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viernes, 30 de diciembre de 2011

LA CRECIDA.

Había llovido cuatro días sin parar y el abuelo volvió del almacén inquieto.
-Dicen que está creciendo mucho el río. Macario, que vive cerca de la orilla, llegó con un lucio bajo el brazo y dijo que lo pescó anoche en el patio trasero de su casa. Que se amaneció pescando y que su patio parece una laguna.
-¿No serán exageraciones, abuelo?-lo tranquilizó Paulina-Usted sabe como a la gente le gusta alarmar.
-Pero se ve tan crecido el río, niña. Y va arrastrando muchas ramas. Más temprano pasaron dos gallinas cacareando subidas en un palito. . .
Se acostaron preocupados.
Paulina le entibió al abuelo un vaso de leche con hojas de melisa, para asegurarle el sueño. Y al rato, menos mal, lo escuchó roncando apaciblemente.
Ella demoró en conciliar el sueño, oyendo a la lluvia golpear incansable en la ventana.
También la desvelaba la pena por la ausencia de Juan.
Había venido para la cosecha de las manzanas y se quedó, entre un trabajo casual y otro, hasta principios de Junio.
Ella lo había visto desde lejos, descansando tendido en el pasto, al otro lado del arroyo. Mordía un tallo de trébol y miraba pasar las nubes. Paulina estaba en el prado, haciendo una corona de margaritas para la imagen de la Virgen que había en el cruce. Bajo un techo de madera, habían puesto una estatua de yeso de la Señora, para que confortara a los caminantes.
Paulina miraba de reojo a Juan y él no se daba por aludido. Pero ella sabía que estaba consciente de su presencia.
Otro día, iba caminando por el borde del arroyo y él vino desde la colina y se puso a caminar al otro lado del agua. Caminaron mucho rato sin dirigirse la palabra.
Luego Juan la miró y le dijo:
-Eres de la casa que está en el otero y te llamas Paulina.
-Tú te llamas Juan-respondió ella,  tímida y lo miró a los ojos con una dulzura que traicionaba el tumulto de su corazón.
La siguiente vez, él atravesó el arroyo de un salto y la tomó por la cintura. La dobló suavemente y la recostó sobre la hierba. Paulina cerró los ojos y no hizo ningún movimiento, para no romper la magia de aquello que parecía un sueño, pero que no lo era.
Después supo que se había ido y al momento de saberlo empezó a llover, como si la lluvia le brotara del corazón, henchido de lágrimas reprimidas.
Siguió lloviendo durante cuatro días y ahora. . . .
Se durmió. Y mientras la noche, al fin, se quitó su manto de nubarrones como enormes flores moradas y aparecieron las estrellas.
La despertó un sonido diferente y vio como el agua entraba lentamente en el dormitorio.
Sus zapatitos flotaban como indecisos entre quedarse o salir a recorrer el mundo.
Se sentó en la cama asustada. Luego se vistió en silencio para ir a despertar al abuelo.
-¡Abuelito! ¡Abuelito! ¡Que está entrando el río!
El anciano se incorporó y vio el agua rodeando su cama.
Paulina le ayudó a vestirse y luego corrió a la cocina a buscar un poco de pan y una botella con agua. Todo lo hizo a oscuras, porque la luz eléctrica se había cortado hacía dos días. En la cocina ya flotaban las sillas y se había volcado la mesa en que comían.
Llevó al abuelo al altillo y abrió la ventana que había pegada al techo. Vio con alivio que ya no llovía y que las estrellas brillaban consoladoras, como los ojos de Dios.
Un inmenso desierto de agua rodeaba la casa y era evidente que el río seguiría subiendo.
Ayudó al anciano a salir por la ventana y se sentaron sobre el techo.
No sabían qué hora era,  pero un suave resplandor perlecente se insinuaba por detrás de las colinas.
-¡Pronto va a amanecer, abuelito! No temas. Y entonces llegarán a buscarnos.
Cuando salió el sol vieron la magnitud del desastre.
Flotaban escombros de casas y una cerda que acababa de parir, pasó sobre una tabla, amamantando a sus cerditos.
Estuvieron todo el día en el techo, esperando. Paulina le dio de beber al anciano y ambos comieron unos mendrugos de pan.
Se quedó dormida y cuando despertó vio un enorme barco blanco lleno de gente que se acercaba. Estaba lleno de luces y de música y las personas que estaban en la borda le hacían señas mientras pasaban. Cuando vio entre ellas a sus padres, comprendió que seguía dormida.
El abuelo había puesto la cabeza sobre su regazo y respiraba tranquilo.
Al amanecer del segundo día, escucharon el rítmico sonido de unos remos. Un bote se acercaba y ahora no era un sueño, porque los dos lo veían llegar.
Navegaba directo hacia ellos y cuando estuvo lo suficientemente cerca para ser oído, el hombre que venía remando gritó:
-¡Paulina!
Y ella vio que era Juan, que había vuelto a buscarla.

1 comentario:

  1. ¡Uuuuuyyyyyyyyyy! Topé con uno de tus cuentos tristes... Aunque me queda la duda con el final. ¿Mueren o es real que los está salvando Juan?
    Y esa forma de hacer el amor a los dos segundos de hablarse, es muy propia en según qué ambientes...
    Espero me aclares lo del desenlace...
    Hasta pronto.

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