Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



viernes, 30 de diciembre de 2011

EL POZO.

Dicen que lo bueno de tocar fondo  es que no puedes hundirte más y de ahí en adelante, es inevitable que empieces a subir. Pero ¿qué pasa si en el fondo del pozo hay arena movediza y te quedas pegado sin poder soltarte, sintiendo que te tira más abajo aún?
En esa situación me encontraba yo los últimos días de aquel año.
El año en que Giny me dejó esperándola en la puerta del Registro Civil.
Todos me rodeaban consternados:
-¡Llámala! ¡Llámala!
Pero era inútil. Su celular estaba fuera de alcance. . . Al menos eso decía la grabación mientras discaba inútilmente su número.
Al final empezaron a irse de a poco y sólo quedaron mis padres, acompañándome por compromiso. El, furioso, se contenía apenas para no insultarla. Ella, mi dulce madre apretaba mi brazo y me miraba con dolorido amor, pero relámpagos de odio contra ella, cruzaban de vez en cuando por sus ojos.
Y faltaba lo peor.
Al día siguiente supimos que Giny se había ido con Mauricio, mi mejor amigo.
Encontraron una carta sin destinatario sobre su cómoda. Ni siquiera me nombraba. Sólo avisaba que se iba "para casarse".
Pero no se casó.
Volvió sola, al cabo de quince días.
Mauricio se había ido a trabajar a Mendoza, creo. No quise saber.
Al principio Giny estuvo encerrada en su casa. No quería ver a nadie, excepto a su prima Blanca. A ella le dijo que "las cosas no habían resultado, sencillamente. "
"Sencillamente", sí,  había destrozado mi vida y mi corazón por ir tras de una aventura que no duró ni dos semanas.
Todos la censuraban y me compadecían. Pero me pregunto si no era peor estar en el lugar del ofendido. A ella la podían criticar pero a mí me denigraban con su lástima.
Desde el fondo de mi pozo veía un trocito de cielo azul allá en lo alto y de vez en cuando una cara amigable que se asomaba a mirarme compungida:
-¿Qué tal, compadre? ¿Cómo van las cosas por ahí abajo?
Luego se cansaron de asomarse y me dejaron solo.
¿Fue mi ruina social la que conspiró en la Gerencia para que no me dieran el puesto que me habían prometido?
Se suponía que en Enero me nombrarían Jefe de Área y me subirían el sueldo.
Pero nombraron a Gálvez, que no había sido abandonado en la puerta del Registro Civil ni había pedido licencia por depresión. . .
En las tardes salía de la oficina sin saber a dónde ir. No quería visitar a mis padres, porque mi madre siempre se las arreglaba para llevar la conversación al tema de "esa perversa".
Su frase favorita era:
-Si alguna vez volvieras con esa Giny creo que no podría resistirlo.
-No te preocupes, mamá. No voy a volver.
Pero mis pasos me llevaban a rondar su calle, con la nostalgia como una soga atada a mi cuello, tirándome en su dirección.
Era Febrero y el Colegio en que ella hacía clases estaba cerrado por vacaciones.
Su jardín languidecía bajo el calor del atardecer y era su madre la que salía a regar, fingiendo no verme en la vereda de enfrente.
Parado como un poste de luz fuera de servicio, (un poste de oscuridad, trasmitiendo sombras), o como un espantapájaros melancólico, desarraigado de su plantación.
Un día vi alzarse la cortina del dormitorio de Giny y su rostro pálido clavó en mí unos ojos inexpresivos.
Permanecí mirándola sin moverme, junto al árbol bajo el cual, en más de una ocasión le había dado un beso.
-Tú no puedes perdonarla nunca-decía mi madre-La que lo hace una vez lo va a hacer de nuevo.  ¡Menos mal que te desengañaste a tiempo!
Por eso ya no quería ir a verla.
Inesperadamente, me llamaron de otra Empresa en la cual había postulado un año atrás, sin obtener resultados. Se produjo una vacante en el Norte y vieron que mi currículum se ajustaba a las necesidades del cargo.
La arena movediza empezaba a soltarme los tobillos y sentí que por fin iba dejando atrás el fondo del pozo y ascendiendo hacia la claridad del cielo.
Una tarde fui a la casa de Giny y decidido, toqué el timbre.
Abrió su madre y me miró asustada,  como si temiera enfrentarse con un loco.
-Ella no está-alcanzó a decir, pero Giny apareció en lo alto de la escalera.
-Arturo-pronunció mi nombre en un suspiro profundo que la dejó sin aire.
-¡Eugenia!-le advirtió su madre con recelo. Pero, al ver cómo nos mirábamos, salió en silencio y se fue a regar las rosas.
Giny bajó la escalera despacito y en el último escalón la recibí en mis brazos.
Le tapé la boca con la mano para impedir que hablara.
No se pide perdón cuando se ama, porque amar es perdonar.


LA CRECIDA.

Había llovido cuatro días sin parar y el abuelo volvió del almacén inquieto.
-Dicen que está creciendo mucho el río. Macario, que vive cerca de la orilla, llegó con un lucio bajo el brazo y dijo que lo pescó anoche en el patio trasero de su casa. Que se amaneció pescando y que su patio parece una laguna.
-¿No serán exageraciones, abuelo?-lo tranquilizó Paulina-Usted sabe como a la gente le gusta alarmar.
-Pero se ve tan crecido el río, niña. Y va arrastrando muchas ramas. Más temprano pasaron dos gallinas cacareando subidas en un palito. . .
Se acostaron preocupados.
Paulina le entibió al abuelo un vaso de leche con hojas de melisa, para asegurarle el sueño. Y al rato, menos mal, lo escuchó roncando apaciblemente.
Ella demoró en conciliar el sueño, oyendo a la lluvia golpear incansable en la ventana.
También la desvelaba la pena por la ausencia de Juan.
Había venido para la cosecha de las manzanas y se quedó, entre un trabajo casual y otro, hasta principios de Junio.
Ella lo había visto desde lejos, descansando tendido en el pasto, al otro lado del arroyo. Mordía un tallo de trébol y miraba pasar las nubes. Paulina estaba en el prado, haciendo una corona de margaritas para la imagen de la Virgen que había en el cruce. Bajo un techo de madera, habían puesto una estatua de yeso de la Señora, para que confortara a los caminantes.
Paulina miraba de reojo a Juan y él no se daba por aludido. Pero ella sabía que estaba consciente de su presencia.
Otro día, iba caminando por el borde del arroyo y él vino desde la colina y se puso a caminar al otro lado del agua. Caminaron mucho rato sin dirigirse la palabra.
Luego Juan la miró y le dijo:
-Eres de la casa que está en el otero y te llamas Paulina.
-Tú te llamas Juan-respondió ella,  tímida y lo miró a los ojos con una dulzura que traicionaba el tumulto de su corazón.
La siguiente vez, él atravesó el arroyo de un salto y la tomó por la cintura. La dobló suavemente y la recostó sobre la hierba. Paulina cerró los ojos y no hizo ningún movimiento, para no romper la magia de aquello que parecía un sueño, pero que no lo era.
Después supo que se había ido y al momento de saberlo empezó a llover, como si la lluvia le brotara del corazón, henchido de lágrimas reprimidas.
Siguió lloviendo durante cuatro días y ahora. . . .
Se durmió. Y mientras la noche, al fin, se quitó su manto de nubarrones como enormes flores moradas y aparecieron las estrellas.
La despertó un sonido diferente y vio como el agua entraba lentamente en el dormitorio.
Sus zapatitos flotaban como indecisos entre quedarse o salir a recorrer el mundo.
Se sentó en la cama asustada. Luego se vistió en silencio para ir a despertar al abuelo.
-¡Abuelito! ¡Abuelito! ¡Que está entrando el río!
El anciano se incorporó y vio el agua rodeando su cama.
Paulina le ayudó a vestirse y luego corrió a la cocina a buscar un poco de pan y una botella con agua. Todo lo hizo a oscuras, porque la luz eléctrica se había cortado hacía dos días. En la cocina ya flotaban las sillas y se había volcado la mesa en que comían.
Llevó al abuelo al altillo y abrió la ventana que había pegada al techo. Vio con alivio que ya no llovía y que las estrellas brillaban consoladoras, como los ojos de Dios.
Un inmenso desierto de agua rodeaba la casa y era evidente que el río seguiría subiendo.
Ayudó al anciano a salir por la ventana y se sentaron sobre el techo.
No sabían qué hora era,  pero un suave resplandor perlecente se insinuaba por detrás de las colinas.
-¡Pronto va a amanecer, abuelito! No temas. Y entonces llegarán a buscarnos.
Cuando salió el sol vieron la magnitud del desastre.
Flotaban escombros de casas y una cerda que acababa de parir, pasó sobre una tabla, amamantando a sus cerditos.
Estuvieron todo el día en el techo, esperando. Paulina le dio de beber al anciano y ambos comieron unos mendrugos de pan.
Se quedó dormida y cuando despertó vio un enorme barco blanco lleno de gente que se acercaba. Estaba lleno de luces y de música y las personas que estaban en la borda le hacían señas mientras pasaban. Cuando vio entre ellas a sus padres, comprendió que seguía dormida.
El abuelo había puesto la cabeza sobre su regazo y respiraba tranquilo.
Al amanecer del segundo día, escucharon el rítmico sonido de unos remos. Un bote se acercaba y ahora no era un sueño, porque los dos lo veían llegar.
Navegaba directo hacia ellos y cuando estuvo lo suficientemente cerca para ser oído, el hombre que venía remando gritó:
-¡Paulina!
Y ella vio que era Juan, que había vuelto a buscarla.

jueves, 29 de diciembre de 2011

LUCRECIA.

Lucrecia no quería por ningún motivo que llegara el Año Nuevo.
El día anterior había ido a ver a una adivina para que le echara las cartas del Tarot.
Tres veces había salido la carta de la Muerte.
Al principio la adivina no se mostró turbada. Se limitó a barajar bien y a ordenarlas de nuevo.
Pero ya a la tercera vez en que la carta fatídica se obstinó en aparecer, no quiso seguir viéndolas.
-No tengo "buena mano" hoy. Algo me pasa-se disculpó-Dormí mal anoche por culpa de la ciática. Es mejor que sigamos otro día.
-¡Por favor!-protestó Lucrecia-¿Cómo sabe si me cambia la suerte?
Pero la adivina había visto a una mujer misteriosa que, inclinada sobre el hombro de Lucrecia, observaba las cartas con atención. Llevaba un manto color de la escarcha y en su pelo enrollado en un moño sobre su cabeza se sostenía el nido de dos pájaros negros.
La visión duró sólo unos segundos pero le dio a la tarotista la señal de que seguir sería inútil.
Lucrecia salió de allí aterrada. Le dolía el pecho, como si un engranaje de hierro se lo apretara y las rodillas se le doblaban sin fuerzas.
Se sentó en una piedra, afuera de la cabaña de la adivina y pensó que quizás apenas le quedaban horas de vida.
-¿Por qué a mí? ¿Por qué?-se preguntó cómo hacen todos los que creen que la mala suerte debiera siempre estar reservada para los otros.
Tenía sólo cincuenta años y sentía que apenas había vivido.
El prometido de su juventud la había abandonado en la puerta de la Iglesia para fugarse, ¡qué ironía!, con la costurera que le había hecho su traje de novia.
Desde entonces su vida había sido un continuo descenso. Como si alguien le hubiera puesto en las manos una pala para que cavara un profundo pozo en el que se fue sumergiendo. Al fondo brillaba un agua muerta en la cual se reflejaba su rostro sin juventud.
¿Y tenía que morir ahora?
No. No lo permitiría.  ¡Impediría que el Año Nuevo llegara!
Fué a apostarse a la entrada del único camino que conducía a la aldea, a través del bosque. Por ahí tendría que llegar el nuevo año. Sería un niño ingenuo y fácil de engañar. Recién nacido de las cenizas del año viejo, que entregaría su último  suspiro cuando dieran las doce.
Le ofrecería dulces y lo conduciría a la caverna de la antigua mina. Ahí lo encerraría y así lograría detener el tiempo.
Se sentó en un tronco caído y se dispuso a aguardar.
La aldea estaba toda iluminada, esperando que estallaran los sones de las campanas para lanzar cohetes y  festejar la llegada del Nuevo Año.
-¡Pobres ilusos!-exclamó con amargura Lucrecia-Celebran sin saber cuántas enfermedades y desgracias les traerá. ¡Como a mí! -gimió entre rabiosa y triste-Como a mí que no he vivido casi nada y me tengo que morir.
Había pasado el tiempo y calculó que ya sería la hora.
Cuando las primeras campanadas empezaron a sonar con júbilo en la torre de la Iglesia, vió que por el sendero del bosque venía un niño rubio arrastrando un cochecito de juguete.
Cargaba en él doce abalorios de cristal que representaban los meses del año. En sus bucles dorados sostenía una corona donde se alternaban frutas, hojas secas, copos de nieve y flores. Los elementos de las cuatro estaciones.
Era hermoso y puro como un ángel recién nacido.
Lucrecia se paró y fue hacia él dispuesta a todo. Su rabia y su dolor la volvían implacable.
Pero se detuvo al ver que no venía solo.
Una mujer alta con un traje del color de la escarcha llegaba acompañándolo. Sostenía su pequeña mano para que no tropezara y su manto, que era como dos alas extendidas, lo protegía de cualquier peligro que pudiera venir desde el bosque.
O desde el pueblo. . . . Parecieron decir sus ojos, que se clavaron como puñales en la mísera mujer que les cerraba el paso.
-Hasta aquí te dejo, mi niño-susurró con voz dulce. Y la criatura dorada se adentró en la aldea tirando su carrito. Iba confiado al encuentro de los hombres porque sabía que lo que fuese a ocurrirles durante su estadía, era un asunto de Dios.
-Lucrecia-la amonestó la mujer del manto escarchado-¿Por qué crees en supersticiones absurdas?
-No ha llegado la hora de tu muerte aún. Pero es preciso que en lugar de aferrarte a la Vida clavándole las uñas, te hagas el propósito de vivir mejor estos años que te quedan. Aparta tus ojos de tí misma y verás que no eres la única que necesita afecto y comprensión.
La miró con severidad y volviéndole la espalda, se adentró en el bosque. A su paso se inclinaban los árboles y enmudecían los pájaros nocturnos.
Lucrecia se sentó sobre el tronco caído y lloró. Lloró todas las lágrimas que había acumulado en esos años de amargura.
Su llanto le lavó el corazón y se lo dejó fresco como el alba que despuntaba tras las colinas.

martes, 27 de diciembre de 2011

TARDES EN EL DENTISTA.

Todos los Miércoles a las cuatro, Cecilia tenía hora en el dentista. Era el peor día y la peor hora de toda la semana.
Llegaba cansada del colegio, cargada con su mochila y se ponía a esperar, con el estómago apretado. La asustaba la máquina con su chirrido extraño, como el de cientos de grillos frotando sus élitros al unísono. Y la aguja de la anestesia era tan aterradora como el taladro metálico que escarbaba sin piedad en su muela.
Aquella tarde había dos personas antes que ella. (¡Qué alivio! Tendría tiempo para reunir valor. . . )
Un señor gordo que traspiraba copiosamente y una señora muy flaca y muy vieja, con un sombrero de felpa café hundido hasta los ojos.
Al cabo de un rato, la anciana se quitó el sombrero y lo puso sobre sus rodillas. Su mano pequeña y arrugada empezó a acariciar maquinalmente las flores ajadas que adornaban su copa y Cecilia vio asombrada que el sombrero se trasformaba en un gato. Este ronroneó de placer y se dio un par de vueltas sobre la falda de la vieja, antes de encontrar el perfecto acomodo.
Salió  la enfermera y llamó en voz alta:
-Don Joel Artigas.
Y el señor gordo y sudoroso la siguió dócilmente al interior de la consulta.
Media hora después salió chupándose un lado de la cara como si llevara adentro un caramelo amargo y sin esperar que la llamaran, la anciana del gato, que de nuevo era sombrero, se paró y entró sin decir palabra.
Muy luego salió, con cara triste. Las flores de felpa colgaban temblorosas como si una ventolera despiadada hubiera pasado sobre ellas, tronchándolas.
En seguida apareció la enfermera y con su sonrisa mentirosa de "No te dolerá nada", condujo a Cecilia al interior. .
-Doctor-preguntó ella, sin poder ocultar su extrañeza-¿Quién era esa señora que entró antes que yo?
-¿Señora? No he visto a nadie. Recién atendí a Don Joel, que se fue muy satisfecho de dejar aquí su muela del juicio. Supongo que ahora se sentirá más libre para salir a echar una canita al aire-agregó riendo de su propio chiste.
Cecilia no insistió y se quedó callada. Terminó por creer que se había dormido en la antesala y había soñado con la extraña señora.
Sin embargo, el Miércoles siguiente, al llegar la vio sentada esperando. Llevaba el mismo sombrero marrón, que al rato se quitó y puso sobre sus rodillas. Lo acarició distraída y un ronroneo de placer se escapó de él, mientras las flores ajadas y la felpa raída se trasformaban de nuevo en el gato.
Antes que ella, esperaba una joven de cabello rojo, pero no alcanzó a ser llamada cuando la señora se paró con el gato bajo el brazo y se precipitó al interior de la consulta, sin esperar su turno.
Salió a los pocos minutos. Llevaba el sombrero torcido y un aire de infinita tristeza, como si acabara de asistir a un sepelio.
Cecilia no vaciló. Tomando su mochila, se paró rápidamente y salió a la calle tras la anciana.
La siguió muchas cuadras y  ya empezaba a arrepentirse de su impulso, cuando la vió sentarse bajo un árbol del parque.
Se veía desconsolada y una solitaria lágrima se deslizó por su nariz y quedó colgada ahí como una gota de lluvia.
-¡Señora!-la llamó Cecilia-¿Se siente mal? ¿Le hizo doler mucho la máquina del dentista?
-No, niñita. No fui a que me atendiera. Fui a visitarlo a él, pero es evidente que no me recuerda, porque no me ve. Las dos veces que he estado a su lado, ha actuado como si yo no existiera.
-Bueno-agregó pensativa-es cierto que no existo, pero si se acordara de mí podría verme.
-¿Es usted su mamá?-preguntó Cecilia.
-No, yo fui su nodriza. Me llamaron al nacer él, cuando su madre enfermó y no pudo criarlo.
Me quedé hasta que cumplió diez años. Entonces lo mandaron interno a un colegio y el patrón me dijo que me fuera.
-Envejecí sola-continuó la anciana-Lo extrañaba mucho porque había llegado a quererlo como a un hijo. Pero cuando se hizo adulto, nunca se molestó en buscarme. Al menos, ahora que morí soy libre para venir a verlo.
-Entonces ¿es usted un fantasma?
-Esos son inventos de la gente. Soy la misma de antes, sólo que ahora puedo ir a  donde quiera.
-¿Y su gato?
-Bueno, él tenía siete vidas, pero las gastó todas y también se murió.
Empezó a oscurecer y Cecilia miró inquieta las sombras que parecían brotar desde la tierra.
-¿Y a donde irá ahora?-le preguntó.
-Iré a dormir a la casa de mis padres. Los encontraré sentados junto a la estufa, como solían hacer en las tardes de Invierno. Miraremos las llamas y hablaremos largo, hasta que el fuego se extinga y sólo quede un rescoldo. Entonces me iré a dormir a mi cama de niña.
Cecilia cogió su mochila y se levantó para irse.
La anciana le puso su manecita arrugada en el brazo y le dijo:
-Sé que eres aún muy joven para pensar en la Muerte. Pero quiero que sepas que morir no es tan malo como cree la gente. El tiempo deja de existir y puedes volver a ver a las personas que amabas. Y si ellas te quisieron de veras, podrán verte a ti.
-¿Y por qué yo la  veo a usted si no la conozco?
-Porque estabas asustada en la antesala del dentista. Tenías miedo del dolor y te sentías sola.
-Tal vez adivinaste que me gustan los niños. . . -añadió con melancolía.
Cecilia se despidió rápidamente y se dirigió a su casa, antes de que cayera la noche.
Después de un corto trecho, se volvió a mirar a la anciana. Seguía sentada en el mismo banco, acariciando dulcemente al gato que dormía en sus rodillas. Y la lágrima solitaria colgaba aún de la punta de su nariz.

EL ESPEJO MAGICO.

Quien haya creído que todas las brujas son feas, es que no conoció a Soraya.
Era tan hermosa que hasta parecía caminar con banda sonora. Se movía deslizándose felinamente como al compás de una música inaudible y un nimbo dorado rodeaba su figura, de la cabeza a los pies.
Era rubia por obra de la genética, no del agua oxigenada y el color dorado de su cabello era también parte de su piel, como si un sol propio la anduviera bronceando hasta debajo de la lluvia y en las peores condiciones atmosféricas.
Llegó a la Empresa como secretaria de la Gerencia y entre los varones se produjo un inmediato revuelo y un estado de celo escandaloso, como de gatos en mes de Agosto.
Lo peor era que Soraya tenía el corazón más agusanado que la manzana que le dio Eva a Adán. Gozaba llevando a la desesperación a los que se enamoraban de ella y lo que era peor, se hacía amiga de todas las niñas que tenían un novio buenmozo, con la intención de desbaratar el romance.
Anita fue la primera.
Cayó con gripe y Soraya, tan buena, tan abnegada, iba todas las tardes a verla. Le llevaba flores, le preparaba limonadas calientes y le leía capítulos de alguna novela hasta que llegaba el novio a relevarla.
Demás está decir que el incauto creía ver en ella a un hada bienhechora y no una bruja maléfica y sólo esperó que Anita saliera de la cama para romper el compromiso.
Enamorado como un demente, pretendió que el anillo pasara al anular de Soraya, pero ella se rió en su cara y le volvió la espalda con desdén.
El cínico trató entonces de que Anita lo perdonara, pero a ella se le había roto el corazón y su mecanismo ya no funcionaba ni para perdones ni para amores reconstruidos.
Luego vino Lidia.
La vi languidecer de tristeza mientras su ex novio se convertía en el nuevo satélite de aquel sol deslumbrador.
Sólo que ella era mi mejor amiga y entonces decidí que en alguna forma yo debía frenar la carrera triunfal de la vampiresa.
Algo me decía que en su hermosura había una cosa  sobrenatural, un conjuro maligno y decidí romperlo a toda costa.
Como yo no tenía un novio que la atrajera, me costó harto hacerme su amiga. Pero, lo logré a fuerza de halagos y de contestar el teléfono por ella mientras se iba al baño a rehacer su maquillaje.
Un día quedamos de ir al cine y la pasé a buscar a su casa. Estaba segura de que ahí se hallaba la fuente de sus artilugios.
Me dejó en el salón y entró a su dormitorio a arreglarse.
De pronto,  me llegó nítida su voz que preguntaba:
-Espejito, espejito ¿Quién es la más hermosa?
Por la puerta entreabierta llegaron hacia mí estallidos de luces de todos los colores y sonidos pirotécnicos. Y escuché una voz que le respondía:
-Tú eres la más hermosa, Soraya. No hay otra como tú.
Y de verdad no había. . .
Me asomé con cautela y la vi parada frente a un espejo de cuerpo entero donde se reflejaba como una náyade en las aguas de una laguna. Bella como para dislocar huesos y derretir carámbanos.
¡Así es que esa era la fuente de su poder maligno!
Constatarlo me hizo concebir un plan.
A mi casa iba una chica ingenua a hacer el aseo una vez por semana.
Le hablé de ella a Soraya, de lo eficiente que era, de lo discreta. . . Y le ofrecí mandársela para que le hiciera una limpieza a fondo.
Aceptó la idea con agrado.
Lo siguiente fue convencer a la chica, que se llamaba Brunilda, de que su misión final era romper el espejo.
-Pero, señorita ¡me traerá siete años de mala suerte!-exclamó la supersticiosa.
-No pues, Brunilda. Porque si es el espejo de una bruja, y tú lo rompes y acabas con el hechizo, serán siete años de buena suerte para ti.
-Además, te daré una gratificación correspondiente a un mes de trabajo.
  Eso último terminó por convencerla.
-Iré a ver a mi mamacita a Carampangue- exclamó dichosa, porque ella era del Sur y echaba de menos los paisajes verdes y lluviosos de esa zona.
Quedó de ir un Miércoles a la casa de Soraya, llevando un martillo,  por si no encontraba otro objeto pesado en el lugar.  
Esa noche me llamó por teléfono:
-¡Ya , señorita! ¡Lo hice! ¡Y viera usted la de luces y de truenos que hubo cuando cayeron al suelo los pedazos! Los molí bien con el martillo, no fuera cosa que la bruja pudiera volver a mirarse en ellos.  ¡Y ahora me voy para el Sur!
Soraya faltó tres días a la oficina. Dio parte de enferma.
Cuando volvió, ya no era la misma.
Seguía siendo rubia, es cierto. Seguía siendo linda, es cierto también. Pero aquel encanto subyugante, aquel resplandor de Vía Láctea, la habían abandonado.
Ahora era una rubia más del montón, y lo sabía.
Hasta se veía más baja, como si su estatura hubiera disminuido unos cuantos centímetros.
Era su ego el que se había encogido, y nunca más se volvió a recuperar.

lunes, 26 de diciembre de 2011

VOLVER AL PUEBLO.

Ese Verano decidió volver al pueblo. Hacía cuatro años que no iba, desde que partió a Santiago a estudiar en la Universidad.
Cada Verano había surgido algo: La invitación de un compañero peruano a conocer su tierra, un viaje en grupo, cargados con mochilas, por la Carretera Austral. . . Otro Verano se quedó haciendo clases de reforzamiento de matemáticas, porque necesitaba dinero para cambiar el computador.
Era cierto que siempre llamaba a sus padres por teléfono y les escribía "cartas con estampillas", porque ellos no se manejaban con el correo electrónico. Pero ese Verano, los reproches fundados que le hacían, lo convencieron de dejar todo de lado y partir al pueblo a pasar sus vacaciones.
Su mamá, dichosa, lo comentó en la panadería y eso bastó para que al llegar ya lo esperaran varios recados telefónicos.
Pero no llamó a nadie y se deleitó quedándose en la casa para conversar con "los viejos" y jugar baloncesto en el patio trasero, con su hermano menor.
Fue agradable alojar en su dormitorio de la infancia, hojear sus antiguos libros y volver a ver el insectario que había empezado a armar a los catorce años. Cada mariposa, cada escarabajo,  representaba una anécdota y un recuerdo feliz.
Pero una noche lo llamaron y su mamá le pasó el fono sin hacer caso a sus señas negativas.
Era Marisa, su antigua novia, que ahora estaba comprometida con Claudio.
-¡Aló, Mario! Oye, te necesitamos.  ¡Basta ya de hacernos desaires!
El se rió y no le contestó nada.
-Mario, escucha-prosiguió Marisa-Hay una fiesta en la casa de Fabiola y una chica no tiene pareja. O sea, no tenía. . . Porque ahora serás tú y no creas que podrás escabullirte.
Le divirtió su tono imperioso y aceptó la invitación sin reticencias.
A las diez pasaron Claudio y Marisa a buscarlo en automóvil.
-¿Y dónde está la chica?
-Ahora iremos a recogerla.
Pararon frente a una casa que a Mario le resultó conocida y casi de inmediato salió de ella una joven vestida de celeste.
Vio que era casi una niña. Tenía las mejillas rosadas y llevaba el pelo de un rubio ceniza caído sobre los hombros.
-"Alicia en el País de las Maravillas" -pensó Mario-¿Y luego se escapará persiguiendo a algún conejo?
Ella subió al auto en silencio y lo miró de soslayo. Tenía unos enormes ojos grises y una boca pequeña, que mantenía firmemente cerrada en la esperanza de que no se notara que llevaba frenillo.
-Soy Edith-le dijo y le extendió la mano con formalidad graciosa.
En la fiesta bailó dos veces con ella y luego se fue al jardín a conversar con sus antiguos compañeros.
Fugazmente la vio sentada en la escalera, tomando coca cola junto a otra chica. Ambas lo miraban sonriendo cómplices y resultaba evidente que su tema de conversación era él.
A las doce le dio sueño y se fue a su casa, escabulléndose por el patio trasero.
Estaba en su dormitorio, echado sobre la cama, cuando escuchó un rumor como de garúa en el vidrio de la ventana. Alguien estaba arrojando piedrecitas menudas desde el jardín.
Se asomó y vio que era la chica del baile.
-¿Qué haces aquí tan tarde?
-Vine a preguntarte se quieres ir a tomar un café conmigo a la confitería de la plaza. Los Sábado cierran a las dos.
Mario se arregló la camisa y se mojó la cara para espantar el sueño.
¿Qué otra cosa podía hacer sino acompañarla?
Atravesaron la plaza iluminada y les llegó el rumor del agua en la pileta. Ranitas de metal arrojaban chorros por sus bocas enormes y rompían en pedazos el reflejo de la luna sobre la superficie. Bandadas de mariposas nocturnas formaban una nube alrededor de los faroles.
Se sentaron frente a frente en el café y Edith lo contempló meditabunda.
-No me reconociste-le reprochó de pronto.
-Perdona. ¿Es que nos habíamos visto antes?
-Soy la hermana de Felipe. Ibas a estudiar a nuestra casa.
El se quedó mudo, tratando inútilmente de visualizarla en su memoria.
-Yo tenía doce años y estaba enamorada de ti.
Casi se echó a reír, pero alcanzó a contenerse.
-¿Y qué edad tienes ahora?
-Cumpliré diecisiete.
-¿Cuando?
-En Diciembre.
-¡Pero si recién estamos en Enero! ¡Te queda todo un año!
-Pero dice mi abuela que cuando se cumplen los dieciseis, de inmediato "se entra a los diecisiete".
O sea, se abre una puerta y una empieza a recorrer un pasillo largo donde al final están los diecisiete esperándola.
-Tiene razón tu abuela-dijo Mario y la contempló con atención.
Vio sorprendido que el brillo de los ojos grises empezaba a opacarse y luego dos lágrimas brotaron entre sus pestañas. Se quedaron suspendidas un instante, como gotas de lluvia en el follaje y luego resbalaron por su cara.
-¡Edith! ¿Por qué lloras?
-Porque no me reconociste-respondió ella en voz baja.
Mario cogió su pequeña mano por sobre la mesa.
-"Alicia en el País de las Maravillas"-le susurró conmovido-¡Prométeme que no saldrás escapando detrás de ningún conejo!
Por un instante, ella pareció no comprender, pero luego una dulce sonrisa separó sus labios mostrando el metal que aprisionaba sus dientes.
-En Marzo me lo quitarán-susurró casi en secreto y sonó como la más apasionada promesa de amor.