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miércoles, 2 de noviembre de 2011

RUIDOS EN EL SOTANO.

Me alcanzó el puntaje para quedar en la carrera que quería: Química en la Universidad de Santiago. Como nosotros vivíamos en provincia, mi mamá consiguió que unos amigos de ella me recibieran como pensionista.
La casa quedaba cerca de la Universidad, en el Barrio General Velasquez. Era una casa bien grande, con dos pisos y un sótano. La familia la formaba un matrimonio con dos hijos: Manuela y Alfredo.
Manuela tenía más o menos mi edad y estudiaba diseño. Alfredo era algo menor y no hacía nada. Literalmente. Siempre lo veía sentado inmóvil frente al televisor apagado. Tenía unos ojos fijos e inexpresivos y una cara impávida que sin embargo, de vez en cuando, se crispaba como si una erupción volcánica se estuviera incubando en su interior.
Hora tras hora, con la vista fija en la pantalla negra, era como para preocuparse, pero a nadie parecía importarle.
Yo nunca había visto un asesino, pero al mirarle los ojos, concebí la idea de que Alfredo era uno, o al menos llegaría a serlo a corto plazo.
No me preocupé mucho porque desde el principio supe que yo no sería la víctima. Ni me miraba cuando pasaba frente a él, pero a Manuela la seguía con los ojos y era entonces cuando le venían esos extraños tics que le hacían tiritar un lado de la cara.
Yo salía a mis clases cada día y en la tarde subía a estudiar a mi pieza. Compartía las comidas con la familia y en general se desarrollaban en silencio. Excepto cuando el padre encendía el televisor para el noticiero de las nueve y entonces nos acompañaba el relato de los abusos y los crímenes de cada día.
Al cabo de unas semanas murió un pariente y el matrimonio decidió viajar a la ciudad donde se realizarían las exequias.
Manuela y yo seguimos asistiendo normalmente a clases y Alfredo siguió sentado en el sillón con su cara impenetrable.
Una tarde, al volver de la Universidad, supe que la cosa había sucedido.
No es que hubiera manchas de sangre en la pared o un martillo botado en la escalera. Pero no vi a Manuela y algo flotaba en el aire que me puso en alerta.
Alfredo estaba como siempre en el sillón, pero se veía relajado y una semi sonrisa flotaba sobre sus labios. Ya no se veía rígido sino desmadejado y lánguido y las contracciones de su cara habían desaparecido.
Comimos en silencio y luego me fui a estudiar a mi pieza. Lo que hubiera pasado no era cosa mía y a la mañana siguiente tenía prueba global.
Al anochecer del otro día llegaron los padres. Me llamó la atención que ninguno de los dos preguntara por Manuela.
La madre puso la mesa para la cena, callada y tranquila, como si no faltara nadie.
Entonces fui yo, en un rapto de audacia suicida, la que preguntó por ella.
-Está arriba, estudiando en su pieza-contestó Alfredo sin mirarme.
Y todos seguimos comiendo mientras se escuchaban las noticias. Justo hablaban de un feroz asesinato, pero nadie hizo ningún comentario.
Dos días después volví de clases más temprano y fui al patio a regar mis plantas. Tenía varios maceteros con flores que me había regalado mi mamá. Vi que una begonia estaba casi seca y observé que tenía las raíces al aire. Decidí bajar al sótano a sacar un poco de tierra de hoja de un saco que había divisado en un rincón.
Al  llegar a la mitad  de la escalera  vi a Alfredo sacando las baldosas del piso con una picota. A su lado yacían los cadáveres de sus padres. Alcancé a ver que a la madre le faltaba parte de la cabeza, como si se la hubieran rebanado con un hacha.
Alfredo estaba tan concentrado en su tarea que no escuchó mis pasos,  así es que retrocedí en puntillas y me fui al patio a seguir regando.
No pensé que tuviera que hacer nada con respecto a lo que había visto. Total, ellos no eran familiares míos. Además, estaba segura de que pronto se descubriría el asesinato.
Tal cual. No pasaron ni dos días y un auto de Investigaciones se detuvo frente a la puerta. Seguramente algún vecino había notado la extraña desaparición de casi toda la familia. O bien alguien escuchó ruidos sospechosos en el sótano.
A mí también me llevaron detenida, pero les dije que no era cómplice. Que sólo me había mantenido al margen y mi única falta era por omisión. Pensaron que había sido por temor a Alfredo y no consideré necesario sacarlos de su error.
Al final me soltaron y fui a la casa a recoger mi equipaje. Había un policía custodiando la puerta. Le expliqué mi situación y me dejó pasar.
Al bajar con la maleta vi al gato que maullaba y razguñaba la puerta del sótano. Pero los cuerpos ya no estaban ahí, naturalmente.
Le dí leche en un plato y acaricié su lomo. Confiaba en que algún vecino se hiciera cargo de él.
¡Pobre gatito! Era tan regalón. . . .    

1 comentario:

  1. La temática es buena. Falta que el relato sea verosímil, porque es extraño que alguien esté permanentemente observando una TV apagada, que nadie se de cuenta que falta una persona en una familia con tan pocos integrantes, que a la protagonista no le importe nadie más que si misma y sin embargo lo sienta por el gato.
    Waldemar

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