Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



martes, 29 de noviembre de 2011

UN CAFE EN EL CEMENTERIO.

(Para mi amigo Luis)

Cada vez que nos cruzábamos en la calle, ambos apurados rumbo a nuestros quehaceres, Joel exclamaba:
-¡Qué tiempo hace que no nos tomamos un café!
Y era cierto. Habíamos sido colegas de repartición en la Tesorería, durante muchos años. Pero luego tuve la oportunidad de un trabajo en una Empresa privada y no lo pensé dos veces.
No quedaba lejos de mi antiguo empleo así es que con cierta frecuencia me cruzaba con Joel  por alguna calle del centro.
-Y ¿cuando ese cafecito?-exclamaba al verme.
-Un día de éstos, Joel, nos hacemos un huequito. . . .
Pero ¡ay! eso nunca pasó y un día me enteré de que el huequito se lo habían hecho a él en el cementerio.
-Un cáncer fulminante-me informó un antiguo colega, bajando la voz como si temiera que la Muerte anduviera rondando todavía por ahí y lo fuera a mirar con ojos codiciosos.
-Pero ¿por qué no me avisaron?
-¡Fue todo tan rápido!. . . Sus hijos le ocultaron la verdad así es que no se le ocurrió despedirse de nadie. Hasta el final creyó que ese dolor en un lado de la espalda era ciática. . .
Quedé anonadado.
Volvía a verlo venir hacia mí, flaquito y esmirriado, siempre cargado con un portafolios. Caminaba encorvado, como si buscara algo. (Tal vez el aumento de sueldo que siempre le negaron. )Pero parecía presentir mi llegada, porque justo antes de cruzarnos levantaba la vista y una sonrisa afectuosa iluminaba su cara.
Ya no lo vería más.
La Muerte, de un manotazo lo había sacado de la vereda soleada para arrojarlo a la oscuridad  de una fosa.
En mi oído seguía resonando su voz con ese tono de dulce reproche al amigo ingrato que ahora sólo parecía tener tiempo para correr tras del dinero.
-¡Ay! Si tan siquiera un día hubiera dejado de lado los vaivenes de la Bolsa. Si hubiera tenido el valor heroico de desconectar el celular y apagar el computador para decirle:
-Joel ¿qué te parece si a las seis nos juntamos en el café de la esquina?
Pasé varias semanas deprimido, sopesando por primera vez la tiranía de esa  lucha por incrementar mis ingresos, que me apartaba de la calidez de los afectos.
 Averigüé la ubicación de su tumba y una tarde me dirigí al cementerio llevando un termos con café.
Me senté en la lápida y ahí mismo serví dos tazas.
-¡Aquí estoy, Joel, para que nos tomemos el cafecito que dilatamos tanto!. ¡Sírvete!
Y cogiendo el mío,  fui bebiendo lentamente mientras caía la tarde sobre los mausoleos.  Cerca de allí, la estatua de un ángel doliente parecía reprocharme lo tardío de mi gesto.
Dejé la taza de Joel servida sobre su tumba.
Cundían las sombras del atardecer y pronto cerrarían las puertas.
Apresuré el paso con el corazón acongojado pero sintiendo que en cierta forma había cumplido el compromiso con mi amigo.
Me había alejado un buen trecho, cuando,  estupefacto,  escuché su voz que me gritaba:
-¡La próxima vez, que sea descafeinado!

lunes, 28 de noviembre de 2011

EL SUEÑO.

Soñó que se adentraba en un bosque que iba haciéndose cada vez más espeso. Al principio, la atmósfera del Otoño era aún tibia y los rayos del sol, filtrándose entre el ramaje, eran dedos de oro pálido acariciando su frente.
Poco a poco, el aire se fue enfriando. Los árboles perdían sus hojas y pronto notó que sus pies hacían crujir una alfombra dorada, mientras las ramas iban quedando desnudas.
Hacía cada vez más frío y lo embargó la incertidumbre de no saber dónde se encontraba. ¿Cuándo llegaría al final de ese bosque interminable?
Vio caminando delante de él a una anciana que se encorvaba bajo el peso de un haz de leña.
-¿Le ayudo, abuela?-preguntó.
Al extender sus manos para coger la carga, vio que sus dedos se habían vuelto nudosos y su piel arrugada y reseca.
¿Era posible que llevara tanto tiempo caminando que hubiera envejecido sin darse cuenta?
Dejó atrás a la anciana en su ansiedad por salir del bosque.
Por fin, los árboles empezaron a ralear y entre los troncos desnudos divisó un resplandor pálido. Apuró el paso y logró dejar a sus espaldas el bosque sombrío.
Se encontró frente al mar.
Una brisa helada lo hizo temblar y se sintió desamparado frente a la gris inmensidad del agua.
Luego vio en la orilla una barca atestada de pasajeros. Alguien le hizo señas con un remo y comprendió que sólo a él lo esperaban para zarpar.
¿A dónde los llevarían? Sus compañeros de viaje  iban silenciosos, con los ojos fijos en la lejanía. Parecían aguzar la vista esperando ver algo que interrumpiera la inalterable superficie del agua.
Al fin, de la niebla brotó la silueta de una isla que se alzaba como una fortaleza de muros blanquecinos.
En la orilla los esperaba un grupo de gente. Sus rostros serenos reflejaban una dulce alegría como si llevaran mucho tiempo esperándolos y al fin su ansiedad terminara.
Entre ellos, distinguió de pronto a sus padres que le hacían señas. Al instante dejaron de agobiarlo la soledad y el miedo.
-Papá, mamá-susurró como cuando era niño y despertaba asustado en medio de la noche.

FAREWELL.

"Desde el fondo de ti y arrodillado
un niño triste como yo nos mira.
Por esa vida que arderá en sus venas
tendrían que amarrarse nuestras vidas".

Nunca imaginé que estos versos de Neruda llegaran a reflejar tan bien un episodio triste de mi vida.
Habían pasado casi seis años cuando toda la fuerza de los recuerdos pareció caer sobre mí, aplastándome.
Reviví el día en que huí como un cobarde cuando ella me dijo que estaba encinta. Había quedado  grabada en mi mente la escena de aquella tarde. Ella llorando parada en medio de la pieza y yo diciéndole que no quería ese hijo.
Me pregunto cómo pudo ser que la amara y al mismo tiempo la viera como una enemiga.
Me envolvió en sus brazos y la rechacé con rabia.
-Tú sabías que no quería compromisos-le grité-¿Pretendes cerrarme la puerta que se me abre ahora después de tanto esfuerzo?
Yo empezaba recién mi carrera literaria. Mi primera novela se había vendido bien. Por esos días había recibido un correo de mi agente diciéndome que en Francia se interesaban por comprarla. Esperaba vender los derechos a buen precio, pero juzgaba oportuno que viajara a Paris a hacer unas lecturas.
En medio de la embriaguez de mi éxito, no quería que nada me frenara.
Salí de ahí cerrando la puerta con violencia y a mi espalda resonó su voz llorosa como el gemido de un niño.
Días después partí sin haber vuelto a saber de ella. Me alivió que no tratara de comunicarse y supuse que había decidido resolver la situación de la forma que le había insinuado.
Pasé varios años viajando y dando charlas en Universidades. Me vi inmerso, sin mayor mérito, lo reconozco, en aquello que dieron en llamar "El Boom Latinoamericano".
Mis antiguas amistades, mis relaciones de juventud se perdieron en aquella vorágine.
Muchas veces pensé en Elena. Más de una vez apresuré el paso en la calle creyendo reconocer su figura menuda entre la muchedumbre. Siempre era otra, que se volvía a mirarme con inquietud o sospecha.
-Perdón, la he confundido-Y me alejaba apurado, antes de que ella, por su parte, reconociera al escritor cuya fotografía se veía en algunas vitrinas.
¡Elena! A veces surgía nítidamente ante mí su rostro dulce y trágico. Su cuerpo delgado como el de una niña, sacudido por los sollozos del abandono.
Pero nunca hice nada por volver a contactarla.
Hasta que una tarde me topé con Ramón a la entrada del Metro.
-¡Julio! ¡Qué gusto! No sabía que estabas en Chile. -exclamó con una ligera ironía-Como ahora viajas tanto. . .
Me invitó a un Bar y acepté con agrado.
El seguía trabajando en la misma Editorial donde habíamos sido compañeros. Me nombró a varios que ya no estaban y de pronto me preguntó:
-¿Te acuerdas de Elena?
Me quedé mudo y él pareció interpretarlo como una falla de mi memoria.
-¡Elena! La flaquita rubia de Recepción.  ¡Pero cómo no vas a acordarte si estuviste saliendo con ella!
-Sí, claro que me acuerdo-respondí con la voz enronquecida por la emoción.
-Todos creíamos que lo de ustedes iba en serio. Al menos ella parecía enamorada. . . Pero se ve que te olvidó fácilmente.
-¿Por qué lo dices?
-¡Pero si se casó pocos meses después de que partiste a Francia! Y nada menos que con el Gerente de Finanzas. . . Por supuesto que dejó de trabajar en seguida. ¿Para qué? ¡Imagínate! Le cambió la situación de la noche a la mañana.
-Supongo que ahora ya no va más por la Editorial.
No creas. Casi todos los Viernes, como salimos más temprano, viene a buscar a su marido con el niño. Porque tiene un hijo también. Rubio y flaquito, igual a ella. Debe andar por los cinco años. . .
Una sensación de angustia, como una garra, me aferró el corazón. Tuve miedo, quise escapar para no seguir escuchando.
Debo haberme puesto pálido porque Ramón me observó con curiosidad. Por un momento creí ver en sus ojos un destello sardónico, como si adivinara que el tema me trastornaba.
¿Cuánto sabía, en realidad? ¿No sería ese su desquite por mi triunfo como escritor que tal vez envidiaba?
Afortunadamente, mi profesión, tantas veces sujeta a críticas destructivas me ha enseñado a dominarme para no reflejar en mi rostro la verdad de mis emociones.
Me rehice en cosa de segundos y cambié de conversación a un tema agradable para ambos. Luego nos despedimos con un apretón de mano y esa frase tan poco sincera: "¡Nos vemos!" que equivale más bien a "¡Hasta nunca!"
El Viernes siguiente, antes de las seis, ya estaba apostado en la esquina de la Editorial.
Había empezado Junio y una ligera lluvia que cayera más temprano, había dejado las ramas de los árboles como envueltas en celofán. Subí el cuello de mi abrigo para esquivar el viento helado que se colaba entre los edificios.
De pronto, vi detenerse un taxi. De él bajó una elegante mujer envuelta en un abrigo oscuro. Una bufanda de piel rodeaba su cuello y ocultaba parte de su rostro. Tras ella tocaron la vereda los piececitos de un niño. Se tomó de su mano y ambos se dirigieron a la entrada.
La reconocí en seguida, porque sus ojos grises y su pelo rubio eran los mismos que un día había amado tanto. Y el niño. . . . Temblé al mirar su cara. ¿Cómo dudar de que era mi hijo si  se veía igual a un  retrato en el que yo aparecía junto a mi madre?
De pronto, Elena me vio. Enrojeció violentamente y luego toda la sangre pareció huir de su rostro para agolparse en su corazón. Un relámpago de odio cruzó por sus ojos.
En un instintivo gesto de protección estrechó al niño contra su cuerpo. Luego lo hizo subir casi corriendo la escalinata de la entrada y ambos desaparecieron hacia los ascensores.
Me quedé inmóvil en la vereda, petrificado por el dolor, recibiendo codazos y empujones de los transeúntes que se apuraban bajo la lluvia que volvía a caer.
Crucé a la vereda de enfrente y caminé como sonámbulo. Pasé frente a la vitrina de una librería. Había varios de mis libros expuestos y en una fotografía, una frase: "¡Lea el último éxito de Julio Roldán!".
Miré mi rostro reflejado en el vidrio y agregué con amarga ironía: "Y vea también su último fracaso. "

LA SONRISA.

A su papá, que era un pintor entre desconocido y fracasado, se le ocurrió bautizarla Gioconda.
Ella tenía doce años cuando recién conoció el retrato que había inspirado a su progenitor semejante desatino.
Fue cuando le contó que en el Liceo se burlaban de ella.
-¿Por qué me pusiste ese nombre tan feo?
Ofendido, él abrió la Historia del Arte que le servía para preparar sus clases y en un silencio   reverente, le señaló el retrato de la musa inmortal.
Ella contempló a una mujer de rostro inexpresivo que sin embargo parecía esconder un escabroso secreto. Apenas sonreía con la comisura de los labios pero sus ojos se burlaban del espectador con sutil ironía.
-¡Ni te imaginas lo que oculto!-Era la provocadora insinuación de ese rostro.
¿Un amante bajo la cama?
¿El cadáver del marido dentro de un baúl florentino?
Quizás sólo se trataba de que tenía los dientes feos y no los quería mostrar. . .
Rápidamente desechó esa prosaica hipótesis.
Indudablemente, había más que eso.  ¿Por qué, si no, generaciones de hombres se habían arrodillado frente al altar de su misterio para adorar esa sonrisa indescriptible?
Gioconda quedó sobrecogida contemplando el retrato. Sintió pesar sobre sus hombros un mito de siglos y ahora su nombre le pareció maravilloso.
Quiso saberlo todo acerca de la mujer que había servido de modelo. Pero se vio enfrentada a numerosas contradicciones.
Algunos decían que había sido la esposa de un comerciante,  quién encargó su retrato a Leonardo.
Pero si era así ¿por qué él nunca lo entregó y lo conservó como un tesoro hasta su muerte?
Había otra teoría que insinuaba que la Gioconda nunca existió y que era el autorretrato de Leonardo, tal como él hubiera querido ser.
Ante la imposibilidad de desentrañar el misterio, decidió parecerse a ella.
Se dejó crecer el pelo, se depiló las cejas dejándolas convertidas en una línea imperceptible y ensayó frente al espejo hasta lograr una semi sonrisa que pronto le dio fama de mujer enigmática.
Sólo que ella no tenía ningún secreto que ocultar.
Su rostro no era la mágica puerta que se abría hacia un mundo ignoto. Sólo enmascaraba una mente simple tiranizada por un corazón ingenuo.
Su padre, mientras tanto, la contemplaba preocupado.
Quizás no había sido una buena idea cargarla con ese nombre de leyenda.
Ahora Gioconda, en su ansiedad de mimetizarse con el retrato, se vestía de oscuro, cruzaba sus brazos sobre el pecho cada vez que podía y se quedaba mirando el vacío con un rostro impenetrable.
¿Cómo rescatarla de su obsesión?
Vino a sacarlo de la preocupación o a agregarle una nueva, el hecho de saber que su hija se había enamorado.
Quiso el destino que el objeto de su pasión se llamara Leonardo.
Pero él no tenía nada de renacentista y no vio en ella a una mujer misteriosa y seductora sino sólo a alguien carente de sentido del humor e incapaz de apreciar un buen chiste.
Decidió sacarla de su pose de esfinge y enseñarle a reírse con ganas y a disfrutar de la vida.
Tanto empeño le puso,  que un día que estaba particularmente ocurrente, logró por fin arrancarle una carcajada.
Gioconda se sorprendió de sí misma y luego se rió hasta que se le saltaron las lágrimas. Fue como si hubiera roto el marco del cuadro en el que estaba inmovilizada y saltado hacia la vida que la esperaba afuera.
Al otro día apareció con el pelo corto y las cejas delineadas. Su blusa escotada y su minifalda barrían de arriba abajo con todos los misterios.
No paró de sonreír en toda la mañana y en la tarde fue al dentista para que le blanquearan los dientes.

jueves, 24 de noviembre de 2011

VIDAS.

Martes.
El aviso que contesté decía: " Arriendo pieza con baño a universitario o persona que trabaje fuera".
Es un edificio antiguo pero lujoso, a dos cuadras del Metro.
La dueña, Amalia, es una mujer viuda. Sus hijos " de la noche a la mañana abandonaron el nido". Así dijo ella, un poco cursi la pobre. Uno partió a Nueva Zalanda por un año a trabajar en  cualquier cosa y el otro arrendó un departamento con un par de amigos.
Al parecer, le caí en gracia y cuando supo mi apellido se le iluminó la cara.
-¡Usted es de San Fernando, mi tierra!-exclamó-Pariente de la Fulanita, sin duda.
-Sobrina.
¡No hay como un buen apellido para abrir puertas!-pensé con sorna-Lástima que no alimente también.
Me arrendó la pieza sin vacilaciones.
Supe que tres veces por semana viene una mujer a hacer el aseo. Por una suma adicional podrá también lavar mi ropa.
¡Excelente! Ya estoy instalada.
Viernes.
Vuelvo del trabajo a las siete y paso de largo hacia mi pieza. Amalia está a veces en el comedor y me llama para que la acompañe a tomar una taza de té. Le pesa la soledad y me habla de sus hijos, de quienes sabe muy poco.
A veces un llamado-"Sí, mamita. ¡Nos vemos!"
Pero, no es más que una promesa.  De Nueva Zelanda llegó una postal el otro día. . . .
Le conté que soy separada, sin hijos, pero evité entrar en detalles. De todas formas, ya pasaron años y la herida se cerró.
Le dieron cinco puntos de sutura a mi corazón para frenar la hemorragia. Quedó una cicatriz fea que a veces me arde, todavía. . . Pero nadie puede verla y llevo puesta una máscara sonriente, tan adherida a la piel que ni yo misma sé lo que hay debajo.
Hace años, una tarde fui a buscar a mi marido al estudio de abogados que compartía con un amigo.
Dentro del armario del baño vi un rizador de pelo eléctrico y un frasco de perfume.
-¿De quién son?-pregunté.
-De Angélica, la chica que contesta el teléfono- dijo él, con voz neutra.
Pero ese rizador de pelo me hizo imaginar una melena exuberante. Ella llegaría apurada en las mañanas a completar su arreglo en la oficina. . .
Demasiada intimidad que despertó en mí el resquemor y la sospecha. Fue más bien un presentimiento.
Lo demás es una historia trivial que no merece la pena. Una de cada tres mujeres podrá contar la misma.
Domingo.
Hace dos días Amalia me avisó que arrendó el otro dormitorio. A un joven estudiante universitario, recomendado por unos amigos.
Recién esta mañana me lo topé en la cocina. Fui en bata a prepararme una taza de café y él pelaba una naranja, acodado en el mesón, mientras leía unos apuntes.
Pudorosa, me crucé la bata sobre el pecho, aunque no tengo mucho que ocultar y por lo demás, él no parecía interesado.
-Adrián-me dijo, estrechándome la mano.
Laura-respondí jovial. Y eso fue todo.
Lo miré a hurtadillas y me pareció buenmozo, aunque esa forma de vestir que tienen los jóvenes ahora me subleva. ¡Y el pelo! Erizado como un puerco espín, parece un grito de rebelión contra la fabricación de peinetas.  
Martes.
La presencia de Adrián tiene revolucionado el departamento. Sus entradas y salidas me tienen inquieta. Amalia le ha tomado cariño porque le recuerda al hijo ausente en ese país del que sólo conoce el nombre. Adrián se lo buscó en un Atlas y con eso se ganó su corazón definitivamente.
El otro día lo vi leyendo "El guardián en el centeno". Nos dio para comentarlo un rato y me apresuré a ofrecerle "Nueve cuentos". Ahora me mira con otros ojos. ¡Después de todo no soy una vieja!
Viernes.
En la soledad de mi dormitorio borro de mi cara esa eterna sonrisa que me hace ver más joven y que esconde mi amargura. Mi cara automáticamente revela mis cuarenta y ocho años. Mi boca aparece encerrada entre dos surcos y mis labios se ven pálidos y sin volumen.
Pero si sonrío, si levanto la barbilla y adopto esa actitud optimista que todos me conocen, hago retroceder el tiempo como por arte de magia.
Sin embargo, el espejo traidor me sorprende de pronto desnuda de artificios. Emerjo de él como de un agua oscura en la que mi juventud se ahogó sin dar un grito.
Lunes.
Adrián ha estado ausente esta semana. Después de un período de pruebas en el que apenas lo vimos, se ha marchado de vacaciones.
Fue con unos amigos a la playa, creo. Pablo y Andrea son dos compañeros con quienes ha formado un grupo de estudio. A menudo los nombra y de inmediato comprendo cuán excluida estoy de ese mundo.
Aunque me sorprendo leyendo los libros que le escucho nombrar y tratando de interesarme por las cosas que menciona. . .
Me siento inquieta. Un elemento nuevo, indefinible ha entrado a mi vida.  Me rebelo contra las propias restricciones que me he impuesto. Me doy ánimo diciéndome que aún soy joven. . .
Pero hace días quedó de pasar por mi pieza a recoger un libro.
Compré flores y dejé a la vista, como casualmente, unas tazas de café y unos bombones.
Hasta las nueve esperé escuchar sus pasos en el vestíbulo. Luego entendí que ya no vendría.
Sentí un odio mortal contra mí misma. Me paré frente al espejo y me arranqué el collar que me había puesto,  en un ridículo gesto de coquetería.
¡Vieja! ¡Vieja!-le grité a mi imagen.
Las cuentas del collar rodaron por los rincones y terminé llorando echada sobre la cama.
Cerca de las doce escuché el ruido de su llave en la puerta de entrada. Al otro día partió.
Jueves.
Llegó Adrián y lo noto cabizbajo.
Apenas me saludó hoy en la cocina. Se sirvió un café en silencio y se lo bebió con la mirada perdida.
Inútilmente traté de introducir algún tema. A todo contestaba con monosílabos.
Al fin se me ocurrió comentarle que había comprado un libro que sabía le interesaba leer.
Sonrió con algo de entusiasmo, pero no dijo nada.
Creo que algo le pasó durante su viaje a la playa. ¡Cómo quisiera lograr que confíe en mí!
Viernes.
Eran cerca de las ocho cuando escuché unos golpes suaves en la puerta.
Era Adrián que me sonreía en el umbral, entre tímido y deprimido.
Lo hice pasar y sin preguntarle nada puse el hervidor para servirle un café.
-Vengo a buscar el libro-me dijo-pero se sentó en el sillón como si no tuviera apuro por irse.
Feliz le pasé una taza y me acomodé frente a él, en el borde de la cama.
-Te veo desanimado desde que llegaste. ¿No te llevaste bien con tus amigos?
Calló largo rato y después empezó a hablar con la vista baja.
-"Formábamos un buen grupo los tres, con Pablo y Andrea. Estudiábamos juntos y en todo nos aveníamos. Con Pablo nos gustaba molestarla y hacerla rabiar. Yo nunca me detuve a pensar lo que existía entre nosotros. Sólo sabía que nos llevábamos bien.
Fuimos a la playa, a una casa que tienen los padres de ella. Esa tarde salimos a escalar las rocas y Pablo se torció un tobillo. Vimos cómo rápidamente se le empezaba a hinchar y a poner amoratado. Lo hice que me rodeara el cuello con un brazo y con la otra mano se afirmó en el hombro de Andrea. Casi en vilo lo llevamos hasta la casa.
Esa noche la pasó mal y varias veces me levanté a darle un vaso de agua. Tenía un poco de fiebre y desde mi pieza lo escuchaba revolverse en la cama y gemir.
Al otro día Andrea salió con unas amigas y yo me encargué de cuidarlo. Jugando, le di el almuerzo en la boca y me pasé la tarde a su lado, leyéndole. Me agradeció con lágrimas en los ojos los cuidados que le prodigué.
Andrea volvió tarde y la escuché en la cocina preparándose un té. No pasó a saludarme.
De todos modos me sentía feliz. Deseaba estar de nuevo con Pablo, riendo y bromeando como aquella tarde. Decidí sorprenderlo yendo a darle las buenas noches. Cuando me acercaba a su dormitorio, escuché un rumor de voces y risas contenidas. Golpeé y entré. Estaba en la cama con Andrea. Ni siquiera se dieron cuenta de mi presencia.
Llegué a mi pieza aturdido. Sentía un odio terrible contra ella. Sin saber cómo me encontré llorando.
-¡La odio! ¡La odio!-repetía con la boca hundida en la almohada. Esa noche no pude dormir. "
Se quedó callado y me miró interrogante.
Le sonreí con ternura y aunque en mi corazón se debatía una mezcla de dolor y de celos, le dije tomando su mano:
-No, Adrián. Tú no la odias. Tú la amas y fue recién esa noche cuando lo descubriste al verla con Pablo.
Me miró con rabia y  desprecio:
-Tú no entiendes nada, Laura. ¡La odio porque me separó de él!

miércoles, 23 de noviembre de 2011

EL DIARIO.

Hacía por lo menos diez años que llevaba un diario de vida. Había empezado a escribir sin propósito ninguno, una tarde en que volví triste del funeral de una tía. Tomé un cuaderno cualquiera y puse ahí toda mi congoja, no sólo por la muerte de ella sino por mi vida, que me parecía estéril y sin destino.
Descubrí entonces el inmenso alivio que representaba poder desahogarse. Ser triste, ser desgraciada en secreto, mientras una máscara sonriente me relacionaba con el resto de las personas.
-¡Usted siempre tan animada, Señorita Rosa! ¡Da gusto verla!
Y por dentro un sepulcro, un bosque de árboles congelados, un monte hecho con la ceniza de  los sueños consumidos.  
El alivio que me brindaba el diario me daba fuerzas para representar la pequeña farsa de optimismo que dejaba a salvo mi amor propio.
En la noche, después de corregir algunas pruebas y preparar las clases del día siguiente, abría el cuaderno y vertía en él todas las amarguras del día, la indolencia de los alumnos, la hipocresía de los colegas y esa visión de un páramo desolado extendiéndose frente a mí.
Después de perder a  mi madre,  (¡todos iban muriendo a mi alrededor! La Muerte atravesaba el bosque talando los árboles y congelando a los pájaros), me quedé viviendo sola con Eulalia, la que fuera mi nana y quién se encargaba de llevar la casa.
Al final del día, ella entraba en silencio al salón con su tejido, y se sentaba a mi lado mientras  preparaba las clases. El tic tac del reloj y el entrechocar de sus palillos eran la banda sonora de nuestra película sin argumento.
Luego me iba a mi dormitorio y abría mi cuaderno. Páginas enteras consagradas a la Tristeza, esa diosa implacable sobre cuyo altar se marchitaban todas mis flores. Días iguales como las hojas secas de un mismo árbol, que el viento va arrancando una por una.
Hasta que una noche, al abrir el diario, encontré otra letra. Alguien había escrito en mi ausencia.
Corrí al salón donde Eulalia ordenaba su tejido.
-¿Qué es esto?-le pregunté -¿Quién estuvo hoy aquí?
Primero me miró asustada y luego sonrió condescendiente.
-La señorita Lily, pues. Vino como usted le dijo.
-Pero, no entiendo. No conozco a ninguna Lily ni le he pedido a nadie que viniera.
Enmudeció, preocupada, y luego me contó lo sucedido.
-Cerca de las once, sonó el timbre y cuando abrí la puerta vi en el umbral a una señorita. Me dijo que venía de parte suya y que de ahora en adelante vendría todos los días a trabajar en un proyecto. Me pidió que le entregara el cuaderno que usted tiene sobre el velador.
-Aquí voy a escribir-me dijo-y Rosa lo leerá cuando llegue.
La dejé escribiendo y me fui a la cocina a preparar el almuerzo.
Al rato se asomó sonriendo y se despidió hasta mañana.
Me pareció un relato increíble pero me apresuré a tranquilizar a Eulalia. En realidad, ella no había tenido motivos para desconfiar.
Volví al dormitorio para leer con calma lo que la joven había escrito.
Empezaba contando que había despertado contenta y no sabía por qué.
"Tal vez tuve un sueño lindo del que ya no me acuerdo. "
"Amaneció lloviendo y a propósito saqué del closet mi bufanda roja para agregarle color al gris del día. En el Metro le di el asiento a una señora que llevaba un enorme ramo de flores y ella me regaló una. Al llegar a la oficina la puse en un vaso sobre el escritorio y todos los que pasaban se detenían a oler su perfume y se quedaban un rato contándome sus cosas. "
"El trabajo estuvo pesado y el teléfono sonó mil veces pero cada vez que me vencían el cansancio y el fastidio, miraba la flor y recuperaba fuerzas. "
"A la salida la llevé conmigo y la puse en el alféizar de la ventana para que respirara el aire de la noche. Pero esta mañana amaneció mustia. "
"Era una rosa. ¿Por qué se marchitó tan pronto?. Yo me llamo Lily que significa lirio. Y mi alma es un lirio azul como los que pintaba Van Gogh. Espero que no se marchite tan prematuramente como la rosa"
Ahí terminaba el relato.
Me dejó atónita. No hallaba explicación a lo sucedido. Pero decidí arriesgarme y, ante el asombro de Eulalia, le pedí que si venía de nuevo la dejara entrar sin ponerle problemas.
A la tarde siguiente, al llegar,  no alcancé a preguntar nada porque ella, sonriendo,  me hizo un gesto de asentimiento.
Corrí a mi pieza a leer el diario. De nuevo encontré esa letra menuda relatando un día tan diferente al mío.
¿Quién era Lily? Todo me decía que no podía ser real. Que era una especie de sueño diurno que se introducía en mi vida, quién sabe con qué propósito. Pero si era yo quién la soñaba ¿cómo Eulalia la veía también?
Quise desentrañar el misterio. Avisé al Liceo que estaba con gripe y me quedé en la casa esperándola.
Pero no llegó.
Al día siguiente tuve que volver al trabajo y ella de inmediato aprovechó mi ausencia para venir a escribir en mi diario.
Día a día íbamos alternando en el cuaderno mis páginas tristes con las suyas gozosas,  que eran como las velloritas, pugnando por florecer bajo la nieve. . .
Un día leí esto:
"Alguien escribe cosas amargas cuando no estoy. Es una mujer llamada Rosa. Ambas compartimos este diario, aunque somos tan diferentes. Ella cree que soy un sueño que se introduce en su vida. Yo creo que ella es una vida que se introduce en mis sueños.  ¡Pero es una vida tan desolada!. Quisiera poder darle mi sol y quedarme con su lluvia. Porque sé que al escuchar el repicar de las gotas en el vidrio de la ventana, no pensaré en que me voy a mojar los zapatos cuando vaya a tomar el Metro, sino en lo hermosos que se verán los árboles enjoyados de diamantes.  
"¿Será muy tarde para salvar su corazón?"
El primer día de vacaciones de Invierno, salí como si fuera a tomar el Metro,  pero me refugié en el café que queda frente al edificio.
A las once divisé a una joven de bufanda roja que entró saludando al portero como si lo conociera desde  siempre. Algo en ella me pareció familiar. Llevaba el pelo largo suelto sobre los hombros y un abrigo pasado de moda que creí haber visto en alguna parte.
Un rato después salió y pude mirar su cara. Se parecía a mí cuando tenía veinte años.
Se quedó parada en la vereda mirando hacia el café y era evidente que adivinó mi presencia tras los cristales, porque sonrió y agitó su mano en señal de adiós.
Fué la última vez que escribió en mi diario.
Ahora sólo escribo yo. Pero me doy cuenta de que son páginas menos amargas. Que bajo el influjo de Lily, he ido rescatando un poco de mi perdida juventud. Y que fue ese el propósito que ella tuvo para introducirse en mi vida.
Los días me parecen menos monótonos y a veces despierto alegre sin saber por qué. ¿Será que he tenido un sueño lindo del que ya no me acuerdo?
Me he sorprendido sonriendo con mis propios labios y no con los de la máscara que me ponía para enfrentar a la gente.
No sería raro que uno de estos días, alguien en el Metro me regale una flor.