Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



lunes, 25 de marzo de 2013

BETTY QUIERE SER ACTRIZ.

Betty, después de amanecerse pegada al televisor, viendo la entrega de los premios Oscar, llegó a la conclusión de que el Arte Dramático era lo suyo.
"Nunca es tarde para darle una oportunidad a un talento innato"- se dijo y sin vacilar, fue a inscribirse a un curso de Técnicas Teatrales, que impartían en la Municipalidad.
-Quizás hay en mí una nueva Sara Bernhardt, pugnando por manifestarse- le confidenció a Nora y se sintió muy ofendida cuando su amiga se rió.
-¡Ya verás como tienes que tragarte tus burlas!- la amenazó con altivez.
Y se puso a desfilar por el living con un montón de libros sobre la cabeza, para "mejorar la postura".
Pero, se le cayó uno y Nora, recogiéndolo, se puso a leerlo, sin hacerle caso.
 Era "Las cincuenta sombras de Gray", así es que no paró de leer en toda la tarde.
Ni las risas burlonas ni la indiferencia de su amiga, lograron enfriar el ardor dramático de Betty.
Le duró solo hasta la primera clase, cuando supo que el semestre completo estaría dedicado únicamente a vocalización y movimientos armónicos.
Ella había comprado "Edipo Rey" y ya se veía en el  papel de Yocasta, ahorcándose con su propia trenza en una cornisa del palacio.
Claro que llevar a la práctica semejante hazaña le parecía en extremo dudoso...
Tuvo que conformarse, porque le informaron que la única posibilidad de poder llegar a estudiar "verdadero" Teatro, era pasando primero por ese curso preparatorio.
Cuando terminaba la clase, se iba a parar con ojos hambrientos frente a la sala donde impartían Arte Dramático.
El profesor era Justo Monardes, actor consagrado.
Betty suspiraba sin recato al verlo, embelesada por su bigote oscuro y su porte señorial.
 Por una imperceptible rendija de la puerta, miraba y escuchaba, embargada por la más innoble de las envidias.
Bien pronto vio que habían empezado a ensayar "El jardín de los cerezos" de Chejov.
Betty pegaba la oreja a la rendija y de tanto escuchar, empezó a aprenderse de memoria los parlamentos.
 Los repetía en su cama, por las noches y sentía que tenía condiciones de sobra para interpretar cualquiera de esos fascinantes papeles.
Mientras, en el curso de los principiantes, no salían de la impostación de voz, la expresión corporal y otros ejercicios de morondanga.
Se habló, eso sí, que al final del semestre, en la representación que se ofrecería en el Salón de Actos, ellos también tendrían la oportunidad de lucirse.
-Será una especie de sketch, algo corto y simpático, antes del número principal - dijo la profesora, sin entrar en mayores detalles.
Pero Betty imaginó que ella se luciría entre todas, por muy corta que fuera su intervención.
Justo Monardes, al verla, exclamaría, atusándose su sensual bigote:
-¿Pero, qué hace esta mujer tan bella y talentosa, una actriz innata, perdiéndose entre principiantes?
En ese preciso momento, una de las divas se caería del escenario y se quebraría una pierna...
Se correría la voz de que Betty se sabía de memoria todos los parlamentos de la obra....Y lo demás era fácil de predecir.
 ¡Un triunfo sin precedentes!  Algo inédito en la historia del Arte dramático...
Pero, nada de eso ocurrió.
Los alumnos de Técnicas Teatrales aparecieron frente al público, al principio de la función.
La profesora le había entregado a cada uno una especie de cono de cartón amarillo, para que se lo pusieran en la nariz, ajustándolo con un elástico.
Simulaba el pico de un ave...
Atravesaron el escenario un par de veces, cantando "Los pollitos dicen" y aleteando con suma gracia.
Esa era la idea que tenía la profesora de "Algo corto y simpático".
Arrancaron risas y aplausos y luego de algunas vueltas frente al público, para disfrutar su éxito, desaparecieron tras los bastidores.  
Se dio paso entonces  a "El jardín de los cerezos" y sin lugar a dudas, fue un acontecimiento.. Demás está decir que Betty no se quedó a verlo.
Se marchó a su casa, tan humillada, que se acostó con treinta y ocho grados de fiebre y una súbita tortícolis.
Durante dos días se negó a levantarse.
De nadas sirvieron las cariñosas súplicas de Nora. ( Que a todo esto, ya iba en el tercer tomo de "Las cincuenta sombras de Gray"....)

LA VIDA SIN ROSALBA.

Rosalba se había enamorado de un hombre casado, mucho mayor que ella.
A mi mamá le llevó el chisme una de esas vecinas que nunca faltan... Se la encontró en el Supermercado y le contó que había visto a Rosalba con ese hombre,  "en actitudes que no dejaban nada a la imaginación".
Así le dijo la mujer, que era de esas personas que no consideran que su día está completo si no han destruido la reputación de alguien, antes de irse a dormir.
Mi mamá llegó a la casa muy pálida, pero, por supuesto, no me dijo nada.
A mí nadie me decía nada, porque era muy chica, según ellos y lo único que tenía que hacer era estudiar y no meterme en las cosas de los adultos.
Pero, cuando Rosalba volvió del Instituto de Secretariado, mi mamá se encerró con ella en el dormitorio y las escuché discutir a gritos.
Yo andaba cerca, por pura casualidad, porque había ido al baño a emparejarme la chasquilla.
Entonces vi salir a Rosalba con los ojos rojos y los labios apretados, como decidida a no hacerle caso a nadie y seguir a su corazón, por muy extraviado que anduviera.
Ella iba en las tardes a un curso vespertino de Inglés.
Al día siguiente, mi papá fue a esperarla a la salida y se dio cuenta de que no había ido.
Ella volvió a la casa pasadas las diez y dijo que se había atrasado, porque les habían hecho prueba.
Mi papá no dijo nada, pero apretó los dientes y esa noche no se sentó a comer con nosotros.
Y así siguieron las cosas en la casa, tensas y melancólicas.
Rosalba volvía temprano, pero no hablaba y parecía que estaba dándole vueltas en la cabeza a algún asunto trascendental.
Hasta que una mañana, cuando mi mamá la fue a llamar para el desayuno, vio que no estaba en su dormitorio.
LLamó a mi papá y ambos contemplaron en silencio la cama intacta.
En el closet faltaban sus vestidos y en el polvo que había detrás de la cómoda, se veía la marca que había dejado su maleta.
Mi mamá lloraba como si se le fuera a romper el corazón en pedazos.
Mi papá se quedó inmóvil y pálido, sin hacer ni un gesto. Y parecía que junto con borrarle la expresión de la cara, también le hubieran borrado la vida.
Ellos no le avisaron a nadie ni tampoco la buscaron. Sabían a dónde estaba y con quién se había ido. Además ¿qué podían hacer si ya Rosalba era mayor de edad?
Pero sobre la casa cayó una tristeza que era como una niebla densa que nos envolvía a todos.
Nos sentábamos a comer y luchábamos por encontrar un tema, pero las palabras se nos morían en la boca antes de salir al aire.
Durante mucho tiempo, mi mamá estuvo poniendo el cubierto de Rosalba en la mesa.
Y había en la casa una atmósfera de espera, que poco a poco se fue diluyendo.
Pasaron hartos meses. Todo el Otoño, con esos días sin color, lentos y tristes, que parece que están hechos para matarle las esperanzas a la gente.
Después llegó el frío.  Y de repente, en el Liceo, ya estábamos en vísperas de las vacaciones de Invierno.
Todas andábamos contentas ante la perspectiva de levantarnos tarde y hacer lo que nos viniera en gana.
 Los árboles del patio ya no tenían hojas y casi todos los días amanecía lloviendo.
 Mi mamá había dejado de poner en la mesa el cubierto de Rosalba. Más que todo, pienso yo, que porque a mi papá le molestaba.
Pero, seguía haciendo el aseo en la pieza de ella. A veces,  la veía sentada en su cama,  abstraída en quizás qué pensamientos tristes. Y con la cara levantada como para recoger un invisible rayo de luz que pudiera llegarle desde alguna parte.
Hasta que una noche, cuando  recién estábamos empezando la sopa, sonó el timbre de la puerta, con un campanillazo que yo creo que, al oírlo,  a los tres se nos paró el corazón.
Mi mamá levantó la cara y se quedó escuchando. Estaba pálida y con una expresión de terror y de esperanza, que nunca antes le había visto.
Corrió a abrir y en el umbral estaba Rosalba.
Me acuerdo que le había crecido harto el pelo y que le caía lacio a los lados de la cara.
Estaba más flaca y parecía sin fuerzas, porque sujetaba la maleta con las dos manos y ni siquiera la soltó cuando mi mamá la rodeó con sus brazos.
Mi papá siguió comiendo con la cabeza baja, como no hubiera llegado nadie.
Pero, yo veía como se agachaba sobre el plato y las lágrimas le iban cayendo lentamente en la sopa.

viernes, 22 de marzo de 2013

SABADO 23 DE MARZO. LA HORA DEL PLANETA.

A LA LUZ DE LAS VELAS.

Nora tocó el timbre en el departamento de Betty y se encontró con una oscuridad total.
Apenas distinguió la silueta de su amiga en medio de las sombras. Y eso, porque los rizadores que llevaba puestos emitían casuales destellos.
-¿Qué te pasa, chica?  ¿Estás deprimida o se te quemaron los fusibles?
-Ninguna de las dos cosas, Nora. Me extraña tu ignorancia "sub-ecológica". ¡Estamos en La Hora del Planeta y hay que ahorrar electricidad!
Nora quedó sorprendida, pero luego reaccionó con entusiasmo.
-¡Es la ocasión, entonces, de que encendamos algunas velas!
Betty corrió a la cocina y después de hurgar a tientas en un cajón, emergió con un paquete de velas y una caja de fósforos.
Pronto se vieron iluminadas por una serie de llamitas azules y doradas, que fueron creciendo  y expandiéndose, hasta hacer resaltar tenuemente los objetos que las rodeaban.
-¡Qué lindo! -exclamó Betty- ¡Hacía tanto tiempo que no encendía velas! Ni se me había ocurrido...Estaba sentada en la oscuridad, poniéndome melancólica.
-¡Pues ahora tenemos aquí un enjambre de luciérnagas para alegrarnos la vida! Es como si hubiéramos salido al campo al anochecer, a perseguir esas errantes lucecitas que nos encantaban de niñas.
-¿Sabes, Nora?  ¡Esto de La Hora del Planeta es una idea muy buena!  A la par que se ahorra energía eléctrica y se despierta la conciencia de la gente, nos brinda la oportunidad de soñar y  recordar. Esta penumbra que nos rodea, parece que nos devuelve una quietud y una serenidad que ya no sabemos encontrar en nosotros...
-¡Es cierto, Betty!  Y es tan lindo observar como la vela se va consumiendo, al mismo tiempo que emite su fulgor. ¡Nuestro espíritu debiera ser así, como la luz de esta vela!  Y consumirse brillando hasta el final de la vida,  y aún después...Como lo hacen las estrellas. 

jueves, 21 de marzo de 2013

DIA MUNDIAL DE LA POESIA.

Poema de amor.

En el umbral de tu alma, mi dolor se detiene.
Solo queda esta dulce ansiedad que no duele.
Claridad en mis manos y en mis ojos penumbra.
Me dobla hasta tu pecho mi carga de ternura.
En mis sueños estrecho, como en tiempo pasado,
áspero tronco de árbol, fingiéndolo mi amado.
Y de pronto, sus ramas rodeándome crecen.
Suavemente me estrechan, como brazos que mecen.
Si entonces despertaras, amado, allá en tu lecho,
hallarías mi frente reposando en tu pecho.

PENELOPE.

El recuerdo me parece que es como un hilo gris que tejo y destejo sin descanso, al igual que Penélope.
Solo que yo no espero el regreso de nadie.
Los Ulises de estos tiempos, siempre se van para no volver.
Y el barco de aquel que era mío, hace ya tiempo que se perdió en la línea del horizonte.
Seguro que se olvidó de amarrarse al mástil y se lanzó al mar, hechizado por el canto de alguna sirena.
Quizás las olas piadosas me lo devuelvan, medio muerto, a la playa. Y así pueda hacerle respiración boca a boca, para revivirlo...
¡De solo imaginarlo, tiemblo!
Volver a tocar sus labios...¡Pero, no!
 Me estoy entregando a fantasías que ponen  mi corazón a latir enloquecido.
A esa maravillosa demencia prefiero oponer la cordura de la resignación.
Y seguir tejiendo y destejiendo este chal gris de los recuerdos, con el que al menos puedo protegerme del frío de la soledad.

lunes, 18 de marzo de 2013

VIAJES POR MAR.

Se puede decir que me embarqué de polizón en el crucero de la Vida.
Mi mamá tenía recién diecisiete años y crecimos juntos.
Ella, en un mundo hostil y yo, adentro de ella.
Lloraba mucho la pobre flaquita, así es que yo vivía en medio del constante zarandeo de su cuerpo sacudido por los sollozos. Era como navegar en un océano embravecido.
Quizás por eso me quedó la idea de que vine al mundo en calidad de polizón. Sin pagar pasaje y ovillado en la pancita de ella, tratando de pasar lo más desapercibido posible. Como esos que viajan escondidos en el interior de una lancha de salvataje.
El patán que nos había regalado el portazo del abandono, se arrepintió y quiso volver.
Pero, ya era tarde.
En el corazón de ella había brotado la fiereza del orgullo y de ahí sacó fuerzas para seguir adelante sola.
Cuando nací y miré por primera vez su carita de niña triste, le prometí que iba a crecer lo más rápido posible, para poder protegerla de los sinsabores de la vida.
Al cumplir los dieciocho años, decidí ir en busca del patán del portazo.
Había crecido sin escuchar nunca hablar de él. Pero, un día, encontré su fotografía entre unos papeles de mi mamá.
Hubiera podido creer que era yo mismo, si el tipo no hubiera llevado esa ropa pasada de moda ni estuviera apoyado en la palmera de una plaza que nunca había visto.
Detrás de la fotografía había una dedicatoria medio borrosa:  "De Facundo, con amor".
¡Así que era por eso que yo llevaba ese nombre raro, que sonaba como un trueno en la distancia!
Aparte de la dedicatoria, había una fecha de hacía diecinueve años, y el nombre de un pueblo.
-¿Este es mi papá?- le pregunté a ella. Por pura retórica, porque la respuesta saltaba a la vista.
Ella rompió a llorar con tanto desconsuelo, que parecía que el corazón se le salía a pedazos en cada nuevo sollozo.
Vino mi abuela corriendo.
Siempre habíamos vivido con ella y mi abuelo, formando los cuatro una familia en la que no faltaba el Amor, aunque otros lujos menores que ese, sí, pero no los echábamos de menos.
La abuela abrazó a mi mamá y me dirigió una mirada de reproche. Al ver la fotografía en mi mano, lo comprendió todo y me hizo un gesto para que las dejara solas.
Sus labios firmemente apretados, me advertían que no entraría en ninguna explicación.
Así fue que decidí que las cosas  tenía que averiguarlas  por mi cuenta.
El pueblo que aparecía en la fotografía quedaba bien al Sur, así es que una mañana me subí a un tren y no paré de viajar hasta que vi el nombre en una estación, escrito en un madero carcomido por las lluvias.
Me interné en el pueblo y, no sabiendo por dónde empezar, me dirigí al Correo. En el mesón había un viejo que pensé que podría ayudarme.
Le alargué la fotografía y le pregunté:
-¿Lo conoce?
Al principio me miró enojado. Parece que creyó que le estaba mostrando una foto mía.
Después reflexionó:
-¡Ah!  Usted es su hijo...
-¿Entonces lo conoce?
-Sí. Hace clases en la Escuela. Pero hoy Sábado debe estar en su casa, allá en la isla.
Y  me señaló el horizonte, donde al principio solo vi un mar friolento arropado por una frazada de nubes. Después distinguí la tierra.
-¿Y cómo llego hasta allá?
-Tiene que arrendar un bote, porque el trasbordador ya hizo su recorrido esta mañana. Mi compadre Pedro lo puede llevar.
El mar estaba bien picado, pero yo, como buen marino, iba firmemente sujeto a los bordes de la barca y ni siquiera me mareé.
¡Alguna experiencia de navegación había tenido antes de nacer, con tanto zarandeo de mi botecito!
Preguntando, llegué a una casa humilde en las afueras del pueblo.
Cuando Facundo abrió la puerta, le alargué su foto con la dedicatoria casi borrada por las lágrimas de mi madre.
El me miró atónito y entonces se puso a llorar.
Lloraba tanto que lo empujé hacia el interior de la casa y lo obligué a sentarse en una silla.
Cuando hubo llorado lo suficiente como para aliviar su corazón culpable, me dijo:
-¡Quise volver!  Estaba arrepentido...Pero ella no me recibió. Y tu abuela me dijo: "Aquí no lo necesitamos".
-¿Y en dieciocho años nunca le picó la curiosidad, siquiera?
Me miró y creo que para él fue lo mismo que verse en un espejo.
Se paró y se acercó a tocarme la cara.
Después me abrazó y se puso a llorar de nuevo.
Lo ayudé a llenar una maleta. Toda la ropa quedó húmeda de lágrimas.
Después, sin decir palabra, lo llevé al embarcadero, donde nos esperaba la lancha.
No sabía cómo iba a reaccionar mi mamá, pero eso se vería después.
Lo primero era atravesar con éxito ese mar embravecido y pisar tierra firme de una vez por todas.

COPPELIA.

Apenas empezó el semestre formamos un grupo de estudio.
Nos pusimos de acuerdo en la cafetería y una niña rubia, llamada Susana, ofreció su casa.
Por la dirección, me di cuenta de que era en uno de los barrios más elegantes de Santiago.
Me sentí acomplejado, porque yo vivía en una pensioncita del barrio "Pila del ganso", al otro extremo de la ciudad.
Nadie conocía mis apuros económicos. Como en ese tiempo estaba de moda que todos se vistieran con ropa de segunda mano, entre más vieja, mejor...
Mis papás me mandaban una mesada que me alcanzaba bien, aunque seguramente a ellos les dejaba escuálido el presupuesto y les costaría llegar a fin de mes. Pasarían la última semana a puros fideos, los pobres viejos.
Por eso le ponía harto empeño en la Universidad.
Así que comprendí que me convenía entrar al grupo de estudios, porque había un par de ramos que me costaban mucho.
Esa tarde partí en Metro y después, caminé como quince cuadras para no tener que gastar en colectivo.
Desde lejos vi que era una casa enorme, rodeada de jardines. Antigua e imponente, no como esos chalecitos de juguete, todos pareados, que uno acostumbra a ver.
Iba a tocar el timbre en la reja, cuando por casualidad miré hacia el segundo piso y en una ventana vi una cara preciosa, rodeada por una nube de pelo rubio.
Ella también me miraba fijamente y una sonrisa leve y como misteriosa flotaba sobre sus labios.
¿Quién sería?  ¿Una hermana de Susana, tal vez?
Toqué el timbre y me ilusioné pensando que sería ella la que bajaría a abrir. Pero no se movió del lado de la ventana.
Fue una mucama de uniforme la que me abrió la puerta.
Llegaron dos compañeros más y nos pasamos  la tarde resolviendo ejercicios de trigonometría.
La misma mucama apareció al rato con una bandeja con refrescos y pasteles.
Yo siempre andaba con hambre, porque la comida de la pensión era como pensada para alimentar gorriones, pero disimulé y apenas mordisqueé un alfajor, como alguien que está harto de comer todos los días esa clase de exquisiteces...
Mientras estudiábamos, me venía a la mente la imagen de la niña rubia. Por la ubicación de la ventana desde donde se había asomado, me daba cuenta de que debía estar en la habitación contigua.
Pero, nunca apareció ni se sintió ni un ruido que delatara su presencia.
De más está decir que no me atreví a preguntarle nada a Susana.
A la semana siguiente, la tarde en que nos juntábamos a estudiar, llegué yo solo. Los otros prefirieron concentrarse cada uno en su casa, para preparar la prueba.
Al llegar, levanté la mirada ansiosamente y  vi de nuevo a la niña en la ventana.
Ahora estaba abierta y la vi apoyada en el alféizar, como si esperara a alguien.
De nuevo sentí sus ojos fijos en mí y su sonrisa pareció confirmarme que era a mí a quién esperaba.
Susana salió a recibirme y nos pusimos a estudiar de inmediato.
Cuando nos trajeron un café y biscochos, ella me dijo que hiciéramos un alto para conversar un rato.
Se me ocurrió preguntarle  quienes formaban su familia, esperando que me hablara de su hermana, pero me dijo que era hija única.
¿Quién era entonces la niña rubia?  ¿La había  imaginado acaso? Bien sabía que no.
Pero, de nuevo me quedé callado.
La puerta que comunicaba con la habitación contigua estaba siempre cerrada y ni un ruido, ni un rumor de música, evidenciaban su presencia.
Me daba cuenta de que estaba obsesionado.
Al mismo tiempo, notaba que Susana me miraba con interés. Hasta me coqueteaba un poco, pero yo solo pensaba en la otra. Me parecía una mezcla  de hada y de ángel, todas esas  imágenes lindas que pueblan los sueños de la niñez.
Pero, si yo le gustaba a Susana, más imprudente sería hacer preguntas.
Al otro día, nos fue muy bien en la prueba y  me invitó a su casa, para que cotejáramos los ejercicios.
Me di cuenta de que iría yo solo y pensé que sería mi oportunidad, aunque resultara impertinente, de preguntarle por "ella".
Para mí, era "ella". No necesitaba nombre, porque en el amor, la amada siempre es "ella", alguien a quién no se puede confundir con nadie más.
Al llegar a la casa, levanté la mirada hacia la ventana y no la vi. Temí que hubiera salido y que yo perdiera así la ansiada oportunidad de conocerla.
Susana estaba muy locuaz y cariñosa.
Bien pronto dejamos los libros y nos pusimos a conversar.
Ella puso su mano sobre la mía y me dijo con sencillez:
-Pablo, tú me gustas.
Me quedé callado y entonces ella, levemente turbada, retiró su mano.
Pero luego se paró y con toda naturalidad, me sirvió una taza de café y cambió de tema.
Se puso a hablar de lo difícil que había sido para ella ser hija única. De lo solitaria que había transcurrido su infancia.
-Cuando yo tenía once años, mi papá viajó a Paris y me trajo una muñeca de tamaño natural.
¡Era, incluso, más alta que yo! ¡Preciosa! La bauticé Coppelia y la vestía con mi ropa. Para mí, era como mi hermana. Le puse ese nombre por el ballet.  ¿Te acuerdas del argumento?  El doctor Coppelius fabrica una muñeca y la sienta junto a la ventana. Todos los jóvenes del pueblo se enamoran de ella y rechazan a las muchachas de carne y huesos. ¡Solo tienen ojos para Coppelia! ¡Qué locura! ¿Verdad?
Se interrumpió riendo y me dijo:
-Todavía la conservo. Está intacta. ¿La quieres ver?
Abrió la puerta de la pieza contigua y ahí, sentada en un sillón, estaba "ella", con sus ojos de vidrio fijos en mí y una leve sonrisa pintada sobre su rostro de porcelana.

lunes, 11 de marzo de 2013

PENAS DE AMOR.

Seguro que todos ustedes se han enamorado alguna vez. O varias. Según lo voluble que tengan el corazón.
Así es que doy por descontado que tienen una amplia experiencia con el sufrimiento.
Porque para mí, el amor es solo eso.
Aunque reconozco que al principio no fue así. Al contrario, significaba puro júbilo y ganas de seguir viviendo, con solo que ella me  mirara.
La vi por primera vez saliendo de un café. Iba cargada de libros y justo frente a mí tropezó con alguien y se le cayó uno.
Corrí a recogérselo.
  Me cautivó el hecho de que en lugar de enojarse, se riera y perdonara de buena gana al tipo que le había dado el encontrón.
No tuve tiempo de preguntarle su nombre, porque salió corriendo a tomar el bus que venía llegando al paradero.
La encontré tan linda, que se me quedó grabada en la mente.
Días después, la vi en la puerta del mismo café.
-¿Te acuerdas de mí?-le pregunté, saliéndole al paso.
-Te confieso que no- me dijo riendo- pero, igual me alegro de verte, porque justo andaba buscando a alguien con quién conversar un rato. Ahí adentro-señaló el café- están penando las ánimas.
Ese día llevaba un peinado distinto. El pelo rubio, peinado hacia atrás, en una trenza, en lugar de la melena suelta de la vez pasada.
No quise perder la oportunidad y a boca de jarro, le pregunté su nombre.
Ella se rió y me mostró un libro que andaba leyendo. Era "Lo que el viento se llevó".
-Hoy me llamo Scarlett. ¡Dime así, por favor!
La invité a un café y se explayó sobre la novela, sobre la película que hicieron de ella y mil cosas más.    
La hallaba tan bonita, tan cautivadora... Su charla fluía como el borboteo de una fuente o el piar de los pájaros, cuando amanece.
Quise citarme con ella, pedirle su número de teléfono o su correo.
Pero se evadió riéndose.
-¡Ya nos volveremos a ver!
Me desvelé pensando en ella. En Scarlett, como me había pedido que la llamara.
Días después, la vi salir del Museo de Bellas Artes, acompañada de un grupo de gente.
Me acerqué a saludarla, confiado, pero noté que me miraba con desconcierto.
De pronto sonrió y me dijo:
-¡Ah! Ya me acuerdo. Tú eres el que me recogió el libro, cuando casi me botan, el otro día.
Y  siguió caminando, dejándome plantado en la vereda.
De nuestra charla en el café, de sus bromas encantadoras, de las teorías literarias que  improvisé para cautivarla... No parecía haber quedado ni un rastro en su memoria.
La seguí y desesperado por encontrar un tema para retenerla, le pregunté:
-¿Y cómo va la novela?
Me miró sorprendida.
-No, no era una novela. Era un libro de Arte el que me recogiste el otro día.
Y con un gesto vago de adiós, siguió caminando sin volverse a mirarme.
Me quedé helado. No sabía qué pensar.
Sin embargo, su frialdad y su indiferencia, aguijoneaban mi amor propio. No me parecía posible su olvido y llegué a la conclusión de que fingía para hacerse la interesante.
Pasó una semana y ya perdía la esperanza de volver a verla, cuando nos topamos en una librería.
-¡Hola, Claudio! ¡Qué tiempo sin verte!
-¡Hola, Scarlett!- respondí encantado.
-No, no me digas así.  Ahora soy Cosette- y me señaló un tomo de "Los Miserables", que llevaba bajo el brazo.
Escarbamos largo rato en los mesones de la librería. Ella eligió dos novelas y yo, para no ser menos, un ensayo de un tipo cuya existencia me había complacido en ignorar, hasta ese momento.
Fuimos a tomar un café y las horas pasaron volando, conversando de cine y de literatura.
-¿Ahora me dirás tu verdadero nombre?- le pregunté, ansioso.
-¡La próxima vez!
Y se escapó corriendo.
Me sentía enfermo de puro amor.
 No tenía ni un dato de ella, ninguna pista de donde volver a encontrarla.
 Ni siquiera sabía si la siguiente vez me trataría como a un desconocido y me dejaría hablando solo, parado en la vereda...
Era tal mi angustia, que decidí confiarme a un amigo.
El me interrumpió para preguntarme:
-¿Te refieres a la rubia con quién te divisé en un café, el otro día?
Salté del asiento:
-¿La conoces?    
 -O sea, sí, las conozco. Son las mellizas Arratia. Pero no sé con cuál de las dos estabas tú, porque para mí son iguales.
-¿Qué dices?- pregunté, anonadado.
-Que son dos gemelas, idénticas como gotas de agua. Una estudia Arte y la otra Literatura. No te puedo creer que no sepas con cuál de las dos estabas...
Y se puso a reír a carcajadas.
Fue tal el chasco y el bochorno que sentí, que me alejé del barrio y no he vuelto a encontrarlas...
Por eso digo que el Amor es puro sufrimiento.
Y para mí fue doble, porque me enamoré de dos que parecían una.
 O de una que valía por dos..
 Eso todavía no lo tengo claro.