Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



viernes, 28 de septiembre de 2012

LLUVIA DE PRIMAVERA.

A pesar de que la Primavera había llegado oficialmente, amaneció nublado y al rato empezó a caer una llovizna helada.
Marcos había salido sin paraguas, pero no le importó. ¡No era más que un engorro!  Se subió el cuello de la chaqueta y apuró el paso hacia la estación del Metro.
Pensó que era muy grata aquella lluvia primaveral, que realzaba los colores de las flores y el verde sedoso de las hojas nuevas.
Sólo que, rápidamente, se le mojaron los vidrios de los lentes y ya no vio más que vagos contornos a su alrededor.
Se los había sacado para limpiarlos, cuando sorpresivamente, una joven que corría llorando chocó contra él.
Instintivamente la sujetó y ella se quedó quieta unos segundos, con la cara apretada contra el pecho de Marcos y sollozando como si se le rompiera el corazón.
Luego, quiso huir, pero él la retuvo por el brazo.
-¡Espera! ¡No vayas corriendo así, que te puedes caer!
Ella no respondió y de nuevo intentó zafarse de la mano que la retenía.
Marcos insistió:
-¡Escúchame! Está  lloviendo con mucho frío y creo que a los dos nos haría bien una taza de café.
La joven se dejó llevar dócilmente hasta un local cercano. Marcos ordenó dos café y, al mirar la carita casi infantil que tenía delante, agregó :
-¡Que sean con leche!
Se sentó frente a ella y por primera vez se miraron de frente.
Marcos tenía ante sí a una jovencita de unos diecisiete años, con los ojos enrojecidos por el llanto y una nariz pequeña salpicada de pecas.
La vio ruborizarse al enfrentar su mirada y le dijo con ternura:
-No te avergüences. Fui yo el que chocó contigo, por ir limpiando mis lentes. Y me alegro de que haya pasado. Así es que tranquilízate y toma el café, ahora que está caliente.
Ella obedeció y luego de soltar un par de temblorosos suspiros, pareció más calmada.
-¿Cómo te llamas?-le preguntó Marcos.
-Felicidad.
-¡No me digas! ¡Nunca creí que vería a la Felicidad llorando!
Ella lo miró enojada.
-¡No te enojes! Es sólo una broma.
Y luego agregó, sin poder evitar el seguirse burlando:
-Bueno, dicen que de Felicidad también se llora...
La niña, ofuscada, se paró para irse.
-¡Perdóname! No quise ser antipático... Es que tienes un nombre muy especial.
-Me lo puso mi papá. Pensó que si me llamaba así, la Tristeza pasaría por mi lado, sin tocarme. ¡Y ya ves!
-Creo que más que tristeza, era rabia lo que sentías. Por tu novio ¿verdad?
-Es cierto. El se burló de mí y, para colmo, le di la satisfacción de verme llorar.
-¿Y donde ibas cuando tropezamos?
-A ninguna parte...No sé... Sólo quería alejarme de él y no darle el gusto de comprobar cuanto me había herido.
-¡Verás qué fácil te resultará olvidar este desengaño!  A tu edad, las lágrimas son como las lluvias de Primavera.  Al poco rato, se evaporan al sol.
-¡Hablas como si fueras un viejo!
-Bueno, no tanto, pero no cabe duda de que soy mayor que tú.
Por primera vez, advirtió que ella llevaba uniforme de colegio.
-¿Y no tenías que ir a clases hoy?
-Sí, pero preferiría volver a mi casa. Le diré a mi mamá que me sentía enferma.
 -¿Me permites que vaya a dejarte?
Marcos miró de soslayo su reloj y comprobó que había perdido la primera hora en la Facultad.
¡Qué más da! -pensó- ¡Conseguiré los apuntes!
Le tomó la punta de los dedos por sobre la mesa y vio que tenía las uñas cortitas y algo mordisqueadas. Conmovido, la miró a los ojos y notó que eran castaños y transparentes, como dos gotas de miel.
Ella retiró la mano, avergonzada y le dijo, burlona:
-Con esos lentes te pareces a Clark Kent. ¡En una de esas, te metes a una casilla telefónica y sales convertido en Superman!
-¿Te estás desquitando, porque me reí de tu nombre?
Al verla sonreír con las mejillas arreboladas, Marcos, que era muy romántico,  se acordó de las flores que esa mañana había visto resplandecer bajo la lluvia.
Caminaron en silencio, sin apuro.
Hacía frío, pero trocitos de cielo azul se asomaban entre las nubes.
A cada pocos pasos, se miraban de reojo y sonreían.
Marcos pensó, de pronto, sorprendido y contento:
-¿Quién iba a decirme, cuando me levanté esta mañana, que hoy iba a encontrarme con la Felicidad?

miércoles, 26 de septiembre de 2012

JUEGOS DE AZAR.

Julián yacía conectado a varias máquinas que sostenían su vida. Ese leve hálito, casi imperceptible, que aún quedaba en su cuerpo maltrecho.
Los doctores no explicaban nada.
"Estable dentro de su gravedad" era el ambiguo diagnóstico.
Rosa se desesperaba. ¡No quería perderlo!
Para darse ánimo, le compró una camisa rosada, a tono con la Primavera que había llegado, para que la usara al salir de la Clínica.
Se lo imaginaba sentado en la cama, libre ya de la maraña de tubos, desenvolviendo el paquete con sonrisa expectante.
Pero, la mayoría del tiempo, la dominaba el pesimismo.
¿Qué sería de ella si Julián moría ?
Se le ocurrió poner un letrero en la puerta de su pieza :
"Se prohíbe la entrada a La Muerte"
 Los médicos sonrieron con lástima y la dejaron hacer.
Una tarde, llegó La Muerte a cumplir con su tarea y al ver el letrero, se detuvo indecisa.
Se asomó por la rendija de la puerta y vio que adentro estaba Rosa, montando guardia junto al lecho de Julián.
Su cara, pálida y decidida, le advertía que por ningún motivo la dejaría acercarse.
-¡Ya veremos!- dijo La Muerte- ¡Ya veremos!
Fue al vestidor de las enfermeras y sacó un uniforme del armario.
Se miró al espejo satisfecha. ¡Podría engañar a cualquiera!
Golpeó discretamente en la puerta de la pieza.
-¡Vengo a tomar la presión del enfermo!- anunció con tono profesional.
-Pero  ¡si acaba de venir otra enfermera!-  exclamó Rosa y sospechando la verdadera identidad de la mujer, le gritó:
-¿Quién es usted? ¡Qué quiere aquí?
La Muerte retrocedió y se alejó por el pasillo sin contestarle.
Decidió disfrazarse de mucama.
Se puso un guardapolvo azul y una cofia hundida hasta las cejas.
Sabía que si alguien la miraba con atención, vería en sus ojos oscuros el abismo de lo definitivo. Y que la palidez de su cara sin sangre, la delataría sin remedio.
Así es que se abrochó el guardapolvo hasta la barbilla y procuró que la gorra le ocultara la mitad del rostro.
Avanzó por el pasillo, empujando el carro del aseo y golpeó suavemente en la puerta de Julián.
Rosa se asomó y la miró con sospecha.
La Muerte permaneció frente a ella, humilde y lastimera, como rogándole:
-¡No me perjudique en mi trabajo!  Es lo que hago para ganarme la vida...
Pero Rosa, al mirar el contenido del carro, advirtió entre los plumeros y escobillones, el brillo siniestro de la guadaña.
-¡No, no!  ¡Váyase de aquí, bruja despiadada!
La Muerte se alejó, arrastrando los pies con fastidio. Estaba empezando a perder la paciencia.
Se hacía tarde y tenía varios encargos para ese día. Abrió su libreta negra y comprobó que le quedaban otras cinco visitas por hacer.
¡Había que terminar de una vez con ese empecinamiento!
Entró a una tienda y compró un traje de dos piezas. Se hizo un sobrio rodete en la nuca y se premunió de un maletín de vendedora.
Golpeó dulcemente en la puerta del cuarto del enfermo.
-¿Quién es?- preguntó Rosa con voz desconfiada y se asomó por un insterticio.
-¡Buenas tardes, señora! Vengo de la Agencia de Lotería a ofrecerle un número para el próximo sorteo. ¡ Algo me dice que usted comprará el boleto premiado...!
A Rosa le brillaron los ojos de inmediato, porque era una fanática de los juegos de azar.
Al ver el resplandor de codicia que iluminó su cara, La Muerte la urgió:
-Tengo que entrar, eso sí, para mostrarle los números. Además, están prohibidos los vendedores aquí.  ¡Si alguien me viera....!
Rosa la dejó pasar y La Muerte desplegó ante sus ojos los pliegos de enteros de la Lotería.
-¡Oh!-  dijo Rosa, afligida- Sólo podré comprar dos vigésimos, porque no me alcanza el dinero para más.
- ¡No se aflija!  Hay un enorme pozo acumulado, así que dos vigésimos del entero le harán ganar cincuenta millones de pesos.
-¡Cincuenta millones!- balbuceó Rosa, emocionada.
La Muerte sacó una tijera de su maletín. Cortó el papel diestramente y luego, como un rayo, se precipitó hacia la cama de Julián y en un solo chasquido siniestro, cortó todos los tubos que lo mantenían con vida.
Luego, salió sonriendo triunfalmente y se desvaneció en el pasillo, como si fuera de humo.
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Días después, la viuda recibió la inesperada visita del ejecutivo de una compañía de seguros.
-Señora Rosa, le informó- Su marido dejó un seguro de vida a su nombre. Tenga la bondad de pasar por nuestra oficina, para formalizar el trámite.
-¿Y a cuánto asciende el seguro?- preguntó la mujer, con un hilo de voz.
-A cincuenta millones de pesos. 

lunes, 24 de septiembre de 2012

CAMBIO DE ESTACION.

La Primavera hizo su entrada puntualmente el día veintiuno. Y se resfrió.
El Invierno, que tenía pocas ganas de irse, había estado recién haciendo su maleta.
Un aguacero y una tarde de granizo se resistían a entrar junto con el resto del equipaje, y el viejo tenía unas ganas locas de arrojarlos sobre la tierra antes de irse.
No era cosa de abandonar el campo de batalla sin disparar un par de tiros como despedida.
Además, le cargaba la Primavera.
 Esa chiquilla loca que llegaba lanzando flores a diestra y siniestra y bailando con los pies desnudos sobre las praderas.
¡Quién sabe por qué no envejecía nunca!
Siempre saltando y correteando, como una niña. Y con un séquito de mariposas incondicionales que la seguía a todas partes y la envolvía como un manto multicolor.
En cambio, el Invierno siempre había sido viejo. No se acordaba de haber conocido la juventud, ni siquiera en los albores de la creación.
Rezongaba, gruñía y sacudía la tierra con sus vientos huracanados.
Llegaba vestido con su viejo impermeable de niebla y cargado con el bolsón de las tempestades.
Al verlo aparecer, los árboles temblaban asustados y en un solo suspiro, soltaban sus últimas hojas.
Quedaban desnudos y ateridos y la escarcha aprovechaba para envolverlos en papel celofán y congelarles la savia que animaba sus corazones.
Pero, ahora, el viejo malhumorado se iba.
Porque la fecha en el calendario se lo exigía, no porque de verdad quisiera irse.
Sólo por aparentar que acataba las normas, se sentó sobre su maleta, tratando de cerrarla.
Un relámpago travieso se escapó y le chamuscó los faldones del abrigo.
Lo volvió a meter, bien apretado entre dos nubarrones, pero el aguacero y la tarde con granizos, definitivamente se quedaron afuera.
-¡No tengo más remedio!- dijo en voz alta el Invierno, fingiendo contrariedad. Pero en  el fondo estaba feliz de tener una disculpa para soltarlos sobre los campos.
El aguacero salió de estampida y se lanzó sobre los cerezos recién florecidos.
Inundó varios nidos y mató a los pajaritos sin plumas que piaban en su interior.
El pasto quedó cubierto por un manto de pétalos.
-¡Habríamos podido llegar a ser sabrosas frutas!- exclamaron las flores al expirar.
Bajó la temperatura y entró en acción el granizo.
Brincó con sus zapatitos de vidrio sobre los techos y golpeó en las ventanas, llamando a los niños a jugar.
Sus abalorios de hielo enjoyaron los prados y troncharon los tallos de los juncos que acababan de florecer.
Y en ese preciso momento, llegó la Primavera.
Venía riendo y saltando por el camino.
Un cinturón de pájaros ajustaba su túnica y las mariposas brillaban como gemas de mil colores, engarzadas en el oro de sus cabellos.
De pronto, sus pies desnudos se hundieron en un charco de agua helada. Y en lugar de escuchar el trino de los pájaros, saludándola, oyó el rugido del viento y el zapateo del granizo, bailando sobre los tejados.
Se detuvo sorprendida y un escalofrío la hizo estremecer.
Su túnica mojada se adhirió a su cuerpo y asustadas, las mariposas se escondieron entre sus cabellos, tratando de proteger sus alas de la furia del vendaval.
La Primavera estornudó.
Algunos árboles se apresuraron a tenderle sus hojitas verdes, recién estrenadas, para que las usara de pañuelo.
 Pero ya el mal estaba hecho.  ¡Se había resfriado!
El Invierno se rió con crueldad.
Se hundió el sombrero hasta los ojos, tomó su maleta y partió a la Estación a tomar el tren que lo llevaría al otro hemisferio.


YA VEREMOS.

René era un amor que yo había hecho durar a lo largo de toda mi vida.
Adolescente, adulta y mujer madura.
Soltera, casada y divorciada.
Había colgado su retrato en una pared de mi corazón, la más iluminada, esa que nos recibe al abrir la puerta.
Lo colgué a los diecisiete años y había continuado ahí, inamovible, a lo largo del tiempo.
Por supuesto, había sufrido trasformaciones.
De muchacho flaco de pelo oscuro había evolucionado a señor bajito, algo panzón y con el pelo y la barba completamente blancos, como si fuera el mismísimo Santa Klauss.
¡Y yo he creído en Santa Klauss toda mi vida!
Es decir, hasta hace un tiempo. Porque ahora he empezado a dudar, con un escepticismo lacerante...
Todo empezó cuando  René me cortó el rostro con el cuchillo de la indiferencia.
 ¿O debo decir mejor:  con el cuchillo de su ira glacial,  de su rencor hipotérmico?
(Los odios fríos son los más demoledores.)
Las cosas pasaron así.
René, que es pintor, (no de los que ganan plata pintando casas, sino de los otros...), me llamó un día para contarme que yo tenía una admiradora. Una alumna suya de Arte, que había leído los cuentos de mi blog y deseaba conocerme.
¿Qué me parecería que nos juntáramos a tomar un café en Providencia?
Me sentí envanecida y sobre todo feliz de tener así la oportunidad de volver a ver a mi amor casi platónico.
Llegué en punto a la hora convenida pero, desde lejos los vi ya instalados en una mesa. Me pareció que llevaban allí un largo rato. Tuve luego la oscura sospecha de que René la había citado a ella por lo menos media hora antes que a mí.
La chica tendría unos veinte años y era linda. Bueno, debe seguirlo siendo, creo yo.
Noté a René frío y casi agresivo.
Tampoco se me escapó la sensación de que la joven no era, después de todo, una gran admiradora mía.
Fue amable y encantadora, sin duda, pero, en el trascurso de la tarde, llegué a la conclusión de que todo había sido idea de René.
Y no para verme a mí, naturalmente, sino para tener la oportunidad de citarse con ella.
Aunque la chica era, por lo  menos, treinta años menor. Y totalmente inocente a las maquinaciones de aquella mente tortuosa...
No me dolió en mi amor por él, sino en mi amor por mí misma, que es mucho más grande y totalmente incondicional.
Fue cruel darme cuenta de que había sido utilizada por Fausto, para enamorar a Margarita.
Fue denigrante comprender que me había trasformado en involuntaria Celestina, para favorecer las pretensiones amorosas del que había sido mi amor durante tanto tiempo.
Me desquité en la única forma que podía.
Escribí un cuento donde ponía en evidencia al que me había ofendido con tanta mezquindad.
El cuento se llamó "Evelina".
Me las arreglé para que René lo leyera.
Y él se vengó de mí,  borrándose de la lista de los seguidores de mi blog.
Aparte de eso, guardó un silencio más culpable que digno y más cobarde que altanero.
Y yo ¿descolgué su retrato de la pared de mi corazón?
No pude.
 Sigue ahí, inamovible. Y lo único que me resta hacer, cuando entro, es mirar para otro lado.
Al que se ha amado a los diecisiete años, bien se lo puede seguir amando a los cuarenta, a los cincuenta y....mejor no sigo.
Y mejor no sigo escribiendo, en espera que pase algo que me inspire un nuevo capítulo de esta historia. 
Ya veremos.

CONVERSACIONES.

Le pedí a un vilano de cardo que pasaba volando:
-¡Llévale una carta a mi amado, por favor!
Y él me respondió:
-¡Voy muy apurado!   ¿Por qué no pruebas mejor con Internet?
-Es que eso es tan frío, tan poco romántico...-objeté decepcionada.
-¿Poco romántico, dices?  ¡Qué atrasada estás en noticias!  El Romanticismo murió. Lo sepultaron hace tiempo.
-¿Qué dices?- exclamé, no queriendo aceptar algo que ya había sospechado.
-Sí, lo sepultaron.- Me reiteró el vilano- Y la que más lloró en su funeral fue la Poesía.
-¡Yo seré la próxima! -gimió, ahogando un sollozo en su pañuelito perfumado de violetas-¡Ahora que apareció un viejo chiflado diciendo que inventó la Anti-poesía, y todos lo aplaudieron como si fuera un genio....!
-¿Y qué me queda a mí también, sino suspirar?- agregó la luna, que venía llegando atrasada al sepelio. (Se había demorado buscando un traje negro en el ropero de la Noche, para estar a tono con el luto. Al fin lo había encontrado, pero no le servía de mucho, porque su resplandor plateado se escapaba por todas las costuras.)
-¡Sí!  ¿Qué me queda a mí?- repitió la luna- Ahora nadie me busca para besar a su amada bajo la magia de mi luz. Desde que los hombres clavaron en mí sus banderas, dejé de ser apreciada por los amantes. ¡Todos mis secretos han sido revelados! ¿Cómo no iba a morir el Romanticismo?
-Y eso fue lo que se conversó durante el funeral- resumió el vilano de cardo-Así que es mejor que te modernices y te integres al progreso... Y ahora ¡adiós! Me voy volando a dejar esta semilla en tierra fértil. ¡Ya llegó la Primavera y es casi hora de germinar!
-¡Espera, vilano!- le grité al verlo alejarse- ¡Una última pregunta!  ¿Crees que el Amor también se esté muriendo?
-Desfallece de anemia. Sí. Le faltan glóbulos rojos... Pero ¡no te preocupes!  ¡Siempre habrá algún corazón desangrándose, que le coopere con una transfusión!



jueves, 20 de septiembre de 2012

LA CARTA.

Empujada por la nostalgia, una tarde tomé el Metro y me bajé en una estación del barrio donde había pasado mi juventud.
Era un crepúsculo dorado y transparente, típico de la Primavera, que daba sus primeros pasos.
En los pequeños charcos de la última lluvia, todavía flotaban hojas secas, pero un intenso aroma de alhelíes impregnaba el aire.
Me interné por las calles que tantas veces había recorrido y de pronto, noté que una leve bruma había empezado a envolver los árboles.
La tarde cambió. Todo cambió y me encontré, en medio de una sorpresiva niebla,  rodeada de casas antiguas, que sabía que ya habían demolido y de faroles de hierro pertenecientes a otra época. En el pavimento de adoquines, vi los rieles de un tranvía.
Sin saber cómo, parecía haber traspasado una puerta secreta que conducía al Pasado. ¿Sería la fuerza de mi nostalgia la que me había conducido a él?
Sentí que me envolvía una atmósfera irreal y por un instante, imaginé que soñaba. Que no me encontraba allí, sino dormida en la cama de mi solitario departamento.
En una esquina divisé un buzón de cartas, de esos que habían desaparecido hacía más de medio siglo.
Desde lejos, parecía un hombrecito rechoncho, vestido de rojo, parado ahí, como esperando algo.
Sin querer, pensé en los Hobbits de la Tierra Media. ¿Sería acaso Frodo, aguardando inútilmente  noticias del Anillo?
Me reía de mi absurda fantasía y continué caminando.
El chirreo de las ruedas de un tranvía expandió sus ondas de sonido, abriendo una brecha en la niebla crepuscular.
Se detuvo frente a mí y varias personas descendieron apuradas.
El último en bajar fue un muchacho que llevaba un viejo portafolios.
Reconocí a Daniel, a quien había amado en mi adolescencia.
Al verme, se detuvo turbado. Escrutó mi cara, como si me reconociera y luego siguió andando.
Pero, no dio más que unos cuantos pasos. Volvió a pararse, indeciso y luego retrocedió.
-Señora, perdone. Se parece usted mucho a alguien que conocí. ¿Será usted por casualidad la madre de Lillian?
Un intenso rubor subió a mis mejillas. Y luego, la desolación del tiempo ido y  la traición de los años, me traspasaron como una espada.
-Yo soy Lillian- hubiera querido decirle- Daniel ¿no me reconoces?
Pero miré mis manos ajadas, apretadas contra mi pecho, como si quisieran retener mi angustia. Recordé mi pelo encanecido y mis ojos cansados, ocultos tras las gafas.
Si le hubiera respondido así, él habría sonreído con incredulidad y burla. O su horror ante el paso del tiempo, lo habría hecho pensar que estaba loco.
-Sí, soy su madre- le respondí con un esfuerzo- ¿Tanto se parece ella a mí?
No respondió a mi pregunta y estudió mi rostro con ansiedad.
-Señora ¡qué extraordinaria coincidencia! ¡Hace tanto tiempo que no sé de Lillian!  Me llamo Daniel. ¿Le habló ella alguna vez de mí?  ¿Le dijo que nos queríamos?
Recordé cuanto había llorado a causa de su abandono. Cuanto tiempo había esperado inútilmente que volviera. ¡Que me explicara al menos por qué había dejado de quererme!
-No sé, no lo recuerdo- le respondí en un arranque de orgullo- ¡Tenía tantos enamorados!
 - Ya lo sé, pero lo nuestro fue único. Sé que me quería. ¡Cuánto lamenté haberme alejado de ella! Años después quise buscarla, pedirle perdón, pero supe que se había casado.
Bajó la cabeza, como abrumado por la culpa y después añadió:
-¿Al menos ha sido feliz? ¡Por favor, dígamelo!
No le respondí, pero él adivinó, en la expresión de mi cara, la respuesta amarga.
-Señora, perdone si la molesto...Sé que las cosas ya no tienen remedio, pero quisiera...
Titubeó unos segundos y luego buscó algo en el interior de su portafolio.
-Hace tiempo, le escribí a Lillian una carta, explicándole todo. Pero, no supe a qué dirección mandarla.  La he llevado conmigo todos estos años, esperando poder algún día hacérsela llegar.  ¿Podría, usted, por favor...?  ¡Se lo ruego!  ¡No quiero que ella ignore más mis sentimientos!  En esta carta le explico los motivos que tuve...
Me entregó un sobre arrugado y,fingiendo indiferencia, lo hundí en el bolsillo de mi chaqueta.
Me miró fijamente como si quisiera arrancarme la promesa de que se la entregaría.
¡A ella, a Lillian, la joven que había amado y que ya no existía!
Desde el fondo de esa mujer triste, con la piel marchita, lo que quedaba de ella, le devolvió la mirada.
Daniel se  alejó rápidamente, perdiéndose en la bruma.
Yo caminé en sentido contrario, tan conmocionada que no sabía a dónde iba.
Pero la niebla empezó a disiparse y el atardecer recobró el dorado resplandor de la Primavera temprana.
A pocos pasos, divisé la estación del Metro.
No supe cómo llegué a mi departamento. El hechizo del tiempo aún me perturbaba.
Al abrir la puerta, recordé de súbito la carta.
La busqué ansiosamente en mi bolsillo.
 Al principio no la hallé, creí haberla perdido.
 Pero, muy al fondo, mis dedos tocaron un puñado de ceniza.