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Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



viernes, 30 de marzo de 2012

LA HORA DEL PLANETA. 31 de Marzo de 2012.

UN SUEÑO.
Soñé que era un árbol.
Mis brazos eran dos largas ramas levantadas hacia el viento y miles de hojas,como una túnica verde y rumorosa, cubrían mi cuerpo.
Los pájaros venían a hacer su nido en mis cabellos y los oía cantar al amanecer, celebrando la gloria de un nuevo día por vivir.
Sí, soñé que era un árbol. Pero ¡qué prodigio! no tenía raíces y podía volar.
Volaba sobre la ciudad gris. Sobre sus edificios enormes y sus calles que parecían avanzar como un ejército de orugas trepidantes.
Volaba sobre la gente, pero ellos no me veían.
Hacía mucho tiempo que habían olvidado levantar sus ojos hacia el cielo. Caminaban mirando fijamente hacia adelante, siempre adelante, hacia la invisible meta que su ambición les había fijado.
Soñé que era un árbol que volaba y que me sentía muy sola. En el estrépito incesante de tantas voces ansiosas, ninguna voz era para mí.
La niebla caía pesadamente sobre los edificios grises. Era como si el día estuviera bajando los párpados.
 En una esquina vi parado a un hombre triste. La niebla le caía en los ojos y su pelo era oscuro y húmedo como la penumbra de los cuartos abandonados.
Sentí que él también estaba solo.
No pude tenderle mis brazos, que eran ramas, pero le tendí mi voz ,como una hebra cálida envolviéndolo en el silencio.
Entonces las calles se alejaron como orugas, resbalando.Y la ciudad retrocedió con toda su ira y su avidez.  Con su multitud de rostros impávidos, que hace tanto tiempo se olvidaron de mirar las estrellas.
El hombre triste se abrazó a mi tronco y juntos volamos hacia un bosque. Había allí una fuente de agua pura. Era  como un pájaro de cristal que trinaba entre las peñas.
La bebimos a grandes sorbos, transida de cielo, y un secreto de Dios cantó en nuestros labios.
Soñé que era un árbol que volaba. ¿Han oído ustedes un prodigio semejante?

jueves, 29 de marzo de 2012

RAPUNCEL.

Mariana tenía quince años.
Parecía que toda la belleza con que la Naturaleza la había dotado se concentraba en su largo cabello rubio, que le caía hasta la cintura, como una cascada de oro.
Naturalmente al colegio no podía llevarlo suelto y se lo peinaba en una larga trenza.
Vivía en el tercer piso de un edificio junto a una plaza. Le gustaba acodarse por las tardes en la ventana, sumida en sus ensoñaciones, hasta que se encendían los faroles. La plaza resplandecía entonces envuelta en una suave luz que rompía la penumbra azul del anochecer.
Su trenza rubia colgaba sobre su hombro y parecía absorber la luz de la plaza, brillando tenuemente en la oscuridad.
Una tarde, cuando aún era de día, pasó bajo su ventana un muchacho moreno. Alzó la vista y se quedó mirándola. Luego le sonrió y canturreó el estribillo del cuento:
"Rapuncel, Rapuncel,
tírame tu cabellera para subir por ella sin escalera."
Se quedó un instante parado en la vereda mirándola y luego se alejó.
Mariana quedó sumergida en un éxtasis. El muchacho le pareció hermoso como el príncipe del cuento y la llenó de ilusión la originalidad de sus palabras. Nunca nadie, hasta ese día, la había llamado Rapuncel ni pensó que alguien pudiera recordar aún aquel cuento que le contaba su abuela cuando era niña.
Dos tardes después, el muchacho volvió a pasar bajo su ventana.
Al verla, se alegró y se detuvo en la vereda para repetir el estribillo. Pero esta vez no se alejó, sino que se quedó esperando y luego le hizo un gesto para que bajara.
-¡Espero que ninguna bruja te tenga prisionera en esa torre!-le gritó, sonriendo.
Mariana dudó un momento, pero luego asintió con la cabeza.
Cuando alcanzó la puerta del edificio, él ya estaba ahí esperándola.
Cruzaron hacia la plaza y pasearon bajo los árboles. Los faroles se encendieron envolviéndolos en un resplandor feérico.
El tomó entre sus dedos la trenza dorada que colgaba sobre el hombro de Mariana y le repitió al oído con ternura: Rapuncel...
Fue un idilio mágico como correspondía a un cuento de hadas. Pero, tal como en los cuentos, el hechizo se rompió y Mariana se vio de pronto sola, sin saber cómo había perdido el sortilegio de su amor.
Sus amigas le contaron que lo habían visto con otra niña paseando por la plaza.
Ella sintió que su corazón se rompía como un vaso de cristal.
Nadie sino ella escuchó el crujido del cristal al romperse. Pero en medio del calor del Verano, la estremeció un escalofrío y fue como si alguien hubiera reemplazado su corazón por un trozo de hielo.
En su casa lloró a solas. Le dolían los labios por el esfuerzo de haber mantenido una sonrisa
que era más una mueca, para que las otras niñas no adivinaran su desengaño ni se solazaran en su dolor.
Pasaron las semanas. Los días uno a uno... El tiempo deslizándose bajo sus pies y sobre su cabeza.
 En sus pies el cansancio de caminar sola y en su cabeza el pensamiento fijo de su decepción.
Una tarde en que estaba como siempre acodada en la ventana, escuchó su voz que la llamaba desde la vereda:
"Rapuncel, Rapuncel, tírame tu cabellera
para subir por ella sin escalera"
Lo vio sonriéndole, como si nada hubiera pasado. Como si hubiera sido el día anterior la última vez que habían paseado bajo los árboles de la plaza.
Se irguió muda en el marco de la ventana. Desapareció un instante hacia el interior de su habitación y luego reapareció, mirándolo fijamente.
Con lentitud deliberada, tomó su trenza entre sus manos y el brillo de la tijera antecedió al crujido del filo al cortarla de raíz.
La trenza dorada se retorció en el aire y cayó a los pies de él, que la miraba atónito. Allí quedó tendida sobre la vereda, como una inerte serpiente de oro.
Ella cerró la ventana con un golpe seco.
Al otro día fue a la peluquería, donde le arreglaron los pobres restos de su cabello en una  aureola dorada que enmarcaba su rostro.
Mariana se enfrentó a  su nueva imagen con temor. Pero le pareció que se veía moderna y audaz, como correspondía a la época.
 Total, los cuentos de hadas eran una tontería pasada de moda.

lunes, 26 de marzo de 2012

UN LUTO RIGUROSO.

Marta tenía un jardín en el que sólo había plantado lirios morados y violetas. El color del duelo y de la melancolía, que era el que llevaba dentro de su corazón.
Anselmo, su compañero por más de treinta años, había muerto.
 A ella no le gustaba esa expresión y prefería decir que había partido.
Al hablar así, su imaginación la transportaba a un puerto en medio de la bruma, del que partía un barco colmado de pasajeros. Eran todos los que aparecían cada día en el obituario del periódico.
Un día ella, incrédula aún, se había visto obligada a publicar ahí el nombre de Anselmo. Un pasajero más en la travesía de aquel barco misterioso.
Marta se veía en el muelle despidiéndolo con la mano en un gesto de postrer adiós. Él le contestaba agitando un pañuelo blanco, hasta que el navío era absorbido por la niebla, para cumplir un itinerario ignoto del que nadie tenía noticia.
Esa había sido su partida..
Anselmo no había muerto, sólo había viajado y un día, los dos se encontrarían en ese país remoto donde la gente duerme sin soñar.
Decidió llevar luto por el resto de su vida.
En vano sus hijos se opusieron a ello, advirtiéndole que dañaría su salud.
Pero ella no creyó que pudiera vestir otro color sino ese.
Fue donde Augusto, el sastre del barrio, que había sido amigo de ambos durante muchos años.
Era un viudo también, austero y melancólico. No se le conocía otra vida más que la que hacía tras la vidriera de su tienda, donde se exhibían trajes bellamente cortados, sombreros y guantes.
Trabajaba con un aprendiz y no le faltaba trabajo, ya fuera para cortar y coser una prenda nueva o trasformar alguna antigua.
-Augusto-le pidió Marta-Quiero que me hagas dos trajes  negros de media estación y un abrigo.
Augusto la miró con afecto y oprimió su mano sin decir nada. Desde la partida de Anselmo, había dejado de frecuentar su casa por decoro y porque sabía que Marta quería estar sola en medio de su tristeza.
Le tomó las medidas, eligieron las telas y fijaron la fecha de la prueba.
Los trajes quedaron magníficos. Sencillos y elegantes. Y el abrigo, con un fino cuello de terciopelo gris, le sentaba de maravilla. Sin pretenderlo ella, destacaba su cutis marfileño y sus cabellos rubios, que aunque salpicados de canas, no la envejecían. Por el contrario, rodeaban su rostro de una aureola pálida que la embellecía más aún.
Pasó el tiempo, y ella siguió con su vida solitaria.
A veces Augusto pasaba por su casa, pero se negaba a entrar para no comprometerla. Le llevaba siempre un ramo de flores o un libro, para que se distrajera. Sus ojos la miraban con profunda ternura y Marta creía adivinar en él un sentimiento que había mantenido oculto en su corazón durante muchos años.
Pero, desechaba esa idea por ilusoria. Además no quería que nada interrumpiera su duelo por Anselmo.
Pasaron dos años.
La moda cambió y el abrigo, excesivamente largo, requirió ser acortado varios centímetros.
Marta no era amiga de coqueterías pero su hija insistió. Entonces decidió hacer el trabajo ella misma. Le serviría de distracción y se ahorraría el importe del arreglo.
Descosió con cuidado la tela, desprendió el forro, y de pronto su mano palpó una hoja de papel escondida en la entretela.
Era una carta, escrita con una hermosa letra varonil. Decía así:
"Marta, siempre te he amado. Pero empujé mi amor hasta el fondo de mi pecho, para no ofenderte ni dañar mi amistad con Anselmo.
"Aquellas tardes que pasé junto a ustedes, compartiendo su compañía, fueron un consuelo en mi vida sin cariño.
"Ahora te has quedado sola. No sé si tengo alguna esperanza de acercarme a ti. Dejo al azar esa posibilidad. Si algún día deshaces la basta de este abrigo, sabrás de mi amor. Será para mí una señal de que el destino lo quiere así. Y si tú también lo quieres ¡házmelo saber, te lo ruego!
Augusto."
Marta ser sintió emocionada y una tibia dulzura, como un hilo de miel se fue filtrando en su alma.
¡Hacía tanto tiempo que estaba sola! ¡Extrañaba tanto una compañía afectuosa en su existencia sin alicientes!
Pero ¿cómo darle a entender a Augusto que había leído su carta? Y más aún ¿cómo hacerle comprender que su amor era bienvenido en su vida desolada?
Pasó la mañana preparando una delicada confitura de grosellas que hacía años él había alabado en sus tertulias, cuando los tres compartían una taza de té.
Luego se puso el abrigo, ostensiblemente más corto, como la moda lo exigía, y llevando un frasco de la mermelada recién hecha, se dirigió a la sastrería.
Al verla entrar, él lo comprendería todo.

TRAVESURAS DE AMOR.

Vivíamos en provincia, pero cuando empecé la Enseñanza Media, mis papás me mandaron a estudiar a Santiago.
Me matricularon en un liceo de Providencia, en el mismo barrio donde vivía Gisela, mi hermana mayor. Juan Pablo, que me precedía en edad, estaba en la Escuela Naval y lo veíamos muy poco.
Así es que mis papás se quedaron solos.
-¡Qué alivio!-dijo mi mamá. Pero se le llenaron los ojos de lágrimas y se vio que me iba a echar de menos.
Me fascinó irme a Santiago y vivir con Gisela, las dos solitas y libres como pájaros.
Eso creía yo, pero me di cuenta de inmediato de que ella se creía sustituta de mi mamá y se sentía con el deber de controlarme en todo.
Gisela es linda, con pelo castaño y ojos verdes, pero tan seria que llega a ser fome. ¡Ningún novio, nada! Del trabajo a la casa y vamos leyendo unas novelas gruesas que de solo mirarlas da sueño. Bueno, es profesora de Literatura, así es que qué otra cosa se podía esperar.
Un día llegó a verla una amiga casada, mayor que ella y se pusieron a conversar en el living.
Yo estaba tendida en la alfombra  con los audífonos puestos y fingía escuchar música llevando el ritmo con la cabeza, pero en realidad  seguía su charla con interés.
Rebeca, que así se llamaba la amiga, le empezó a hablar de un tal Raimundo, amigo de ella y de su marido y que estaba de capa caída por no sé qué descalabro sentimental.
Le dijo que no hallaban cómo sacarlo de la depresión y que necesitaba ilusionarse con algo, aunque fuera sólo una amistad con otra niña. En fin, bla bla...Lo que quería era que Gisela le mandara un mail, presentándose como amiga de Rebeca y le ofreciera correspondencia para darle ánimo.
Gisela dijo que no, que ni en sueños. Ya bastante tenía con su trabajo y con las preocupaciones que yo le daba, (¡bah! ¡Si soy un ángel!), para tener que estar preocupada más encima de un deprimido.
Rebeca no insistió, pero le dejó la dirección del correo electrónico de Raimundo, en un papelito sobre la mesa del living.
Apenas se fue, Gisela arrugó el papel y lo tiró al papelero.
Disimuladamente lo recogí y lo llevé a mi pieza. No tenía ningún plan preconcebido pero sabía que algo tenía que hacer.
Al final me decidí y me conecté a Internet. Si Gisela no quería escribirle, lo haría yo a nombre de ella.
Me imaginaba un tipo pálido de ojos tristes, con pinta de galán sufrido. No por nada en clases estábamos leyendo "Martín Rivas" y las penas de amor de ese personaje se las trasladé a Raimundo con entera facilidad.
En resumen, le mandé un correo, (mis iniciales coinciden con las de Gisela), y al otro día, ¡oh! qué emoción, vi que me había contestado.
Yo, por supuesto, me había hecho pasar por mi hermana. Le había dicho que tenía veinticuatro años y que hacía clases de Literatura en un Liceo de Providencia. Todos los datos correspondientes a la aburrida de Gisela, pero derrochando la simpatía que me es propia. Perdonen la falta de modestia...
El me contó que trabajaba en un Banco ,que tenía veintiséis años y que le gustaba mucho leer, sobre todo a los clásicos rusos. (¡Qué fome! Tal para cual con Gisela.)
Nos escribimos por dos semanas. Yo no sabía cómo iba a terminar la cosa, pero me sentía totalmente identificada con mi papel y toda esa ficción novelesca me tenía fascinada.
Hasta que él me pidió conocernos. ¡Bomba atómica! ¿Qué hacer?
Me dijo que me iba a esperar en un café del Drugstore, el Martes, a las dieciocho treinta. No se me ocurrió ningún pretexto para decirle que no.
Decidí ir, camuflada con mi uniforme escolar y mirarlo de lejos. ¡Por lo menos lo iba a conocer y ver si se parecía a Martín Rivas!
Lo vi sólo en una mesa. Adiviné que era él, porque tenía un aire bien triste, como de perro sin dueño y revolvía el café  sin parar, con expresión taciturna. A su lado, sobre la mesa, había un ramo de rosas amarillas.
¡Pobre inocente! Me bajaron la pena y los remordimientos por lo que había hecho. ¿Cómo arreglar el entuerto?
Pedí un helado y me senté en una mesa apartada de la suya. Desde ahí lo miraba y lo hallaba estupendo. Flaco y con lentes, pero regio igual. ¡Lo que se estaba perdiendo Gisela!
El pobre hombre levantaba a cada rato la vista hacia la puerta del local y se notaba que de a poco perdía la esperanza. Se iba como desinflando y hundiendo en la silla, presa del más negro desánimo.
Me paré y caminé hacia él.
-¿Tú eres Raimundo?
Me miró como alelado y asintió con la cabeza.
-Yo soy Gloria, la hermana de Gisela. Ella no pudo venir porque se enfermó  mi mamá y tuvo que ir a cuidarla. Dice que te va a escribir apenas salga de la preocupación.
El suspiró entre aliviado y triste. Se le veía en los ojos la desilusión. Pero bien al fondo le brillaban unas chispitas de esperanza.
-Estas rosas son para ella-dijo- ¿Se las puedes llevar?
Salí de estampida antes de que empezara a hacer preguntas que me pusieran en aprietos.
Llegué tarde a la casa. Ya oscurecía y Gisela me esperaba nerviosa.
Puso cara de alivio al verme, pero fiel al papel materno que se había adjudicado, me increpó severa:
-¿De dónde vienes?
Luego sus ojos se fijaron en el ramo de rosas.
-¿Y eso?
-Te las manda Raimundo-le contesté, acoquinada.
-¿Qué dices? ¿Cual Raimundo?
 No tuve más remedio que contarle todo.
Al principio se indignó y me dijo que ni soñara con que la iba a hacer entrar en mi estúpido juego.
-Por favor, por favor, por favor, Gisela- supliqué yo al borde del llanto- ¡perdóname por lo que hice! Me dio tanta pena que tú no quisieras consolarlo. ¡Es tan buenmozo, si lo vieras! Y tiene una cara tan triste que de sólo verlo dan ganas de sacar el pañuelo y ponerse a llorar.
-Yo no soy paño de lágrimas de nadie-me informó ella con enojo, y volvió a repetir que tenía demasiadas preocupaciones para querer una más.
Pero noté que dudaba...
Dos días después, me pidió la dirección del correo de Raimundo.
-¡Por favor, no me eches al agua!-le rogué-Todo lo que le escribí fueron cosas buenas de tí.
¡Por algo se ilusionó el pobre ángel!
Sonrió un poco, pero siempre con el ceño fruncido, para que yo no fuera a creer que me perdonaba.
No supe qué le escribió, pero días después llegó apurada del trabajo. Se puso su vestido más lindo y se peinó con un rodete en la nuca que la hace ver tan distinguida.
-¡Vuelvo pronto!-me avisó-¡Y no aproveches mi ausencia para hacer tus trastadas!
Volvió dos horas después.
Venía radiante. Caminaba como en sueños y se reía sola.
Traía otro ramo de rosas amarillas, más grande que el primero, y me fijé en la delicadeza con que las puso en un jarrón con agua, sobre su escritorio.
Para sacarla de su transe,  le dije que tenía hambre, pero no me contestó y se encerró en su pieza, seguro que para no tener que darme las gracias por el favor que le había hecho.
Pensé que, tal como iban las cosas, esa noche no habría comida, así es que me fui a la cocina y me preparé un sandwish.

jueves, 22 de marzo de 2012

VELEIDADES DEL CORAZON.

En la Empresa, Mauricio tenía una bien ganada fama de galán.
No sólo era buenmozo y simpático sino que siempre se lo veía acompañado de las más estupendas mujeres. Eso le había dado reputación de irresistible y era mirado con respeto y envidia por el resto de sus compañeros.
El no hacía alarde de sus conquistas. Era más bien modesto y poco inclinado a reconocer su éxito con el sexo opuesto. No presumía nunca de ello, pero sí le gustaba exhibir sus conocimientos sobre belleza femenina e imponer su criterio sobre el tema. Se daba cuenta de la atención que los otros ponían en sus palabras y le gustaba modificar sus opiniones con un par de frases originales y bien dichas.
Por ejemplo, si al Casino entraba la pelirroja de Cuentas Corrientes y un contenido suspiro de deseo sacudía al grupo, Mauricio decía:
-Las pelirrojas tienen fama de ardientes, pero mi experiencia me ha enseñado que eso no es más que un mito. En cuanto a ésta, no sé, basta darle una segunda mirada para notar la poca gracia que tiene al andar. Y esas caderas y ese busto caído no hacen más que confirmar que lo único llamativo que tiene es el pelo.
Inmediatamente notaba que sus palabras habían hecho efecto en el auditorio y que la hermosa pelirroja dejaba de ser considerada una belleza irresistible.
Un día decidió probar su influencia de manera diferente.
Había llegado a la Sección contigua una chica muy poco atractiva. Se llamaba Tamara y desde el primer día fue acogida con total indiferencia.
Ella estaba consciente de la poca gracia de su cuerpo huesudo y de su cara alargada. Era pálida, más bien descolorida, y en su rostro sólo se destacaban sus grandes ojos oscuros orlados de tupidas pestañas Eran unos ojos humildes y melancólicos, que parecían hablar de desengaños y soledad.
Cuando a la hora de colación entraba al Casino, las miradas resbalaban sobre ella o la atravesaban como si fuera de vidrio, para ir a posarse en alguna chica atractiva que prodigaba sus coqueterías dos mesas más allá.
Hasta que un día, Mauricio se quedó mirándola y empezó:
-He conocido mujeres excepcionalmente atractivas, cuya belleza resulta indudable a simple vista. Pero creo que es un arte descubrir el encanto oculto en una mujer. Ese que va más allá de la simple apariencia. Por ejemplo, Tamara, la chica nueva. ...Creo que ninguno de ustedes ha notado la elástica gracia de sus largas piernas, la delicadeza de su cuello de cisne.¡ Y esa mirada, tan llena de secreta sensualidad!
Cuatro pares de ojos se volvieron a mirar a Tamara desde una nueva perspectiva.
Después de todo ¡sí! No era fea en lo absoluto...Y si Mauricio lo decía, que tenía tan buen ojo con las mujeres...
-Es una chica excepcional-continuó Mauricio-A simple vista no impacta si se la mira buscando  en ella los cánones de la belleza vulgar. No cualquiera está dotado para apreciar sus encantos. Si no estuviera saliendo con Katina- mintió, (no conocía a nadie con ese nombre.) -Si no estuviera comprometido, digo, no dudaría en tratar de conquistarla.
Esa tarde, Tamara, sorprendida, recibió dos invitaciones a salir.
Fue al baño y se miró largamente en el espejo. Peinó hacia atrás su cabello oscuro dejando más a la vista la curva de su cuello. Se repasó la máscara de pestañas y se oscureció los párpados con una sombra violeta que otra chica le prestó.
Se sintió más segura de sí misma y al volver a su puesto, lo hizo caminando con la cabeza erguida y un nuevo balanceo de sus caderas, que le sentaba muy bien.
Nunca supo que le debía a Mauricio el cambio de su suerte y él, por su parte, que lo observaba todo, sonrió con satisfacción al comprobar una vez más lo influenciables que eran sus compañeros. Y por supuesto, se burló íntimamente de su ingenuidad.
Sin embargo, estaba seguro de que con el paso de los días, Tamara llegaría a convertirse en una mujer bastante interesante, por obra de la confianza en sí misma recién adquirida.
Total, está claro que para verse hermosa, una mujer debe portarse como si lo fuera....
Antonio era uno de sus compañeros más jóvenes.
Hacía tiempo que estaba saliendo con Nancy, una chica que trabajaba en una Empresa vecina.
El la encontraba bonita y simpática y se sentía realmente enamorado. Pero, era inseguro de sí mismo y le importaba mucho la opinión de los demás.
Muchas veces llegaba a contradecir sus gustos en el vestir o sus aficiones, para encajar en el grupo de sus amigos.
Sentía admiración y respeto por las opiniones de Mauricio. Trataba de comprar la clase de ropa que él usaba  e imitar su aire desenvuelto y experimentado.
Empezó a desear presentarle a Nacy para que le diera su parecer.
No dudaba de sus sentimientos hacia ella, pero muchas veces, al mirarla, luego de escuchar una de las acostumbradas disertaciones de Mauricio sobre la belleza femenina y el encanto erótico, le entraban dudas sobre su elección.
Ella era frágil y delicada, pero tal vez Mauricio las encontraría sencillamente flaca. Tenía un rostro pequeño, en forma de corazón, salpicado de pecas doradas. A él le fascinaban, pero ¿qué diría Mauricio? ¿Que era un cutis manchado y nada más?
Por fin cedió a la imperiosa necesidad de pedirle su opinión, sin pensar que para Nancy sería muy humillante saber que estaba siendo exhibida en busca de aprobación.
Le dijo a Mauricio que estaba saliendo con una chica encantadora y que quería presentársela.
La tarde siguiente iría con ella a tomar un trago en un bar cercano. ¿Querría él acercarse un momento a su mesa como por casualidad?
Mauricio adivinó de inmediato su intención, pero estuvo de acuerdo en encontrarlos.
Esa tarde, Antonio contemplaba a Nancy a través de la mesa, nervioso por la demora de su amigo. Ella no parecía notarlo y charlaba confiadamente con su vocecita que semejaba un piar de pájaros. Su cabello castaño caía ondulado sobre sus hombros y sus ojos pardos brillaban de entusiasmo juvenil.
¡Sí! Era linda. ¡No cabía duda de que Mauricio opinaría igual!
Lo vio entrar al bar y le dijo a Nancy:
-¡Mira, qué casualidad! Ese que acaba de entrar es Mauricio, un compañero de sección. Lo llamaré para presentártelo.
Le hizo señas y él se acercó con su paso atlético y su aire de irresistible simpatía.
Al ver a la joven, quedó mudo. ¡Era la  misma niña a quién veía todas las mañanas en la Estación del Metro!
Llevaba semanas contemplándola arrobado y toda su seguridad de galán, toda su audacia de conquistador desaparecían al mirarla. ¡Hubiera querido tener un pretexto para dirigirle la palabra, pero la veía tan seria, tan ensimismada en su mundo! Jamás logró que lo mirara siquiera...Y ahora estaba ahí, al lado de ese pelmazo de Antonio, que sin duda no sabía valorarla...
Los saludó con soltura y compartió con ellos un martini. Nancy siguió con su charla encantadora, sin darle mayor importancia a su presencia.
Mauricio apenas la miró. Intercambió un par de bromas impersonales con su amigo y se paró para irse.
Notó que Antonio escudriñaba su rostro, expectante, tratando de adivinar la impresión que Nancy le había causado. Pero Mauricio se mantuvo impávido y pretextando otro compromiso se despidió.
Antonio no aguantó la incertidumbre y corrió tras él, aduciendo frente a Nancy un asunto de oficina.
Lo alcanzó en la puerta y le preguntó ansioso:
-Bueno, dime ¿Qué te pareció?
Mauricio lo miró en silencio.
-Sí, ya sé que no es linda...dijo Antonio, dudoso.
-No, no es linda.
-Y tal vez esas pecas le afean el cutis...
Mmm, puede ser...
-¿Así es que no crees que debiera seguir con ella?
-Bueno, Santiago está lleno de mujeres más bonitas. Pero, es cuestión de gustos...
Esa frase sonó lapidaria. Antonio se quedó inmóvil en la puerta del local. Nancy, dulce y sonriente, lo esperaba en la mesa, ignorando que acababa de ser descartada de la vida de su novio.
Dos semanas después, Mauricio se acercó a Nancy en la Estación del Metro.
-¡Nancy! ¿Cómo estás? No sé si me recuerdas...
-Creo que sí-respondió ella dudosa.
-Nos presentó Antonio el otro día.
-¡Ah, sí! Antonio...respondió ella y un velo de reserva cubrió su expresión -Hace tiempo que no lo veo.
Mauricio contempló sus adorables pecas doradas que resaltaban en sus mejillas pálidas. Sus bucles castaños enmarcando su carita en forma de corazón y la delicada curva de su pecho, apenas insinuada bajo la blusa.
Tembló de emoción contenida y su arrogancia de otros tiempos dio paso a una timidez de adolescente.
¡Nunca se había sentido así con ninguna otra mujer! Ella era especial. La más hermosa de cuantas había conocido...
-Nacy -le dijo con voz humilde- Ya que no estás saliendo con Antonio, ¿te parece bien que esta tarde nos juntemos a tomar un café?.

martes, 20 de marzo de 2012

ILUSIONES JUVENILES.

Conocí a Gustavo en un Liceo de provincia, donde ambos cursábamos Enseñanza Básica.
Yo tenía doce años y él, trece.
Lo bauticé Gus-Gus, como el ratón de la película de Cenicienta y lo hice esclavo de mis encantos todavía en estado premonitorio.
El era un ser extraño. Su cabeza, lo bastante grande para contener tanta neurona, tenía forma de pera y  a juzgar por el goteo incesante de su nariz, habría sido una pera de agua. Esa humedad constante había favorecido la aparición sobre su labio superior de una muzguito raquítico, precursor del bigote.
En aquella cabeza prominente se almacenaban ideas geniales. Era una rara mezcla de Platón con Stephen Hawkins, lo que le había granjeado en el curso el apodo de "Sabio Peluca".
Y en realidad, su pelo crecía indomable como un grito de rebelión.
El me amaba con la cantidad precisa de odio como para desear asesinarme y la cantidad suficiente de amor como para contenerse a tiempo. Se acercaba a mí con las manos firmemente empuñadas dentro de los bolsillos, imagino que para no ceder a la tentación de estrangularme.
Por supuesto, yo estaba constantemente enamorada de algún otro.
Al empezar la Enseñanza Media, mi familia se trasladó a Santiago y en mi horizonte sentimental se borró la estrambótica figura de Gustavo.
Sin pena, lo vi desaparecer tras la curva del tiempo, con aquel andar pasitrotero y ese aire digno y melancólico de genio incomprendido.
Seguramente, la araña azul de la imaginación continuó tejiendo su tela dentro de su cabeza, mientras seguía viviendo en aquel pueblo cerril, en cuyas colinas pastaba una ingente cantidad de burros.
Como en ese tiempo Internet todavía no se había apoderado de la vida de la gente y aún el correo ordinario funcionaba para las cartas de amor, al cabo de un año empecé a recibir sorpresivamente una andanada  epistolar, cuyo contenido me producía indignación o risa, pero nunca me dejaba indiferente.
Después de un tiempo, la correspondencia cesó y creí haberme librado de él. Imaginé que se había ahogado en una noria o había recibido en la nuca la coz de algún burro indómito.
Pasó otro año y un día, unos asmáticos toques de bocina frente a mi casa, me hicieron asomarme con curiosidad.
Vi estacionarse una camioneta bastante vieja, humeando y bufando como el dragón de San Jorge.
De ella se bajó airoso el mismo Santo en persona.
¡Gustavo! Que ya no era aquel ser estrafalario de pelo duro, sino un muchacho alto, no diré que buenmozo, porque no existen los milagros, pero nada de mal parecido.
Con un encanto troglodita que hacía desear ser arrastrada por el pelo en dirección a la caverna...
Me quedé mirándolo atónita mientras caminaba hacia mí con una sonrisa fulgurante y unos ojos que le chisporroteaban como cables de alto voltaje.
Hola, insecto!-me saludó con soltura.
Obvio que su saludo me pareció ofensivo, pero no tuve tiempo de procesar mi rabia, porque él me apretó entre sus brazos musculosos (¡ay!) y estampó un beso cavernícola en mi boca redondeada por aquel ¡oh! estupefacto.
Me comunicó que se había matriculado en Ingeniería Eléctrica y que se preparaba a revolucionar ese campo con sus geniales descubrimientos. Apenas se recibiera, nos casábamos.
Yo, que estaba feliz porque me habían admitido en Periodismo, tomé con humor aquella proposición un tanto apresurada, y ahí mismo nos juramos amor eterno.
La eternidad de nuestro amor duró un semestre.
Yo me enamoré de Fausto (sí, así se llamaba aquel pobre inocente, hijo de una madre admiradora de Goethe) y la figura de Gustavo se fue diluyendo en mi mente, como se diluye en el sol una motita de niebla.
Obvio que aquel sol deslumbrador era Fausto. Pero traía programado un eclipse.
 Me dejó por una tal Margarita, mucho más joven que él. Una chica de Secundaria. No supe si se vio envuelto en alguna oscura transacción con Mefistófeles para conquistar su amor, pero lo cierto fue que no volví a verle ni el pelo.
Durante un tiempo, Gustavo siguió escribiéndome. Pero pasaron los meses y casi sin darme cuenta, dejé de recibir noticias.
Nunca vi su nombre en los diarios como ganador del Premio Nacional de Ciencias. Menos del Nobel, por supuesto. Ni siquiera supe si se había titulado.
¿Qué habrá sido de él?
A veces lo imagino viviendo todavía en aquel pueblo perdido entre cerros. Lo veo tendido en lo alto de una colina, filosofando bajo el manto de las estrellas.... O dedicado a la crianza de burros y a la electrotecnia y soñando con combinar ambas cosas  para producir burros crespos.
Yo, por mi parte, me recibí de periodista junto a un millar de ilusos más, y terminé trabajando de recepcionista en un estudio de abogados… Y aquella novela inmortal que haría palidecer de envidia a los más renombrados escritores, todavía no pasa del primer capítulo....
Lo cierto es que la Vida se comió nuestros sueños y escupió las cáscaras.
 ¿Qué otra cosa podía pasar?