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jueves, 10 de noviembre de 2011

UNOS TRAGOS DE MAS.

Estaba oscuro cuando Claudia salió del restaurante. Se sentía mareada por los tragos de más que había tomado. Y lo peor era que en lugar de animarla, la habían hecho sentirse aún más deprimida.
Mientras se dirigía al estacionamiento, le pareció que no caminaba sino que descendía, cada vez más profundamente, al fondo del pozo  en el que había empezado a precipitarse hacía más de un año.
Buscó en su cartera las llaves del auto. Pensó que no debería manejar así, pero ¿qué otra cosa le quedaba? No quería ponerse en evidencia pidiendo que alguien la llevara.  
¡Nunca debió asistir a esa despedida!
Para verlo sonriente, al lado de su mujer, exponiendo sus planes en la Universidad extranjera. Y todos felicitándolo por aquel magnífico ascenso en su carrera docente. . .
No la había mirado ni una vez y ella se había mantenido alejada, siempre con un vaso en la mano y esa sonrisa fija que le tensaba los labios hasta causarle dolor.
Había sido una aventura, nada más que eso. Ella fue la ingenua que trató de imprimirle el carácter de Amor. La que llegó a sentir amor, en aquellos meses en que él la buscó y la sedujo sin esfuerzo. Su único alivio era saber que nadie en la Facultad llegó a sospechar nada. ¡Habría sido un escándalo! Y ambos se cuidaron de fingir una camaradería superficial durante los meses que duró su relación.
 Luego, él se fue alejando de a poco. ¡Cuánto lloró al darse cuenta de cómo se ingeniaba para ir espaciando sus citas! Una cada quince días, una al mes y después, nada.
Una tarde lo llamó a su celular, llorando. El la escuchó en un silencio helado y sólo repitió varias veces:
-¡Cálmate, Claudia! ¡Cálmate, por favor!.
Sin darle explicaciones ni negar su alejamiento.
Y ahora se iba.
Caminó un poco insegura, sintiendo las rodillas flojas. El estacionamiento que había encontrado quedaba más lejos de lo que recordaba. No pudo elegir, dado que el del restaurante ya estaba lleno cuando llegó a la fiesta.
Estaba muy oscuro y las débiles luces apenas iluminaban los autos estacionados. Al fin localizó el suyo a través de las lágrimas que nublaban sus ojos.
Al llegar a él, se le cayeron las llaves golpeando el pavimento con un tintineo que le pareció burlón. Tanteó el suelo buscándolas y cuando las halló junto a la rueda, escuchó una voz a sus espaldas que le decía:
-¡Démelas!
-¿Qué?
-Las llaves¡ Démelas, le digo!.
-Por favor, por favor, sólo lléveselo-gimió Claudia.
No quiso mirarlo ni una sola vez. Sabía que más peligroso sería si veía su cara.
El abrió la portezuela y la empujó al interior.
Ella se sentó con la frente apoyada en el volante. El miedo la paralizaba.
¡Cuánto lamentaba ahora no haber seguido ese curso de defensa personal al que la habían invitado unas amigas!. Pero ¿acaso habría podido aplicarlo en esa situación?.
-Conduzca-le dijo él, perentorio.
-Por favor, en mi cartera hay cincuenta mil pesos. Lléveselos y déjeme ir.
El soltó una risa burlona.
-Puedo conseguir más dinero-insistió Claudia-Podemos ir a un cajero automático.
El hombre volvió a reírse con aquella risa un poco ronca, que no sonaba amenazadora sino que llena de humor.
-¿A dónde vive?
Claudia se sintió perdida. En su casa no había nadie. Su hermano le había avisado que saldría el fin de semana. Rogó silenciosamente porque algo lo hubiera demorado.
Resignada, enfiló por la Avenida que llevaba a  su calle.
-¡No conduzca tan apurada! ¿Quiere que la detengan por manejar ebria?
-¡No estoy ebria!-exclamó ella, pero al abrir la boca, su aliento impregnado de alcohol la denunció,  avergonzándola.
Al llegar frente a su casa, vio que estaba oscura. ¡Nadie! Detuvo el motor y esperó en silencio.
Ni una sola vez había mirado al hombre.
Este se volvió hacia ella y con una risa suave, le cogió la barbilla y la obligó a mirarlo.
-¿No me reconoce?
Ella vio con sorpresa el rostro agradable de un hombre enfundado en un traje formal. Sus ojos la miraban brillantes de malicia.
-Soy Pablo Sárate. Estuvimos juntos en la fiesta. Vine a reemplazar al profesor que se va.
Claudia se quedó muda y luego un intenso rubor hizo arder  sus mejillas.
-No se avergüence. La verdad es que yo la dejé creer que la estaba asaltando. Quise darle una lección cuando la vi tomar tanto, sabiendo que iba a conducir.
Ella se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos.
-No llore-le dijo él con simpatía-No vale la pena.  ¡Ya lo olvidará! Cuando se está sufriendo, no se cree en el poder del olvido. Pero, yo le garantizo que lo va a olvidar mucho antes de lo que espera.
Claudia lo miró consternada.
-No tema. Nadie lo sabe.  Sólo yo me di cuenta esta noche, quizás porque me la pasé mirándola.
Y en sus ojos había una ternura risueña.
-Váyase a dormir ahora. ¡Y el Lunes nos vemos en la Facultad!.

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