Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



lunes, 14 de noviembre de 2011

LA MADRE DE FERNANDO.

Siempre me había preguntado qué se ocultaba tras el rostro apuesto de Fernando y su facha de "niño bien".
Nunca lo veíamos en los Happy Hours y ni siquiera asistía a los cumpleaños que celebrábamos durante las horas de oficina. Se quedaba en su escritorio, fingiendo que intercambiaba datos estadísticos urgentes con alguien de otra Sucursal.
Cuando llegó, trasladado desde Provincia, todas las mujeres de la Sección clavaron sus ojos en él, como alfileres en una mariposa, listas para exhibirlo en el insectario. Pero él, nada. No miraba a ninguna en especial y pronto se cansaron de llevarle al escritorio tazas de café y barritas de cereal que le calmaran el hambre de media mañana.
Incluso Paloma, el objeto de deseo de todos, intentó hacerse notar esponjando su plumaje cerca de él o riéndose fuerte de cualquier tontería.
¡Paloma! La misma que yo, ebrio de sus encantos, había asediado durante meses, sin lograr otra cosa que una sonrisa condescendiente o una palmadita en la nuca al pasar, como la que se le da al perro regalón cuando nos mueve la cola.
Temíamos que Fernando y su apuesta figura lograran  lo que todos habíamos anhelado, pero él no tuvo noticias de nuestra angustiada incertidumbre ni menos se percató de los dulces arrullos y despliegues de plumaje que le hacía Paloma.
¿Cuál era el misterio de Fernando?
Era amable y servicial. A todos les ayudaba a resolver problemas de trabajo o a poner adecuado respaldo a los programas computacionales.
Lo elegimos el mejor compañero y el Banco le regaló un juego de lapiceras de lujo. El agradeció con su sonrisa modesta pero en ningún momento se escuchó el débil crujido que anunciara una fisura en su coraza de hielo. Allí estaba él, rodeado por nosotros, pero siempre impenetrable y ajeno.
Al cabo de un año, nadie sabía más de lo que logramos averiguar el primer día. Que lo trasladaron desde Provincia, a petición propia, porque en Santiago tenía a su madre.
Un día en que salí atrasado, me sorprendió verlo en el mismo vagón del Metro en que me dirigía a casa. Sorteando la gente, recibiendo codazos y empujones, me llegué hasta él. Me sonrió amablemente, pero antes de que lograra dominarse, un débil destello de contrariedad cruzó por su rostro. Me arrepentí de haberme acercado, pero también disimulé y llené nuestro silencio con trivialidades de la oficina.
Sus movimientos me indicaron que bajaríamos en la misma estación y por discreción, fingí que mi destino era la próxima. Sonrió aliviado y descendió rápidamente, perdiéndose entre el gentío.
Yo compartía departamento con un amigo frente a la Plaza Brasil, y a pocas cuadras vivía mi madre con la tía Elsa, también viuda. Así es que decidí pasar a verlas y me bajé en Santa Ana.
Mi mamá, como siempre, me recibió eufórica y con tantos aspavientos  como si no hubiera ido en más de un año. Supongo que lo hacía para que me sintiera mal. Estaba tejiendo, como de costumbre, un sweter para mí. Esos eternos sweters que  me ponía sólo una vez, para ir a visitarla y luego pasaban al olvido en el fondo del closet.
Esa tarde estaba llena de novedades que contar.
Había conocido en la Plaza a una señora inválida que iba acompañada de una enfermera. Aunque llevaba un año en el barrio, recién había empezado a salir en su silla de ruedas.
Mi madre estaba fascinada con ella y me describió en detalle su belleza. Seguramente tendría más de cincuenta años, pero conservaba un cutis de magnolia (así dijo ella) y un abundante cabello rubio grisáseo, que caía hasta sus hombros. Hablaba poco-dijo mi mamá-y tenía una expresión fría, que no invitaba a la amistad. Pero la enfermera que la acompañaba hacía con entusiasmo el trabajo de relacionadora pública.
En mis sucesivas visitas, el tema de la dama inválida fue adquiriendo cada vez más relieve. El tejido se demoraba en su regazo mientras mi mamá se explayaba en las últimas novedades.
Había sabido que vivía con un hijo que llegaba todas las tardes a reemplazar a la enfermera, a eso de las siete.
Mi madre,  ladinamente, le dio a ésta su número de teléfono y dirección, por si "podía ser útil en algo".
Lo que ella esperaba era que se produjera la dichosa coyuntura que le permitiera saber más detalles de la enigmática señora.
Creo que la enfermera se tragó el anzuelo voluntariamente, porque estaba abrumada también de tanto mutismo y desesperada por contar todo lo que sabía.
Que no era poco, al decir de mi madre.
Una tarde lluviosa sonó el timbre y cuando la tía Elsa abrió la puerta, se la encontró en el umbral. Llevaba impermeable y una boina gris caída sobre un ojo.
-Pasé a ver a la Señora Elisita-aclaró vacilante.
¡Qué le han dicho a mi madre!
La hizo pasar y la instaló junto a la estufa, con una taza de té caliente en el regazo.
Era como decirle: ¡De aquí no te mueves hasta que lo cuentes todo!
 Y ella no se movió y todo lo contó.
Era una historia muy triste y muy extraña.
La enfermera la había sabido por una hermana de la señora, que fue la que la contrató.
Clemencia se llamaba la dama, pero su nombre parecía haberla abandonado hacía más de veinte años.
Estaba casada y tenía un hijito pequeño. Un día cualquiera, abandonó el hogar y se fue al extranjero detrás de un pintor que se la llevó a Italia.
¿Cuánto duró el romance? ¿Cuánto tiempo pasó antes de que él la dejara?
Nadie lo supo nunca, porque ella no volvió.
Mientras, el padre crió solo a su hijo, poniendo en ello todo el amor desgarrado que le dejara su mujer al abandonarlos y toda la amargura de no poder perdonarla.
El niño creció ensimismado y melancólico. Tal vez el padre le trasmitió sin querer todos aquellos sentimientos .
Murió cuando ya el hijo era adulto, sin haber tenido nunca noticias de Clemencia.
Ella no había intentado  siquiera acercarse al niño en todos esos años. Ni siquiera se sabía que había vuelto a Chile.
Luego vino el accidente y quedó inválida. Su hermana hizo las averiguaciones del caso y logró ubicarlo, a través de otros familiares.
Y él, que había sido abandonado cuando niño, que no volvió a saber del amor de su madre, porque ella nunca lo buscó para dárselo, sin vacilar se hizo cargo de todo.
Cuando terminó su relato, mi mamá y mi tía derramaban lágrimas y la enfermera parecía querer pasar con sorbos de té el nudo de ira que tenía en la garganta.
La siguiente noticia la tuve semanas después.
Mi madre me llamó para contarme que la señora Clemencia estaba grave. Un coágulo pulmonar la tenía en la UTI. La enfermera, ahora una amiga, pasaba a darles las últimas novedades, que no eran en absoluto alentadoras.
¿Cómo no adiviné que aquello coincidía con el velo de preocupación que ensombrecía el rostro de Fernando?
Días después salió con permiso y supimos que su madre había muerto. Hubo conmoción y algunas lágrimas entre las compañeras, porque todos lo estimábamos.
Pero sólo yo podía adivinar la magnitud del dolor que lo embargaría.
Pero ¿era un dolor por el amor perdido o algo peor que eso?
 Tal vez sólo la continuación del vacío, de la tumba abierta en su corazón desde que él tenía cinco años.

1 comentario:

  1. Interesante, pero faltó más coherencia en el proceso narrativo. Faltó atar ciertos cabos y eso restó claridad al relato.

    ResponderEliminar