José se levantó una mañana y descubrió que la ciudad estaba vacía. En las calles, los autos permanecían funcionando con el motor en marcha, mientras los semáforos les daban inútilmente sus luces verdes.
Las puertas de las casas estaban abiertas, pero nadie salía. Un silencio nuevo y desconocido se había adueñado de la ciudad. Solo los pájaros continuaban cantando en los árboles, porque la ausencia de los hombres les era indiferente.
-¡ Se fueron todos!- exclamó José, estupefacto- ¿ Acaso hubo una alarma nuclear durante la noche y yo no me enteré?
Caminó todo el día por los barrios desiertos. Tuvo hambre y sacó una botella de leche de un supermercado. No había nadie a quién pagársela, así que dejó un billete junto a una caja vacía.
Una semana después, para paliar su soledad, decidió limpiar las calles de colillas de cigarrillo y de papeles. También roció las veredas y regó los jardines. Para cuando vuelvan, murmuró esperanzado, pero nadie volvió.
Entonces, pensó en salir a buscarlos.
Atravesó muchas ciudades en las cuales encontró la misma aterradora soledad. Solo algunos perros vagaban gimiendo en busca de sus amos.
Entonces, comprendió que las cosas eran más graves de lo que había creído y decidió ir a la Capital. Allí habría alguien que pudiera darle alguna explicación.
Entró al Palacio de Gobierno que era una casa majestuosa con columnas blancas en la fachada. Sus pasos resonaban lúgubres en los pasillos desiertos.
En una habitación cuyas cortinas permanecían corridas, vio a alguien sentado en la penumbra. Estaba encorvado, con una actitud de profundo abatimiento y se sostenía la cabeza entre las manos. Al escuchar un ruido, alzó la mirada y vio a José.
-¿ Quién eres? -le preguntó.
-Soy José y me imagino que tú eres el Presidente.
-En realidad, soy Dios.
-Entonces, tú serás el responsable de la desaparición de la gente...
-Sí, pero no quería que las cosas resultaran de esta manera.
Clavó en José los ojos más tristes y más hermosos que él jamás había visto y continuó hablando:
- Estaba enojado y quería castigarlos. Al principio pensé en mandarles un diluvio, como el de Noé. Pero, las cosas han cambiado y ahora los hombres se salvarían en buques acorazados y submarinos. Se me ocurrió entonces una tormenta de fuego, como la de Sodoma. Pero, se librarían refugiándose en los bunkers que han construido para protegerse de sus propias bombas. Al final, me dormí pensando en que quería que se salvaran solo los hombres buenos...Cuando desperté, no quedaba nadie sobre la Tierra.
-¿ Y yo?- preguntó José.
-Supongo que eres el último hombre bueno que queda- suspiró Dios, sonriendo con melancolía.
-Y ahora ¿ qué vamos a hacer?- murmuró José, interrogante.
-No sé tú, pero yo no quiero hacer nada. Solo meditar y tratar de entender por qué fracasé con los hombres de esta manera.
Volvió a coger su cabeza entre sus manos y se sumió en profundas reflexiones. José salió de puntillas, para no molestarlo.
Al pasar frente a un jardín, vio un rosal con un capullo que estaba a punto de florecer. Decidió regarlo y cuidarlo hasta que la rosa se hubiera abierto por completo.
Al otro día, la vio abierta y era tan hermosa que José quedó deslumbrado. Se la llevaré a Dios, para aliviar su tristeza, pensó ilusionado.
Pero, cuando se dirigió al Palacio de Gobierno con la flor apretada contra su pecho, comprobó que estaba desierto. Sobre una mesa, había un mensaje para él.
"Me voy, José. No quiero darme por vencido. Aún puedo crear otro mundo, otros seres que no me decepcionen. En otra galaxia, talvez. "
José salió de allí, arrastrando los pies. Se sentía muy solo. Caminando sin rumbo por la ciudad desierta, terminó por sentarse en el banco de un parque. Aún sostenía la rosa entre sus manos. Empezó a anochecer y miles de estrellas se encendieron en el cielo.
-¿ Cuanto tiempo más brillarán las estrellas, ahora que Dios se fue?- preguntó José, en un suspiro. Pero nadie respondió a su pregunta.