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lunes, 16 de mayo de 2011

PEQUEÑA FLOR.

Su nombre era Elvira pero su papá la llamaba "Pequeña flor", por una canción muy popular en los años sesenta.
Y la verdad es que el apodo le sentaba muy bien porque era bajita y frágil, con unos enormes ojos grises que parecían hambrientos por devorarle el resto de la cara.
Su papá desapareció cuando ella tenía nueve años.
Su mamá le dijo que había muerto en un viaje y que la llevaría unos días a la casa de la abuelita, mientras ella ultimaba los trámites del funeral.
Pero Elvira había alcanzado a ver el interior del closet, donde faltaba toda la ropa de su papá. Cuando volvió, la fotografía de él también había desaparecido.
Entonces supo con certeza que  se había ido, pero no se sintió abandonada porque sabía que no era a ella a quién él  había dejado sino a esa mujer fría y rencorosa, que permanecía horas con la vista fija en el vacío, fumando en la penumbra del comedor.
Pensaba que en algún lugar del mundo su padre  seguía viviendo y en  la soledad de su cuarto   lo llamaba con su vocecita pequeña y triste:
-¡Papá!
A los catorce años se cambió de colegio porque pensó que se sentía muy desgraciada ahí, que un cambio la ayudaría. Pero no sabía que no podría huir de su dolor, que éste la acompañaría a donde fuera.
En su curso del  nuevo colegio había niñas mayores que ella y muchachos brutos e insolentes que la molestaban por placer.
Y se sintió más desesperada aún y le pareció que la angustia haría explotar su corazón.
Al llegar a su casa en las tardes, no encontraba a nadie. Estaba oscura y fría, no vacía sino al contrario, llena de una monstruosa sombra gris que como una ameba se pegaba a las paredes, devorando  todo el aire y no la dejaba respirar.
La soledad podía ser como un muro  que se abatía sobre ella, aplastándola. Vivía aprisionada bajo ruinas, como si toda su vida se hubiera convertido en escombros y hubiera quedado sepultada bajo ellos.
Su mamá empezó a llegar cada vez más tarde del trabajo y un día apareció acompañada de un  hombre al que le presentó como un amigo.
Elvira lo saludó amablemente, pero dentro de su corazón se solidificó el cemento de la definitiva ausencia de su padre. Ahora sí era seguro que ya nunca volvería.
Terminó el colegio y  entró a trabajar de recepcionista en la consulta de un médico.
Una tarde, en el andén del Metro, en medio de la muchedumbre divisó a su padre.
Tenía el pelo gris y estaba algo encorvado, pero conservaba su porte distinguido y el rostro hermoso que ella tanto había amado.
-¡Papá!-exclamó, tomándolo del codo.
-¡Pequeña Flor!-susurró él, emocionado.
Era imposible que no se reconocieran. Habían pasado quince años, los dos  habían cambiado, pero se abrazaron estrechamente y el calor de ese abrazo derritió la muralla de hielo que se había alzado entre ambos y los años de ausencia cayeron a sus pies trasformados en polvo.
La Soledad retrocedió hacia las sombras y huyó presurosa a buscar otros corazones en los cuales habitar, porque el amor de los dos la había derrotado.

1 comentario:

  1. Interesante historia pero me pareció un rompecabezas al que le faltan piezas. Muy bruscos los pasos de una situación a otra, sobre todo ese final encuentro en el Metro.

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