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domingo, 29 de enero de 2023

ESPERANDO A CLAUDIA.

Llegó el invierno y el departamento se volvió más frío y más grande aún. Irene ya no se sentaba en el balcón a mirar la puesta de sol y esas horas serenas le hacían falta a su vida.

Recorría el pasillo, donde los únicos sonidos eran los de sus pisadas y el tic tac del reloj.

Y sus pasos siempre la llevaban al dormitorio de su hija, que se mantenía igual a cuando ella estaba viva.  El osito sentado en la cama y a su lado la muñeca rubia, de grandes ojos, que parecían preguntarle siempre:  ¿ Aún no viene ella? ¿ Todavía no?

Habían pasado dos años desde el accidente y más por soledad que por necesidad de dinero, decidió poner un aviso:

Arriendo pieza con baño a estudiante o persona sola. A una cuadra del Metro.

Quitó los juguetes de la cama y los guardó en el closet. El osito la miró con ojos de reproche, pero la muñeca pareció entender por fin que Claudia no vendría. Aunque siguió sonriendo con la misma mueca fija pintada en su cara. Los muñecos no saben llorar.

Llegó una joven de rostro agradable. Su familia vivía en el Sur y ella estaba en Santiago, estudiando pedagogía. Su nombre era Olga y se pusieron rápidamente de acuerdo sobre el uso de la cocina y de la lavadora.

Para Irene era un alivio sentir su presencia en el departamento.  Sus pasos ágiles recorriendo el pasillo, su voz desafinada pero dulce, tarareando una canción bajo la ducha.

En las mañanas, la oía calentar el agua en el hervidor y luego, el aroma del café llegaba hasta su dormitorio. Fingía dormir para no incomodarla, pero sus oídos seguían cada rumor.

Le gustaba imaginar que era Claudia que había vuelto y poco a poco, esa ilusión empezó a apoderarse de su mente.

Una mañana en que Olga se quedó dormida, le preparó el café y se lo llevó al dormitorio.  Olga se mostró sorprendida gratamente, pero un leve gesto de contrariedad alteró sus facciones por un segundo.

  Irene no pareció notarlo y al día siguiente, se levantó más temprano y le  presentó la taza humeante antes de  que sonara su despertador.

-Para que no te atrases-le comentó sonriendo.

Se empecinó en  repetir lo mismo cada mañana y convirtió así, en un ritual cotidiano el tierno gesto de despertarla con el café.  Como antes, Claudia....

Empezó a llamarla así, sin darse cuenta y a controlar sus llegadas.  Si Olga volvía tarde, encontraba a Irene despierta, sentada en un sillón. Fingía estar ensimismada leyendo y sorprenderse con su llegada,  pero era evidente que la había estado esperando, con los ojos fijos en las manecillas del reloj.

La joven empezó a sentirse inquieta y fastidiada por esa intrusión en su vida. Sobre todo, al notar esa mirada ávida que la seguía, ansiosa de una simpatía que ella no podía darle.  Decidió irse, pero le costaba dar el paso por temor a herirla e inventó un pretexto cualquiera para dejar el departamento.

Se sorprendió al notar en la cara de la mujer una fugaz expresión de alivio.  Sintiéndose ofendida, le preguntó con tono de reproche:

-¿ Se alegra entonces de que me vaya?

-¡ Por supuesto que no!- exclamó Irene- Lo que pasa es que mi hija me ha avisado que volverá pronto y debo tener desocupado su dormitorio.

Cuando Olga se marchó, sacó del closet los juguetes y los sentó de nuevo sobre la cama.

-  ¡Me equivoqué!  No era ella....Pero ahora sí estoy segura de que vendrá.

Los ojos de vidrio del osito resplandecieron con el antiguo brillo y la muñeca rubia pareció cobrar vida para repetir como un eco:

- ¡Ahora sí que vendrá!




domingo, 22 de enero de 2023

LA GRINGUITA.

¡ Ay, Don Pedro, si usted la hubiera conocido!  ¡ Entonces me creería lo linda que era!

Tenía el pelo amarillo como los yuyos del campo y los ojos de un azul muy puro, igual como el cielo cuando deja de llover...¿ Se ha fijado usted que se abren las nubes y uno ve un azul brillante, como si la misma túnica de Dios se estuviera mostrando?

No, si no exagero.

En el pueblo le decían " La Gringuita" . Contaban que Don Federico la había conocido en uno de sus viajes y  la había traído de un país lejano, Suecia o Suiza, que aquí muchos creen que es lo mismo. 

Salía poco y cuando la veíamos sin falta era los Domingos en misa. Llegaba acompañada de una señora de pelo blanco que parece que era su nana y que se había venido acompañándola cuando se casó.

Llegaba a la Iglesia con el pelo tapado con una pañoleta negra, pero, cuando al salir al atrio se la sacaba, era como si saliera el sol o se encendiera una lámpara...

Yo trabajaba como ayudante del Notario y a veces me tocaba ir a la casa, a llevarle unos documentos a Don Federico. Entonces la podía ver, sentada leyendo junto a una ventana o regando las flores que tenía en el alféizar.

¡Para qué le voy a negar que estaba enamorado!  Pero, como alguien que se enamora de una estrella...¡ Con todo respeto, no vaya usted a creer...!

Don Federico murió de repente. Lo vieron un Viernes, recorriendo los limonares, dándole órdenes a los peones y el Domingo estaba muerto.

Todo el pueblo fue a la Iglesia para honrar al difunto. La Gringuita estaba de luto riguroso y se veía muy pálida y muy frágil. Su nana y otras señoras trataban de confortarla, pero ella parecía como envuelta en un manto de soledad. O rodeada de una muralla que no la dejaba recibir ningún consuelo.

De vez en cuando se acercaba al ataúd y ponía su mano blanco sobre la tapa, como si quisiera transmitirle su calor al muerto...O como si esperara sentir de pronto que ese corazón inmóvil volvía a latir de nuevo.

No hubo quién no derramara una lágrima al ver el sufrimiento callado y severo de La Gringuita.

Unos meses después, ella le mandó recado al Notario. Que si podía ir yo a su casa, después de las horas de trabajo, a ayudarle a ordenar unos documentos. Ella pagaría lo que fuera conveniente.

El corazón me latía impetuoso la primera tarde que fui...Ella estaba sentada frente al escritorio y me mostró varios montones de facturas y de cartas. Me pidió que las facturas las ordenara en carpetas y las cartas familiares las archivara por fechas. 

Empecé a ir todas las tardes y esas horas que pasé a su lado han sido, hasta ahora, las más felices de mi vida.

Ella se sentaba a bordar en silencio o bien iba revisando mi trabajo. Poco a poco, el velo de tristeza se fue desvaneciendo de su cara y empezó tímidamente a sonreír.  A veces tomaba una carta para leerla y se encontraban nuestras manos. Yo me estremecía y ella se hacía la desentendida...

Un día corrió un rumor por el pueblo. Pero, para mí no fue rumor porque yo mismo lo ví.

Del tren que venía de la Capital se bajó un hombre alto y rubio, con unas ropas que se notaba a la legua que eran extranjeras. Lo seguía un mozo con el equipaje  y tomaron el único taxi que había en el pueblo. Don Calixto contó después que el hombre, en un mal castellano le había pedido que lo llevara a la hacienda de Don Federico.

Todos se preguntaba quién sería y qué vendría a hacer. Algunos decían que era un hermano de ella, que era un primo, pero pronto se empezó a comentar que era un antiguo novio de La Gringuita, que había sabido que estaba viuda y la venía a buscar..

Ya no me llamó más para que fuera a ordenar las cartas.

La señora María, que iba todos los jueves a su casa a planchar la ropa blanca, contó que la patrona le había encargado que cosiera unas sábanas y unos manteles. Todos bordados con un monograma en que aparecían las iniciales de ella entrelazadas con otras nuevas... Entonces, era cierto.

Se vendió el predio y la casa pasó a otras manos. No supe cuando ella partió. No quise saberlo.

Muchas tardes el corazón me traicionaba y sin darme cuenta me encontraba tomando el camino que tantas veces había recorrido para llegar a verla a ella.

Pasó el Otoño y el Invierno llegó muy crudo. Al salir del  trabajo, la lluvia me obligaba a correr hasta la pensión donde vivía. 

 De a poco fui abandonando mis caminatas nostálgicas...Pero, nunca la olvidé, se lo aseguro.

Tiene razón usted, Don Pedro, en lo que dice:  Los ricos tiene su plata y los pobres tiene sus sueños.



domingo, 15 de enero de 2023

REFLEJOS DE AMOR.

Favio tenía apenas veinte años cuando murió y al principio no se dio cuenta.   Pero luego sintió un indecible alivio de no seguir respirando y entonces comprendió. Había vivido con asma crónica y para él la existencia había sido trabajosa y a veces, angustiante.

Estaba lloviendo la tarde en que un bus patinó en el asfalto  y se subió a la vereda por la que transitaba Favio. La gente que muere en un día de lluvia está condenada a seguir para siempre con el pelo mojado y la ropa con olor a musgo. Una circunstancia incómoda a la cual todos terminan por acostumbrarse.

Iba caminando y al segundo después se encontró en un bosque o en otra ciudad. Podía ser ambas cosas, dependiendo de la opacidad de la niebla que lo envolvía todo. El lugar estaba poblado exclusivamente por gente joven. Favio veía pasar a su lado adolescentes suicidas que aún llevaba en el cuello un pedazo de soga. Muchachos pálidos que habían muerto de una enfermedad innombrable y niños que no habían tenido la oportunidad de crecer y  vagaban por ahí, buscando algún juguete con qué entretener las horas. Habían dejado ya de llamar a sus madres, porque habían comprendido la inutilidad del intento.

Favio entendió que ni él ni ninguno de los que estaban ahí, habían muerto aún. Que se encontraban en una especie de Limbo, en espera de la verdadera Muerte. Tal vez porque eran tan jóvenes, les daban la piadosa oportunidad de acostumbrarse a la idea. 

Desde lejos llegaba el rumor del mar que lamía serenamente los pilotes del muelle y cada tanto llegaba un barco para trasportar a la eternidad a los que ya se sentían preparados.  Pero Favio, aunque habían trascurrido muchos días, no lograba resignarse. Había vivido veinte años sin haber amado jamás. Respirar había sido para él un asunto laborioso. Conseguir aire para llenar sus pulmones,  la ocupación de su vida. ¿ Como acercarse a alguien en busca del amor?

Una tarde en que vagaba por el bosque, vio entre los árboles una luz que antes no había visto. Era el brillo de un espejo.

Supo entonces que los espejos no son lo que los vivos creen. Son un agua plateada en que la gente se mira, sin saber que detrás está el País de los muertos. Favio se aproximó a él y vio detrás el dormitorio de una joven. Notó que era una niña triste, alguien que había elegido la tristeza como una forma de ser feliz.

Pronto supo que se llamaba Olga.

Cuando llovía, ella se sentaba junto a la ventana a mirar caer la lluvia. Si salía el sol, cerraba las cortinas porque la luz era enemiga de su melancolía. Favio la observaba y pensaba que ahora que no tenía que luchar por el aire para vivir, podría enamorarse de ella.  Peo ¿ cómo convencerla de que estaba derrochando su juventud en esa inútil ocupación de estar triste?

Olga empezó a sentir que alguien la miraba cuando estaba frente al espejo y no se extrañó en lo absoluto. Siempre había sabido que los espejos eran mágicos y que en el fondo de esa laguna plateada había un mundo sumergido, con castillos y ciudades como las que yacen en el fondo del mar.

Un día, el agua se abrió por un instante y Olga alcanzó a divisar la cara de Favio. Acercó los labios a la superficie del espejo. Favio, del otro lado, acercó los suyos y se dieron un beso muy largo.

Cuando terminó, Favio pensó que por fin sabía lo que era amar. Olga, por su parte, olvidó cerrar las cortinas para que no entrara el sol. La luz entró a raudales y expulsó las sombras que poblaban los rincones. Olga se encontró sonriendo, ella que había jurado que no sonreiría jamás.

Esa tarde, Favio fue al muelle a esperar la llegada del barco y no le extrañó saber que él figuraba en la lista de los que iban a partir.



domingo, 8 de enero de 2023

EL ANILLO EMBRUJADO.

Lucía tenía quince años cuando vio el anillo por primera vez.  Estaba expuesto en un pequeño cofre, en la vitrina de un bazar.  Era de plata y tenía una piedra blanca que destellaba con un helado fulgor, como si fuera un pedazo de la luna.

Lucía pasaba todos los días frente al bazar y se detenía a contemplar el anillo. En el interior de la tienda, acodada en el mesón, estaba una señora de rostro amable, que parecía invitarla a entrar. Pero la joven no tenía dinero y se preguntaba, consumida por el deseo de poseerlo: ¿ Cuánto costará?  Seguro que una fortuna, porque es tan hermoso...

Una tarde, ya no lo vio en la vitrina y temió que lo hubieran vendido. Pero, le latió fuerte el corazón al ver el cofrecito sobre el mesón.  Entró al bazar y no encontró a nadie.  El anillo, en su lecho de terciopelo, parecía destellar con inusitado brillo. Rápidamente, lo sacó del cofre y se lo puso en el dedo. Sintió que se apretaba como si le hubieran brotado garfios de metal que se incrustaran en su carne.  Trató de sacárselo, pero fue inútil.  Entonces pensó en huir con él, antes de que entrara la dueña. Pero ella apareció desde la trastienda y al ver a Lucía con el anillo, exclamó acusadora:

-¡ Ladrona!  ¡ Te lo querías llevar!

-No fue mi intención, señora...¡ Es que no puedo sacármelo!

-Y no podrás nunca, mientras vivas.

La cara de la mujer se había transformado.  Ya no era amable. Al contrario, sus rasgos se contraían en una mueca de crueldad.

-¿ Qué quiere usted decir?

-Quiero decir que está embrujado. Es el anillo de la Soledad. Quién lo lleve, no podrá amar ni ser amado nunca. ¡ Ese será tu castigo, por ladrona!

Lucía luchó una vez más por quitárselo y al no conseguirlo, escapó llorando del bazar, seguida por la risa de la mujer, que sin duda era una bruja.

Y así vivió muchos años, llevando en el pecho un corazón tan frío como la piedra del anillo que se aferraba a su dedo con garfios indestructibles. Sus padres murieron y se quedó viviendo sola en la casa vacía, sin visitar a nadie y sin que nadie se interesara por ir a verla tampoco.

Su corazón latía regularmente, como el engranaje de un reloj que marcara sus horas inútiles. Tic, tac. Tic, tac. ¡ Buenos días tristeza!  Tic tac Tic tac  ¡ Buenas noches, soledad!

Su pelo se volvió gris y su cuerpo, que había sido esbelto, se encorvó hacia la tierra, como buscando el descanso para tanto pesar. Su mano se había arrugado y cubierto de manchas, pero el anillo seguía brillando en su dedo, siempre hermosos y lleno de malignidad.

Alguien empezó a visitarla regularmente, haciéndole mil demostraciones de cariño. Era Rosalba, su sobrina. Le llevaba flores y pasaba horas junto a ella, escuchándola, sin dar muestras de aburrirse jamás.  Lucía no creía en sus muestras de afecto, porque sabía que la maldición del anillo la había condenado a no ser querida por nadie.  Ella tampoco sentía nada por Rosalba, solo una irónica curiosidad por las motivaciones de sus visitas. Siendo ella tan pobre ¿ qué podía codiciar la joven, de sus escasas pertenencias ?  Al fin, adivinó. ¡ Era el anillo !

A menudo, veía a Rosalba seguir con atención los movimientos de su mano al servirle el té, y el anillo parecía brillar más que nunca, como queriendo acrecentar su deseo de poseerlo.

-Tía ¿ me dejas probarme el anillo?

-Imposible, Rosalba. Está tan apretado que no me lo puedo quitar.

La sobrina la miraba con odio disimulado.  

-¡ Vieja mezquina!- parecía decir- ¡ Vieja miserable!  Debería regalármelo. A mí, que soy joven, me luciría mucho más. ¿ Para qué lo quiere ella? ¿ Acaso cree que se lo podrá llevar al otro mundo?

Pero, seguía sonriéndole con fingida ternura, mientras el deseo de apoderarse del anillo le envenenaba el corazón.

Era Invierno. Lucía enfermó de pulmonía y decayó rápidamente. Rosalba no se despegaba de su lado, sirviéndole bebidas calientes y secando el sudor de su cara.

Al fin, murió.  Antes que llegara alguien, Rosalba le quitó el anillo. ¡ Con qué facilidad resbaló, después de haber pasado una vida aferrado a su mano con garfios de hierro!

-¡ Nunca lo tuvo apretado, la vieja mentirosa!- exclamó la joven, con rencor.

Lo deslizó en su dedo y se asombró de lo bien que le calzaba. Sintió que se adhería a su piel, como si siempre le hubiera pertenecido. El ansia de su pecho se calmó. ¡  Ese anillo era todo lo que necesitaba para vivir!

-¡ Por fin es mío! - exclamó jubilosa- ¡ Al fin podré ser feliz!




domingo, 1 de enero de 2023

EL CUENTO DE LA VIDA.

Salió de la casa de su infancia y como en el cuento de Hansel y Gretel, fue echando miguitas de pan en el camino, para poder volver.

Pero, llegó una bandada de pájaros hambrientos y se las comieron todas, sin dejar rastro.

Pasó el tiempo y sus padres abandonaron la casa también. Primero salió él, encorvado y triste y se perdió por una calle que la niebla borró. Su madre se quedó parada en el umbral, indecisa, como no sabiendo qué hacer con esa nueva soledad que le había caído encima.  Poco después, siguió los pasos del padre y se perdió por la misma calle sombría.

Los cimientos de la casa cedieron y las paredes se derrumbaron.  Frente a los escombros,  él se preguntó dolido:  ¿ A dónde se fueron mis padres? ¿ A dónde se fue mi juventud  ?

Ya anciano, se internó junto a otros por un bosque sin caminos. A su lado pasaba mucha gente que, al igual que él, parecía perdida. Nadie sabía hacia donde iban ni qué los esperaba detrás de aquellos árboles.

Algunos dijeron que, al igual que en los cuentos de hadas, al final del bosque había una casita de chocolate.  Varios se adelantaron para comprobarlo y no volvieron más. Otros hicieron más lento su paso, temerosos, porque corrió el rumor que en la casita los esperaba una bruja cruel que quería atraparlos.

Siguió caminando,  hasta que un día se abrió un claro en la espesura del bosque  y entonces la vio.

No era una bruja. Era una hermosa mujer, con el pelo oscuro como la noche y la cara pálida como la luz del amanecer. Estaba sentada en la puerta de su casa, tejiendo en un telar. El hilo que usaba era gris y sedoso como la materia de que están hechos los sueños.

-Estoy tejiendo tu mortaja- le dijo con dulzura- Podrás envolverte en ella y descansar por fin. Aquí se duerme sin sobresaltos y los sueños son tan hermosos que no querrás despertar jamás.