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martes, 27 de diciembre de 2011

TARDES EN EL DENTISTA.

Todos los Miércoles a las cuatro, Cecilia tenía hora en el dentista. Era el peor día y la peor hora de toda la semana.
Llegaba cansada del colegio, cargada con su mochila y se ponía a esperar, con el estómago apretado. La asustaba la máquina con su chirrido extraño, como el de cientos de grillos frotando sus élitros al unísono. Y la aguja de la anestesia era tan aterradora como el taladro metálico que escarbaba sin piedad en su muela.
Aquella tarde había dos personas antes que ella. (¡Qué alivio! Tendría tiempo para reunir valor. . . )
Un señor gordo que traspiraba copiosamente y una señora muy flaca y muy vieja, con un sombrero de felpa café hundido hasta los ojos.
Al cabo de un rato, la anciana se quitó el sombrero y lo puso sobre sus rodillas. Su mano pequeña y arrugada empezó a acariciar maquinalmente las flores ajadas que adornaban su copa y Cecilia vio asombrada que el sombrero se trasformaba en un gato. Este ronroneó de placer y se dio un par de vueltas sobre la falda de la vieja, antes de encontrar el perfecto acomodo.
Salió  la enfermera y llamó en voz alta:
-Don Joel Artigas.
Y el señor gordo y sudoroso la siguió dócilmente al interior de la consulta.
Media hora después salió chupándose un lado de la cara como si llevara adentro un caramelo amargo y sin esperar que la llamaran, la anciana del gato, que de nuevo era sombrero, se paró y entró sin decir palabra.
Muy luego salió, con cara triste. Las flores de felpa colgaban temblorosas como si una ventolera despiadada hubiera pasado sobre ellas, tronchándolas.
En seguida apareció la enfermera y con su sonrisa mentirosa de "No te dolerá nada", condujo a Cecilia al interior. .
-Doctor-preguntó ella, sin poder ocultar su extrañeza-¿Quién era esa señora que entró antes que yo?
-¿Señora? No he visto a nadie. Recién atendí a Don Joel, que se fue muy satisfecho de dejar aquí su muela del juicio. Supongo que ahora se sentirá más libre para salir a echar una canita al aire-agregó riendo de su propio chiste.
Cecilia no insistió y se quedó callada. Terminó por creer que se había dormido en la antesala y había soñado con la extraña señora.
Sin embargo, el Miércoles siguiente, al llegar la vio sentada esperando. Llevaba el mismo sombrero marrón, que al rato se quitó y puso sobre sus rodillas. Lo acarició distraída y un ronroneo de placer se escapó de él, mientras las flores ajadas y la felpa raída se trasformaban de nuevo en el gato.
Antes que ella, esperaba una joven de cabello rojo, pero no alcanzó a ser llamada cuando la señora se paró con el gato bajo el brazo y se precipitó al interior de la consulta, sin esperar su turno.
Salió a los pocos minutos. Llevaba el sombrero torcido y un aire de infinita tristeza, como si acabara de asistir a un sepelio.
Cecilia no vaciló. Tomando su mochila, se paró rápidamente y salió a la calle tras la anciana.
La siguió muchas cuadras y  ya empezaba a arrepentirse de su impulso, cuando la vió sentarse bajo un árbol del parque.
Se veía desconsolada y una solitaria lágrima se deslizó por su nariz y quedó colgada ahí como una gota de lluvia.
-¡Señora!-la llamó Cecilia-¿Se siente mal? ¿Le hizo doler mucho la máquina del dentista?
-No, niñita. No fui a que me atendiera. Fui a visitarlo a él, pero es evidente que no me recuerda, porque no me ve. Las dos veces que he estado a su lado, ha actuado como si yo no existiera.
-Bueno-agregó pensativa-es cierto que no existo, pero si se acordara de mí podría verme.
-¿Es usted su mamá?-preguntó Cecilia.
-No, yo fui su nodriza. Me llamaron al nacer él, cuando su madre enfermó y no pudo criarlo.
Me quedé hasta que cumplió diez años. Entonces lo mandaron interno a un colegio y el patrón me dijo que me fuera.
-Envejecí sola-continuó la anciana-Lo extrañaba mucho porque había llegado a quererlo como a un hijo. Pero cuando se hizo adulto, nunca se molestó en buscarme. Al menos, ahora que morí soy libre para venir a verlo.
-Entonces ¿es usted un fantasma?
-Esos son inventos de la gente. Soy la misma de antes, sólo que ahora puedo ir a  donde quiera.
-¿Y su gato?
-Bueno, él tenía siete vidas, pero las gastó todas y también se murió.
Empezó a oscurecer y Cecilia miró inquieta las sombras que parecían brotar desde la tierra.
-¿Y a donde irá ahora?-le preguntó.
-Iré a dormir a la casa de mis padres. Los encontraré sentados junto a la estufa, como solían hacer en las tardes de Invierno. Miraremos las llamas y hablaremos largo, hasta que el fuego se extinga y sólo quede un rescoldo. Entonces me iré a dormir a mi cama de niña.
Cecilia cogió su mochila y se levantó para irse.
La anciana le puso su manecita arrugada en el brazo y le dijo:
-Sé que eres aún muy joven para pensar en la Muerte. Pero quiero que sepas que morir no es tan malo como cree la gente. El tiempo deja de existir y puedes volver a ver a las personas que amabas. Y si ellas te quisieron de veras, podrán verte a ti.
-¿Y por qué yo la  veo a usted si no la conozco?
-Porque estabas asustada en la antesala del dentista. Tenías miedo del dolor y te sentías sola.
-Tal vez adivinaste que me gustan los niños. . . -añadió con melancolía.
Cecilia se despidió rápidamente y se dirigió a su casa, antes de que cayera la noche.
Después de un corto trecho, se volvió a mirar a la anciana. Seguía sentada en el mismo banco, acariciando dulcemente al gato que dormía en sus rodillas. Y la lágrima solitaria colgaba aún de la punta de su nariz.

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