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lunes, 24 de septiembre de 2012

YA VEREMOS.

René era un amor que yo había hecho durar a lo largo de toda mi vida.
Adolescente, adulta y mujer madura.
Soltera, casada y divorciada.
Había colgado su retrato en una pared de mi corazón, la más iluminada, esa que nos recibe al abrir la puerta.
Lo colgué a los diecisiete años y había continuado ahí, inamovible, a lo largo del tiempo.
Por supuesto, había sufrido trasformaciones.
De muchacho flaco de pelo oscuro había evolucionado a señor bajito, algo panzón y con el pelo y la barba completamente blancos, como si fuera el mismísimo Santa Klauss.
¡Y yo he creído en Santa Klauss toda mi vida!
Es decir, hasta hace un tiempo. Porque ahora he empezado a dudar, con un escepticismo lacerante...
Todo empezó cuando  René me cortó el rostro con el cuchillo de la indiferencia.
 ¿O debo decir mejor:  con el cuchillo de su ira glacial,  de su rencor hipotérmico?
(Los odios fríos son los más demoledores.)
Las cosas pasaron así.
René, que es pintor, (no de los que ganan plata pintando casas, sino de los otros...), me llamó un día para contarme que yo tenía una admiradora. Una alumna suya de Arte, que había leído los cuentos de mi blog y deseaba conocerme.
¿Qué me parecería que nos juntáramos a tomar un café en Providencia?
Me sentí envanecida y sobre todo feliz de tener así la oportunidad de volver a ver a mi amor casi platónico.
Llegué en punto a la hora convenida pero, desde lejos los vi ya instalados en una mesa. Me pareció que llevaban allí un largo rato. Tuve luego la oscura sospecha de que René la había citado a ella por lo menos media hora antes que a mí.
La chica tendría unos veinte años y era linda. Bueno, debe seguirlo siendo, creo yo.
Noté a René frío y casi agresivo.
Tampoco se me escapó la sensación de que la joven no era, después de todo, una gran admiradora mía.
Fue amable y encantadora, sin duda, pero, en el trascurso de la tarde, llegué a la conclusión de que todo había sido idea de René.
Y no para verme a mí, naturalmente, sino para tener la oportunidad de citarse con ella.
Aunque la chica era, por lo  menos, treinta años menor. Y totalmente inocente a las maquinaciones de aquella mente tortuosa...
No me dolió en mi amor por él, sino en mi amor por mí misma, que es mucho más grande y totalmente incondicional.
Fue cruel darme cuenta de que había sido utilizada por Fausto, para enamorar a Margarita.
Fue denigrante comprender que me había trasformado en involuntaria Celestina, para favorecer las pretensiones amorosas del que había sido mi amor durante tanto tiempo.
Me desquité en la única forma que podía.
Escribí un cuento donde ponía en evidencia al que me había ofendido con tanta mezquindad.
El cuento se llamó "Evelina".
Me las arreglé para que René lo leyera.
Y él se vengó de mí,  borrándose de la lista de los seguidores de mi blog.
Aparte de eso, guardó un silencio más culpable que digno y más cobarde que altanero.
Y yo ¿descolgué su retrato de la pared de mi corazón?
No pude.
 Sigue ahí, inamovible. Y lo único que me resta hacer, cuando entro, es mirar para otro lado.
Al que se ha amado a los diecisiete años, bien se lo puede seguir amando a los cuarenta, a los cincuenta y....mejor no sigo.
Y mejor no sigo escribiendo, en espera que pase algo que me inspire un nuevo capítulo de esta historia. 
Ya veremos.

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