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martes, 20 de marzo de 2012

ILUSIONES JUVENILES.

Conocí a Gustavo en un Liceo de provincia, donde ambos cursábamos Enseñanza Básica.
Yo tenía doce años y él, trece.
Lo bauticé Gus-Gus, como el ratón de la película de Cenicienta y lo hice esclavo de mis encantos todavía en estado premonitorio.
El era un ser extraño. Su cabeza, lo bastante grande para contener tanta neurona, tenía forma de pera y  a juzgar por el goteo incesante de su nariz, habría sido una pera de agua. Esa humedad constante había favorecido la aparición sobre su labio superior de una muzguito raquítico, precursor del bigote.
En aquella cabeza prominente se almacenaban ideas geniales. Era una rara mezcla de Platón con Stephen Hawkins, lo que le había granjeado en el curso el apodo de "Sabio Peluca".
Y en realidad, su pelo crecía indomable como un grito de rebelión.
El me amaba con la cantidad precisa de odio como para desear asesinarme y la cantidad suficiente de amor como para contenerse a tiempo. Se acercaba a mí con las manos firmemente empuñadas dentro de los bolsillos, imagino que para no ceder a la tentación de estrangularme.
Por supuesto, yo estaba constantemente enamorada de algún otro.
Al empezar la Enseñanza Media, mi familia se trasladó a Santiago y en mi horizonte sentimental se borró la estrambótica figura de Gustavo.
Sin pena, lo vi desaparecer tras la curva del tiempo, con aquel andar pasitrotero y ese aire digno y melancólico de genio incomprendido.
Seguramente, la araña azul de la imaginación continuó tejiendo su tela dentro de su cabeza, mientras seguía viviendo en aquel pueblo cerril, en cuyas colinas pastaba una ingente cantidad de burros.
Como en ese tiempo Internet todavía no se había apoderado de la vida de la gente y aún el correo ordinario funcionaba para las cartas de amor, al cabo de un año empecé a recibir sorpresivamente una andanada  epistolar, cuyo contenido me producía indignación o risa, pero nunca me dejaba indiferente.
Después de un tiempo, la correspondencia cesó y creí haberme librado de él. Imaginé que se había ahogado en una noria o había recibido en la nuca la coz de algún burro indómito.
Pasó otro año y un día, unos asmáticos toques de bocina frente a mi casa, me hicieron asomarme con curiosidad.
Vi estacionarse una camioneta bastante vieja, humeando y bufando como el dragón de San Jorge.
De ella se bajó airoso el mismo Santo en persona.
¡Gustavo! Que ya no era aquel ser estrafalario de pelo duro, sino un muchacho alto, no diré que buenmozo, porque no existen los milagros, pero nada de mal parecido.
Con un encanto troglodita que hacía desear ser arrastrada por el pelo en dirección a la caverna...
Me quedé mirándolo atónita mientras caminaba hacia mí con una sonrisa fulgurante y unos ojos que le chisporroteaban como cables de alto voltaje.
Hola, insecto!-me saludó con soltura.
Obvio que su saludo me pareció ofensivo, pero no tuve tiempo de procesar mi rabia, porque él me apretó entre sus brazos musculosos (¡ay!) y estampó un beso cavernícola en mi boca redondeada por aquel ¡oh! estupefacto.
Me comunicó que se había matriculado en Ingeniería Eléctrica y que se preparaba a revolucionar ese campo con sus geniales descubrimientos. Apenas se recibiera, nos casábamos.
Yo, que estaba feliz porque me habían admitido en Periodismo, tomé con humor aquella proposición un tanto apresurada, y ahí mismo nos juramos amor eterno.
La eternidad de nuestro amor duró un semestre.
Yo me enamoré de Fausto (sí, así se llamaba aquel pobre inocente, hijo de una madre admiradora de Goethe) y la figura de Gustavo se fue diluyendo en mi mente, como se diluye en el sol una motita de niebla.
Obvio que aquel sol deslumbrador era Fausto. Pero traía programado un eclipse.
 Me dejó por una tal Margarita, mucho más joven que él. Una chica de Secundaria. No supe si se vio envuelto en alguna oscura transacción con Mefistófeles para conquistar su amor, pero lo cierto fue que no volví a verle ni el pelo.
Durante un tiempo, Gustavo siguió escribiéndome. Pero pasaron los meses y casi sin darme cuenta, dejé de recibir noticias.
Nunca vi su nombre en los diarios como ganador del Premio Nacional de Ciencias. Menos del Nobel, por supuesto. Ni siquiera supe si se había titulado.
¿Qué habrá sido de él?
A veces lo imagino viviendo todavía en aquel pueblo perdido entre cerros. Lo veo tendido en lo alto de una colina, filosofando bajo el manto de las estrellas.... O dedicado a la crianza de burros y a la electrotecnia y soñando con combinar ambas cosas  para producir burros crespos.
Yo, por mi parte, me recibí de periodista junto a un millar de ilusos más, y terminé trabajando de recepcionista en un estudio de abogados… Y aquella novela inmortal que haría palidecer de envidia a los más renombrados escritores, todavía no pasa del primer capítulo....
Lo cierto es que la Vida se comió nuestros sueños y escupió las cáscaras.
 ¿Qué otra cosa podía pasar?

1 comentario:

  1. Un cuento con humor (algo salvaje) pero que señala una verdad triste, que la vida rompe los sueños y va a su aire. Aunque en este relato está claro desde un principio que los personajes no son demasiado compatibles en lo sentimental...
    Bien por las referencias culturales que introduces de vez en cuando.
    Buen domingo.
    J.

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