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lunes, 26 de marzo de 2012

TRAVESURAS DE AMOR.

Vivíamos en provincia, pero cuando empecé la Enseñanza Media, mis papás me mandaron a estudiar a Santiago.
Me matricularon en un liceo de Providencia, en el mismo barrio donde vivía Gisela, mi hermana mayor. Juan Pablo, que me precedía en edad, estaba en la Escuela Naval y lo veíamos muy poco.
Así es que mis papás se quedaron solos.
-¡Qué alivio!-dijo mi mamá. Pero se le llenaron los ojos de lágrimas y se vio que me iba a echar de menos.
Me fascinó irme a Santiago y vivir con Gisela, las dos solitas y libres como pájaros.
Eso creía yo, pero me di cuenta de inmediato de que ella se creía sustituta de mi mamá y se sentía con el deber de controlarme en todo.
Gisela es linda, con pelo castaño y ojos verdes, pero tan seria que llega a ser fome. ¡Ningún novio, nada! Del trabajo a la casa y vamos leyendo unas novelas gruesas que de solo mirarlas da sueño. Bueno, es profesora de Literatura, así es que qué otra cosa se podía esperar.
Un día llegó a verla una amiga casada, mayor que ella y se pusieron a conversar en el living.
Yo estaba tendida en la alfombra  con los audífonos puestos y fingía escuchar música llevando el ritmo con la cabeza, pero en realidad  seguía su charla con interés.
Rebeca, que así se llamaba la amiga, le empezó a hablar de un tal Raimundo, amigo de ella y de su marido y que estaba de capa caída por no sé qué descalabro sentimental.
Le dijo que no hallaban cómo sacarlo de la depresión y que necesitaba ilusionarse con algo, aunque fuera sólo una amistad con otra niña. En fin, bla bla...Lo que quería era que Gisela le mandara un mail, presentándose como amiga de Rebeca y le ofreciera correspondencia para darle ánimo.
Gisela dijo que no, que ni en sueños. Ya bastante tenía con su trabajo y con las preocupaciones que yo le daba, (¡bah! ¡Si soy un ángel!), para tener que estar preocupada más encima de un deprimido.
Rebeca no insistió, pero le dejó la dirección del correo electrónico de Raimundo, en un papelito sobre la mesa del living.
Apenas se fue, Gisela arrugó el papel y lo tiró al papelero.
Disimuladamente lo recogí y lo llevé a mi pieza. No tenía ningún plan preconcebido pero sabía que algo tenía que hacer.
Al final me decidí y me conecté a Internet. Si Gisela no quería escribirle, lo haría yo a nombre de ella.
Me imaginaba un tipo pálido de ojos tristes, con pinta de galán sufrido. No por nada en clases estábamos leyendo "Martín Rivas" y las penas de amor de ese personaje se las trasladé a Raimundo con entera facilidad.
En resumen, le mandé un correo, (mis iniciales coinciden con las de Gisela), y al otro día, ¡oh! qué emoción, vi que me había contestado.
Yo, por supuesto, me había hecho pasar por mi hermana. Le había dicho que tenía veinticuatro años y que hacía clases de Literatura en un Liceo de Providencia. Todos los datos correspondientes a la aburrida de Gisela, pero derrochando la simpatía que me es propia. Perdonen la falta de modestia...
El me contó que trabajaba en un Banco ,que tenía veintiséis años y que le gustaba mucho leer, sobre todo a los clásicos rusos. (¡Qué fome! Tal para cual con Gisela.)
Nos escribimos por dos semanas. Yo no sabía cómo iba a terminar la cosa, pero me sentía totalmente identificada con mi papel y toda esa ficción novelesca me tenía fascinada.
Hasta que él me pidió conocernos. ¡Bomba atómica! ¿Qué hacer?
Me dijo que me iba a esperar en un café del Drugstore, el Martes, a las dieciocho treinta. No se me ocurrió ningún pretexto para decirle que no.
Decidí ir, camuflada con mi uniforme escolar y mirarlo de lejos. ¡Por lo menos lo iba a conocer y ver si se parecía a Martín Rivas!
Lo vi sólo en una mesa. Adiviné que era él, porque tenía un aire bien triste, como de perro sin dueño y revolvía el café  sin parar, con expresión taciturna. A su lado, sobre la mesa, había un ramo de rosas amarillas.
¡Pobre inocente! Me bajaron la pena y los remordimientos por lo que había hecho. ¿Cómo arreglar el entuerto?
Pedí un helado y me senté en una mesa apartada de la suya. Desde ahí lo miraba y lo hallaba estupendo. Flaco y con lentes, pero regio igual. ¡Lo que se estaba perdiendo Gisela!
El pobre hombre levantaba a cada rato la vista hacia la puerta del local y se notaba que de a poco perdía la esperanza. Se iba como desinflando y hundiendo en la silla, presa del más negro desánimo.
Me paré y caminé hacia él.
-¿Tú eres Raimundo?
Me miró como alelado y asintió con la cabeza.
-Yo soy Gloria, la hermana de Gisela. Ella no pudo venir porque se enfermó  mi mamá y tuvo que ir a cuidarla. Dice que te va a escribir apenas salga de la preocupación.
El suspiró entre aliviado y triste. Se le veía en los ojos la desilusión. Pero bien al fondo le brillaban unas chispitas de esperanza.
-Estas rosas son para ella-dijo- ¿Se las puedes llevar?
Salí de estampida antes de que empezara a hacer preguntas que me pusieran en aprietos.
Llegué tarde a la casa. Ya oscurecía y Gisela me esperaba nerviosa.
Puso cara de alivio al verme, pero fiel al papel materno que se había adjudicado, me increpó severa:
-¿De dónde vienes?
Luego sus ojos se fijaron en el ramo de rosas.
-¿Y eso?
-Te las manda Raimundo-le contesté, acoquinada.
-¿Qué dices? ¿Cual Raimundo?
 No tuve más remedio que contarle todo.
Al principio se indignó y me dijo que ni soñara con que la iba a hacer entrar en mi estúpido juego.
-Por favor, por favor, por favor, Gisela- supliqué yo al borde del llanto- ¡perdóname por lo que hice! Me dio tanta pena que tú no quisieras consolarlo. ¡Es tan buenmozo, si lo vieras! Y tiene una cara tan triste que de sólo verlo dan ganas de sacar el pañuelo y ponerse a llorar.
-Yo no soy paño de lágrimas de nadie-me informó ella con enojo, y volvió a repetir que tenía demasiadas preocupaciones para querer una más.
Pero noté que dudaba...
Dos días después, me pidió la dirección del correo de Raimundo.
-¡Por favor, no me eches al agua!-le rogué-Todo lo que le escribí fueron cosas buenas de tí.
¡Por algo se ilusionó el pobre ángel!
Sonrió un poco, pero siempre con el ceño fruncido, para que yo no fuera a creer que me perdonaba.
No supe qué le escribió, pero días después llegó apurada del trabajo. Se puso su vestido más lindo y se peinó con un rodete en la nuca que la hace ver tan distinguida.
-¡Vuelvo pronto!-me avisó-¡Y no aproveches mi ausencia para hacer tus trastadas!
Volvió dos horas después.
Venía radiante. Caminaba como en sueños y se reía sola.
Traía otro ramo de rosas amarillas, más grande que el primero, y me fijé en la delicadeza con que las puso en un jarrón con agua, sobre su escritorio.
Para sacarla de su transe,  le dije que tenía hambre, pero no me contestó y se encerró en su pieza, seguro que para no tener que darme las gracias por el favor que le había hecho.
Pensé que, tal como iban las cosas, esa noche no habría comida, así es que me fui a la cocina y me preparé un sandwish.

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