábamos unas vueltas por la Plaza. Ella, objeto del deseo de muchos. Yo, de la envidia y el odio de unos cuantos más.
Los Miércoles tomaba clases de piano con la señora Rosa, que hacía clases de música en el Liceo. Yo la esperaba afuera y al salir, ella, con su mismo gesto mudo y soberano, me tendía las partituras para que se las llevara.
¡Días felices de muda adoración! ella, igual a la luna dorada y rutilante, escoltada por mí, la estrella humilde y opaca que sostenía los bordes de su manto.
Hasta que estalló el escándalo y el chisme se expandió como una mancha de petróleo sobre el mar.
María La Bella había sido todo ese tiempo la amante del Alcalde, casado por supuesto, y ahora estaba preñada.
Un cuchillo me atravesó el corazón. Y por supuesto comprendí el triste papel que me había tocado jugar en el sórdido asunto.
Fui varias veces a tocar el timbre a su casa. Siempre salía a a abrir su mamá, pequeña y triste, y me informaba que María se hallaba indispuesta.
Al cabo de unas semanas, los cotilleos explotaron otra vez.
En la misa del Domingo, el cura pronunció las amonestaciones del matrimonio de María.
¡Se casaba! No con el Alcalde, naturalmente. El nombre del novio nos resultó desconocido.
Pronto se supo la verdad, en otro chisme  que se expandió por el pueblo.
Era un forastero de una ciudad cercana. El Alcalde lo trajo, le compró un camión para que trabajara en el trasporte de abarrotes y le entregó a María.
Llegó el día de la boda.
Ella entró a la Iglesia tan distante y majestuosa como siempre. Se diría que caminó entre sus vasallos, del brazo de su padre, un señor bajito y pálido que pocos conocían.
Iba vestida con una especie de túnica rosa y una corona de flores de igual color le sujetaba el velo. Era la imagen viva de la Primavera, grávida de todos los frutos que madurarían en el Verano.
En el altar la esperaba el novio, con un pulcro terno azul marino, regalo también del Alcalde, seguramente.
Ella apenas lo miró y muchos dijeron que debajo del velo le corría el llanto. Otros dijeron que fue el Alcalde el que se secó una lágrima  cuando la pareja pasó junto al banco que él ocupaba con su esposa.
Lo cierto es que nadie se quedó sin hacer un comentario malévolo.
Solo yo estaba mudo, oculto tras un pilar de la Iglesia, sintiendo que mi corazón se desleía, se derretía como la esperma de una vela y formaba un charco de dolor a mis pies.
Vivieron unos meses en una casita a las afueras del pueblo. Se supo que el niño había nacido, pero a ella no la vimos en mucho tiempo.
El siguiente rumor que corrió fue que el transportista de abarrotes había desaparecido. Salió del pueblo sigilosamente y no volvió más. Había cumplido su compromiso con el Alcalde.
Una tarde que yo cruzaba la Plaza. Divisé a María La Bella empujando un cochecito. Me flaquearon las piernas de emoción. Al principio no me atrevía a acercarme. Después saqué valor de no sé que parte de mi maltrecho corazón y me puse a caminar a su lado.
-¿Puedo acompañarla?
Ella conservaba su andar majestuoso, su porte de reina que ninguna humillación había podido quitarle.
Sonrió apenas, me miró de soslayo y extendiendo su blanco brazo en el ademán confiado de una soberana a su vasallo, me tendió algo para que se lo llevara.
No era ya el devosionario ¡Ay! , no eran ya las partituras. . . . Era una bolsita celeste que contenía los pañales y el biberón.

3 comentarios:

  1. Me encantó,super entretenido,no se puede dejar de leer

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  2. "Maletas y trenes" es muy bueno, tienes una gran imaginación. También me gustó "Ciudades" pero todos mis calurosos elogios van para "María la Bella" es trágico y conmovedor y ese final que le diste, uno no sabe si reír o llorar, porque es en el fondo tragicómico. Además, la descripción de ese amor fiel, a toda prueba, es emocionante.

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  3. Disfruté mucho a María la Bella en particular, el final pudo ser algo mas sublime para cerrar el cuento en su etérea belleza, no un biberón, que es algo tan de este mundo...
    Felicidades.

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