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lunes, 12 de diciembre de 2011

EL ARBOL DE NAVIDAD.

Francisco subió al altillo a buscar una caja de cartón donde guardaba cartas y documentos. Necesitaba encontrar la escritura de la casa, porque quería venderla.
Llevaba cinco años solo, desde que muriera Adriana.
Se había ido quedando, porque lo ataban los recuerdos. Aún creía sentir la presencia de ella en cada uno de los cuartos. Pero, últimamente lo abrumaba la soledad y quería irse. Dejar atrás el testimonio de una vida que reconocía llena de errores.
Siempre lo atormentó la convicción de que por su culpa ella había muerto.
Cuando se enfermó, no quería ir al médico. Fue obligada, sólo porque él se lo exigió. Pero regresó diciendo que no tenía nada, que era sólo agotamiento. Y le mostró un frasco de tónico que traía de la Farmacia.
Sonreía para convencerlo y tomó la costumbre de cantar mientras hacía el aseo.
-¿Ves que estoy mejor?-parecía decirle. Pero se veía cada día más pálida y más delgada.
Francisco subió la escalera del altillo con esfuerzo. Descansó en la mitad para recobrar el aliento y contó los peldaños que le faltaban. Por fin abrió la puerta y se encontró con la pieza iluminada por el sol de la tarde. Una claraboya dejaba pasar la luz que caía directamente sobre un paquete afirmado contra una mesa. Era el árbol de Navidad, envuelto en papel de diario. Tal como lo dejara Adriana aquel año en que ya no quiso bajarlo.
Durante cinco años lo llevó a la sala para adornarlo con globos de colores y guirnaldas. En la cima del pino sujetaba una estrella de cartón dorado.
Francisco sabía que lo arreglaba para su hijo.
Cada Navidad ella lo esperaba, pero en esos cinco años nunca volvió.
Al sexto año ella pareció haber olvidado que se acercaba la Nochebuena.
Ya estaba enferma y muchas veces cuando Francisco salía, al regresar la encontraba tendida en la cama con los ojos cerrados.
Retiró los papeles de diario y apareció el árbol, verde y brillante, con el esplendor de sus ramas artificiales. Francisco no sabía por qué decidió llevarlo a la sala. Subió en seguida otra vez a buscar la caja de los adornos. Tuvo que sentarse a descansar y por ese día no tuvo ánimo de emprender la tarea.
Salió a la Panadería, porque en la cocina ya no quedaba pan. Tomaría el té y tal vez en la noche tendría ganas de sacar de la caja los globos de colores. Más de alguno estaría roto, después de tantos años. . .
En la esquina volvió a ver al vagabundo que había aparecido por el barrio hacía unas semanas. Llevaba la misma chaqueta azul, gastada y sucia y el sombrero echado sobre la frente. El resto de la cara no se distinguía, cubierta como estaba por una barba hirsuta.
Tocaba la flauta apoyado en la muralla de la Panadería. Una música dulce y melancólica brotaba del instrumento. A sus pies había puesto un tarro para recibir monedas, pero eran escasos los transeúntes que se detenían a echar algún dinero.
Francisco lo miró con disgusto y el hombre agachó más la cabeza, evitando su mirada.
Mientras le pesaban el pan interrogó a la dueña.
-¿Y este hombre, señora Sofía? ¿De dónde salió? ¿No será peligroso?
-No, Don Francisco, es un joven tranquilo. Alguna desgracia le habrá pasado. . . Siempre salgo a darle un jarro de té y un pan y me agradece con una sonrisa. Tiene los ojos claros y trasparentes como el agua. ¡Alguien con esos ojos no puede ser malo!
Francisco tembló al escuchar la descripción de esos ojos
Como los de Adriana-pensó-Como los de Julio. . .
Recordó la mirada de su hijo mezcla de dolor y de rabia, aquel día en que le dijo que se fuera.
-¡No quiero verte más! Me has decepcionado. En esta casa ya no hay lugar para ti.
Adriana lloraba y se cogía de su brazo, suplicándole que no siguiera. Pero él fue implacable en su cólera.
Julio entró a su pieza y en pocos minutos llenó una maleta con su ropa. Salió con la cabeza baja pero antes de partir besó a su madre. .
-¡Claro! Ahora la besas, después de todo lo que la has hecho sufrir.
No volvieron a verlo.
Al salir Francisco de la Panadería, el vagabundo ya no estaba pero en el aire de la tarde parecía flotar el delicado tañido de la flauta.
Al día siguiente adornó el árbol de Navidad. Las luces estaban intactas y la estrella aún se veía bien, sujeta en la rama más alta.
Le pareció lindo y lo puso al lado del sillón de Adriana, donde ella se había sentado cada Nochebuena, esperando en vano que sonara el timbre de la puerta.
No sabía para qué había armado el pino. Tal vez porque de golpe los recuerdos habían invadido su corazón. O quizás porque esa sería la última Navidad que pasara allí, antes de vender la casa.
En la tarde, cuando salió a comprar pan, el vagabundo estaba otra vez tocando su flauta, apoyado en la muralla.
Esta vez, Francisco se detuvo frente a él y le echó un billete en el tarro de las monedas.
-¡Feliz Navidad!-le dijo.
El hombre se estremeció y por un segundo sus ojos se alzaron para mirarlo. Luego bajó la cabeza y dejando de tocar, hundió aún más el ala de su sombrero sobre su frente.
En ese instante en que sus ojos claros y transparentes se clavaron en los de Francisco, éste sintió que su corazón se detenía. Una ola de dolor lo invadió, dejándolo sin fuerzas.
Entró a la Panadería tan pálido que la señora Sofía se asustó y le ofreció un vaso de agua.
-No se asuste, es el calor-le dijo él con voz ronca.
Se recuperó y le sonrió para tranquilizarla.
-Hoy es Nochebuena, Don Francisco.  ¿De nuevo la va a pasar solo?
-No, señora Sofía. Esta vez iré a comer con unos sobrinos.
Mintió porque no le gustaba que lo compadecieran.
Al salir, no vio al vagabundo por ninguna parte.
Esa noche, luego de su modesta cena, se sentó a escuchar la radio. Tocaban villancicos y una profunda tristeza se adueñó de su alma.
Recordó el rostro de Adriana, aquella tarde en que ya se moría.
-Busca a Julio, Francisco. No quiero irme sin verlo.
-Si tú no te vas, Adriana-la interrumpió colérico, disimulando con esa rabia el dolor y el miedo que lo embargaban. -Y si no sé dónde está.  ¿Cómo voy a buscarlo?
Una lágrima se deslizó por su mejilla sin que se diera cuenta. El gatito de Adriana trepó a sus rodillas y se restregó contra su manga.
Sonó el timbre de la puerta.
En el umbral había un hombre extraño.
Reconoció de pronto la chaqueta azul del vagabundo. Pero se había afeitado y cortado el pelo. Sostenía el sombrero entre  sus manos. En su rostro pálido y flaco se destacaban los ojos claros y transparentes de Adriana. Los ojos de Julio.
-¡Hijo!-musitó casi sin voz.
El vagabundo permaneció indeciso en la puerta, como si tuviera miedo, pero su mirada recorrió ávidamente el cuarto y se detuvo en el árbol.
-¡Entra, hijo, entra!-y a continuación, absurdamente-Tu madre no está.
Lo sé, papá. He ido muchas veces al cementerio. . .
-¿Entonces eras tú el que dejaba aquellas flores?
De pronto el viejo estalló en llanto y estrechó al hijo entre sus brazos.
La estrella de cartón dorado, en la cima del pino, pareció lanzar un destello.  

1 comentario:

  1. Sentimental, lleno de melancolía y arrepentimiento. Muy bien perfilado el personaje central.

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