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Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



miércoles, 28 de septiembre de 2011

CORAZONES EN PUGNA.

Querida Betty:
Desde que te retiraste de "Literatura" para matricularte en "Computación", han pasado cosas de lo más entretenidas.
No, si no lo digo para que te piques.
Fíjate que el profesor que conociste se retiró por motivos geriátricos y trajeron un reemplazante. .
Era un muchacho treintañero, vestido de forma un tanto estrafalaria. Su pelo había abierto hostilidades contra la peineta y no existían indicios de futuras negociaciones.
Al principio nos gustó a todas y nos pareció que un aire primaveral entraba con él y expulsaba de nuestros corazones las melancolías del Otoño.
Pero, a la segunda clase me empecé a decepcionar. No me gustaron los temas que enfocaba y sus largas disertaciones me parecían espesas de retórica y aguadas de contenido. Levitaba hacia el cielo raso agarrado a su verborrea como a un volantín chupete, mientras desde abajo lo contemplábamos desconcertadas.
Muchas alumnas se retiraron y al final quedó una minoría de incondicionales y tolerantes. Entre estas últimas me encontraba yo.
Era evidente que nadie entendía sus explicaciones, pero todas aparentaban una profunda concentración y ponían cara de inteligentes. Tal vez temían parecer poco avispadas si reconocían que para ellas el profesor hablaba un dialecto de la China antigua.
La situación se parecía al cuento de Andersen: "El traje del Emperador". Iba desnudo pero todas fingían verlo envuelto en suntuosas telas por temor a evidenciar su pobreza intelectual.
Una cosa resultaba indiscutible: El tipo era atractivo y no niego que mi chúcaro corazón se ganó un par de huascazos de advertencia. . . . Pero hubo una que se dejó llevar sin escrúpulos por su pasión arrebatadora: Angela.
Pronto observé que llegaba más temprano, por si tenía la suerte de estar aunque fueran cinco minutos a solas con el profesor.
Una vez le gané sin querer y cuando entré a la sala, lo vi enfrascado en sus misteriosos apuntes.
Entre hosco y contento, me invitó a la cafetería.
¡Vaya! Y yo que peleaba tanto con él y le echaba por tierra todos los argumentos. . . . Conmovida, decidí ser más tolerante en el futuro.
En la cafetería se nos pasó la hora. Cuando entramos a la sala ya habían llegado todas y Angela nos espetó entre rabiosa y sarcástica:
-Vienen apuraditos ¿No?
Tal se diría que llegábamos desde algún lugar pecaminoso.
(No había pensado en lo atractiva que resulta la idea....).
Pronto empecé a recibir de él halagadores correos que me dejaban sorprendida. En uno me decía que mis constantes interrupciones en su clase le gustaban.  "Lo mantenían vivo". O sea, el tipo era masoquista.
Vuelta a enternecerme y a prometer ser más tolerante . Pero poco me duraban las buenas intenciones.
Sin embargo, paralelos a nuestras discusiones en clase, los correos seguían llegando. Yo los imprimía y los guardaba como trofeos. De más está decir que mi vanidad flameaba como  bandera al tope.
Pero lo que crecía con igual intensidad era el odio de Angela. No perdía oportunidad de fustigarme con sus ironías y no cabía duda de que me había convertido en su enemiga.
Me tenía mal su persecución implacable.
Te contaré que ella es bastante devota y haciendo honor a su nombre, va a misa todos los días. A la menor provocación, repartía estampitas de santos durante la clase. Eso me parecía altamente contradictorio con los relámpagos homicidas que cruzaban por sus ojos.
Una noche soñé con ella. La encontraba rezando en un reclinatorio. Al verme, me decía:
-Mira. Me están creciendo las alas.
De pronto estallaban  las costuras traseras de su blusa y un par de alas de murciélago se desplegaba con un crujido aterrador.
Desperté sobresaltada.
Tiempo después, me retiré del curso,  pero la hostilidad de Angela me dejó resentida y decidí vengarme.
Tomé todos los correos impresos que me había enviado el profesor y en un descuido, cuando estábamos en la cafetería, se los metí entre las páginas de una revista.
Escapé rápidamente y entré a la sala donde estudiamos Psicología.
Al cabo de un rato miré hacia la puerta. En ella estaba parada Angela, como petrificada, mirándome con una expresión siniestra e impenetrable. En sus manos sostenía los correos.
¡Había dado en el blanco! Mi bala de plata había impactado directo en su negro corazón.
Después supe que fue tal su furia de mujer traicionada que a la clase siguiente se dirigió al profesor y le espetó a quemarropa:
-¡Nunca me dijiste que estabas enamorado de  Nora!
Pobre joven, palomo inocente en las fauces de una gata. No sé qué contestó pero es obvio que se sintió traicionado por mí y puesto en evidencia en sus más tiernos sentimientos, que por supuesto no eran amor. Creo que mis ásperas interrupciones le recordaban los coscachos de su mamá y lo transportaban dulcemente a la infancia.
Después de eso, aunque hubiera querido volver a su curso no habría podido. Pero  mi venganza de la beata maligna me sigue pareciendo el más exquisito de los manjares. Todavía lo rumio con placer. . . .
¿Ves lo que te perdiste por haberte retirado? Apuesto que en "Computación" no pasan cosas tan divertidas.
Un abrazo cariñoso. Nora.

INCIDENTES NOCTURNOS.

Hacía días que me rondaba por la mente la idea de un cuento. Tenía los personajes: Rafael y Marcela. Sería una historia de amor fallido con algo de misterio.
Dicen que la frase inicial y la final de un cuento son las más importantes. Lo demás es relleno. Pero ¿Qué comienzo le daría? Después de mucho pensar, lo empecé así:
"Me preparaba a calentar un poco de leche para tomar antes de acostarme, cuando sonó el timbre con insistencia. Era bastante tarde, así es que con cierta cautela abrí la puerta sin quitar la cadena.
"En el umbral había un joven de rostro demacrado, con los ojos enrojecidos por el insomnio.
-¿Está aquí Marcela?-preguntó con angustia.
"-Perdón, creo que se equivoca. No conozco a nadie con ese nombre.
"-No, no le creo. Sé que ella está aquí. No trate de negarlo.
"Me dio rabia que dudara de mis palabras y quise cerrar la puerta.
"-No, por favor-suplicó, interponiendo su mano en el marco. -Sé que ella vive aquí. La vi entrar a este edificio hace unas  semanas.
"Era tan evidente su angustia y lo vi tan sincero que le franqueé la entrada.
"Era un joven flaco de cabello rubio que se le pegaba a la frente sudorosa. Llevaba unos lentes de marco negro.
"Lo conduje por todo el departamento para que él mismo se cerciorara de que no mentía.
"-Vivo solo aquí y no conozco a Marcela.
"Se dejó caer en un sillón y se cubrió la cara con las manos. "
Hasta aquí dejé el cuento por esa noche. Vagamente había imaginado una relación imposible, una muchacha que mentía para escapar, pero aún no tenía claros los detalles.
Me fui a dormir y al otro día reinicié la trama con la aparición de Marcela.
"Llegó de improviso una tarde. Cuando volvía del trabajo me la encontré sentada en los escalones, frente a mi departamento.
"Al verme meter la llave en la cerradura, se paró y me dijo:
"-Perdón, yo soy Marcela.
"-No se extrañe que no me alegre de conocerla-le respondí sarcástico-Por su culpa pasé un mal rato hace dos noches.
"Bajó la cabeza y no me contestó.
"-Me imagino que sabe que la andan buscando. ¿Podría explicarme para qué dio esta dirección?
"Perdone, lo hice sin pensar. Ni siquiera estaba segura de que existiera. Dije lo primero que se me ocurrió.
"-Y ¿por qué mintió, si puede saberse?
"Rompió a llorar desesperadamente y varias puertas se abrieron en el pasillo.
"Opté por hacerla entrar y darle agua.
"Se calmó un poco y me dijo:
-"Rafael me busca, pero no debe encontrarme. Le mentí para huir de él.
"-¿Y por qué no mejor le dijo que no lo quiere?
"-Pero si lo quiero. Lo quiero más que a nada en la vida, pero las cosas no pueden darse entre nosotros.
"Volvió a llorar, cubriéndose la cara con las manos. Entonces noté una marca blanca en el dedo anular de su mano izquierda.
. "-El no sabe que usted es casada ¿verdad?
"Se sobresaltó y miró su mano donde faltaba la argolla.
"No, no lo sabe. Lo conocí hace unos meses, en una tarde de lluvia. El me ofreció su paraguas al salir de la Estación del Metro. Nos tomamos un café y así empezó todo, sin darnos cuenta. Yo llevaba guantes ese día y después empecé a sacarme la argolla cuando nos encontrábamos.
"-Marcela-le dije-Usted sin querer me involucró en su vida y ahora va a tener que aceptar mi concejo. Llámelo y dígale la verdad. Lo hará sufrir una sola vez y la misma violencia del golpe cauterizará su herida. Peor es dejarlo en la incertidumbre y no darle la oportunidad de que la olvide.
"Asintió en silencio y se levantó para irse. Aún corrían lágrimas por su rostro, pero se notaba más serena.
"Se alejó por el pasillo sin mirarme. Confié en que no volvería a encontrarme con ninguno de los dos y que ese sería el final  del lamentable incidente. "
Así terminé mi cuento. Al día siguiente le haría las últimas correcciones para mandarlo al Concurso de la Revista.
Nunca había obtenido ni siquiera mención honrosa, pero año tras año persistía en el intento y sabía que al final tendría éxito, porque la literatura era la vocación de mi vida.
Había ido a la cocina a prepararme un poco de leche antes de dormir, cuando sonó el timbre insistentemente. .
Abrí la puerta con cautela y en el umbral vi a un joven de rostro pálido, con las facciones contraídas por la angustia. Sin ningún preámbulo, me preguntó:
-¿Está aquí Marcela?

lunes, 26 de septiembre de 2011

BALLENAS Y PECECITOS.

-Llámame Ismael- me dijo cuando lo conocí. Creí que estaba parodiando la novela de Melville, pero resultó que de veras se llamaba así. Desde entonces no pude evitar imaginármelo naufragando en el mar y salvando su vida aferrado a un ataúd.
El también había leído el libro, naturalmente, y gozaba incorporando a su existencia elementos de la trama.
De partida, apodaba a su suegra, cariñosamente, "Moby Dick", y la verdad es que el mote le venía de maravilla. Era blanca y enorme como la legendaria ballena y se desplazaba, lenta y majestuosa,  por los pasillos del edificio como por un océano de su pertenencia. .
Ismael la quería mucho y se había hecho cargo de ella, por una promesa póstuma a su amada Marina, fallecida en la flor de su juventud.
Todas las tardes pasaba al departamento a verla y a darle instrucciones a la cuidadora. Una viejita flaca y diminuta que no sé cómo se las arreglaba para bañar y vestir a esa enorme mole de carne. Eduvigis se llamaba y como yo vivía en el departamento del frente, en seguida entró en charlas y murmuraciones conmigo.
Su tema favorito, y bien pronto el mío, era Ismael. Lo adoraba,  (rápidamente, yo también),  y hablaba maravillas de su devoción por la vieja. Claro que reconocía que "Moby Dick", o sea la señora Tebaida,  podía ser un ogro, pero un ogro bueno, de esos que no se comen a los niños y , por el contrario, le prestan su jardín para que jueguen.
Ismael se encontraba conmigo en el ascensor, la mayoría de las veces con ayuda de ciertos subterfugios que yo empleaba para lograrlo. Era médico y andaba siempre con su maletín a cuestas, como si fuera una prolongación de su anatomía. Que era despampanante, aquí entre nosotros. Alto, rubio, tostado por los soles de siete mares (¡Bah! ya se metió la novela otra vez). En fin, que me mataba a pausas. Con gusto habría tenido un infarto con tal de lograr que me auscultara.
Pretextando cualquier necesidad  de comunicarse, en caso de que fallara el teléfono de su suegra, le di mi número.
-¡Llámame! Ismael. . . -le dije.
El sonrió, admirando mi ingenio, (¡!)y prometió que lo haría.
Eso sucedió bien pronto, cuando vino la réplica del terremoto de Febrero.
Era de mañana cuando la tierra se convulsionó otra vez como si quisiera adelantarse a las profecías de los mayas y convertirse en polvo cósmico.
Salí al pasillo y vi a la señora Eduvigis empujando la silla de ruedas de Moby Dick, que apretaba entre sus blancas aletas, perdón quise decir manos, un rosario, rezando y llorando alternativamente. Corrí a buscarle un vaso de agua con azúcar y en eso sonó mi teléfono. Era Ismael que inquiría preocupado por qué no contestaba el teléfono de su suegra.
Le informé que estábamos en el pasillo y que todo andaba bien.
-Yo estoy en el Hospital, con muchos pacientes, y no puedo moverme-aseguró preocupado.
-No te inquietes, Ismael-respondí yo, agarrando un vuelo que a mí misma me dejó pasmada-Me haré cargo del buque hasta que tú vengas.
Se rió suavemente en el teléfono. Se notaba que le encantaban mis alusiones a su novela favorita, a la cual debía, por lo demás,  su hermoso nombre, pues su papá la estaba leyendo cuando él desembarcó en este mundo.
En la tarde llegó y auscultó a las dos señoras, que a esas alturas ya estaban recuperadas del espanto. Yo era la única con desórdenes cardíacos, pero por causas bien ajenas al temblor.
¡Ay, Ismael! Ese fue el comienzo de nuestro romance, sarandeado por las olas y amenazado por las furias cetáceas de Moby Dick. Era obvio que ella no podría tolerar que nadie reemplazara en el corazón de su yerno a su amada hija Marina.
Al principio nos veíamos a escondidas, pero después ya fue inútil el disimulo. Naufragaron nuestros escrúpulos y nuestra prudencia e Ismael terminó por confesarle a su suegra que me quería. Le dijo que Marina sería siempre para él la fulgurante estrella que guiaría el rumbo de su nave, pero que se sentía solo y necesitaba un copiloto que le ayudara a mantener firme el timón.
La enorme anciana suspiró con melancolía, soltó un par de lagrimones y terminó por dar su consentimiento.
Ahora llevo en mi dedo un anillo de compromiso y sueño con el día en que mis brazos sostengan fuera de las olas la amada cabeza de Ismael y juntos afrontemos cualquier naufragio que nos depare la vida.

INSPIRACION.

Afrontaba hacía meses una sequía literaria. No podía concentrarme. Empezaba algo y al leerlo al día siguiente, lo encontraba malo y lo borraba con fastidio. Lo peor era que había recibido un adelanto de la Editorial con la promesa de entregarles una novela en cuatro meses.
Le echaba la culpa de mi fracaso al ruido de la ciudad y a las frecuentes interrupciones de todo tipo. Decidí alejarme y fue así como arrendé por Internet una cabaña cerca de un lago.
Llegué feliz a instalarme en medio de un silencio y un verdor relajantes. Nadie conocía mi paradero.
No había empezado aún la temporada de vacaciones y supuse que las demás cabañas permanecían vacías.
¡Tanto mejor! Así lograría concentrarme y meterme de lleno en un argumento que giraba en mi cabeza sin llegar a concretarse.
Llevaba dos días de dichosa y prometedora soledad, cuando una noche me sobresaltaron unos golpes en la puerta. Fuertes y urgentes, como presagiadores de una desgracia.
Abrí con premura y vi en el umbral a un hombre joven que me miraba angustiado.
-¡Por favor, ayúdeme!-gimió-Creo que Elena se ha ahogado.
-Cálmese, se lo ruego y explíqueme. ¿Quién es Elena?
-Es mi mujer. Tuvimos una discusión y salió corriendo hacia el lago. En la orilla encontré su chal, pero ella ha desaparecido.
Comprendí que se trataba de algo grave y cogiendo al pasar mi chaqueta, me dispuse a acompañarlo.
Era noche cerrada y había un viento que hacía crujir los árboles, pero en el cielo, un manto de estrellas cercanas parecía disipar con su fulgor toda amenaza trágica.
Caminamos hacia el lago. Cada ciertos intervalos, el hombre, que dijo llamarse Flavio, gritaba llamando a su mujer y luego caía en un silencio intercalado de gemidos.
Estuvimos horas recorriendo la playa. Yo lo ayudaba a gritar y el nombre de Elena resonaba en la noche.
-Es preciso que avise a la policía-le dije-Si se ha ahogado habrá que dragar el lago. Pero dudo que podamos hacer algo antes de que amanezca.
Flavio hundió la cara entre sus manos y estalló en sollozos.
-Yo tuve la culpa-gemía-La traje aquí con la esperanza de arreglar nuestras diferencias. Pero ha sido en vano y esta noche nuestro quiebre me llevó a la violencia. ¡Le pegué!-sollozó-¡Le pegué!. Y ella salió corriendo hacia el agua. . .
Apretaba la cara contra el chal blanco, que en la oscuridad se destacaba como un girón de niebla.
Pasada la media noche volví a mi casa. Permanecí desvelado largo rato.
Al día siguiente me levanté temprano y fui hasta la cabaña vecina donde supuse vivía el matrimonio.
Me salió a abrir Flavio, macilento y desgreñado.
-¿Avisó a la policía?
-No-me dijo-No quiero hacerlo. Pienso que ella está viva, que se ha escondido para asustarme.
-Pero eso no es seguro. . .
-¡Yo sé lo que hago!-estalló de pronto, colérico-Voy a esperar. No quiero que venga nadie a meterse en esto. Ella va a volver. Ya antes se había ido. . .
Después de ofrecerle mi ayuda para lo que necesitara, regresé a mi cabaña. .
Pero el proyecto de mi novela quedó de nuevo interrumpido. Una súbita inspiración me hizo sentarme frente al teclado.  ¡Escribiría un cuento sobre lo que estaba pasando!
Fluían las ideas a mi mente como no me ocurría en mucho tiempo. Las imágenes se presentaban y las iba poniendo en palabras con extraordinaria facilidad. . Era como si alguien me las dictara.
Confieso que dejé pasar dos días de jubilosa producción literaria sin acercarme a inquirir noticias a la cabaña vecina.
Pero me encontré de pronto sin inspiración para terminar el cuento. ¿Qué final le daría? ¿Trágico? ¿Feliz? No, trágico sería  más impactante.
Así es que me levanté temprano y recorrí otra vez el caminito de arenisca y atravesé el matorral que separaba las dos viviendas.
Me imaginaba que al golpear se abriría la puerta y en el umbral aparecería Elena, que en mi cuento era una joven rubia de aspecto algo histérico. Sonreiría interrogante y tras su espalda aparecería Flavio, con cara de vergüenza y turbación, haciéndome señas de que me callara.
Pero no alcancé a llamar y la puerta se entreabrió bajo la presión de mi mano.
Preocupado, grité hacia el interior:
-¡Flavio! ¡Elena!
Nadie contestó.
Me asusté de verdad y sin dudarlo entré a la cabaña. Estaba vacía pero había una carta puesta en lugar visible sobre una mesa.
Decía: "Ya no resisto más. Elena ha muerto y yo sin ella no puedo vivir. La seguiré al fondo del lago para abrazarla por última vez.  Flavio. "
Despavorido, atravesé corriendo el bosque de eucaliptus y llegué al borde del agua.
Silencio y desolación.
El bote que tantas veces había visto amarrado a un pequeño embarcadero, flotaba volcado en medio del lago.
¡Así es que ese había sido el desenlace del drama! Y sería el de mi cuento también, pensé fascinado y horrorizado al  mismo tiempo.
Reconozco que no llamé a la policía ni le avisé a nadie de la tragedia en la que había participado sin querer.
Me quedé terminando mi cuento y puliéndolo en sus mínimos detalles. Sin falsa modestia, lo hallaba estupendo.
El alquiler de la cabaña vencía a fin de mes. Decidí seguir escribiendo mi novela, pero de nuevo me hallé sin inspiración. Me sentía sacudido hasta el fondo de mi ser por el drama de Flavio y Elena.
En las mañanas iba al lago y no niego que esperaba el macabro hallazgo de los cuerpos saliendo a la superficie. Pero nada ocurrió ni nadie vino a preguntar por la pareja.
Volví con la novela estancada en el mismo punto en que la había llevado, pero orgulloso del magnífico cuento que seguro aplacaría la urgencia del editor.
Al empezar a leerlo, él me miró sorprendido y luego escandalizado.
-Pero ¿qué es esto? ¿Qué te pasó, hombre?
-¿Por qué?-pregunté alarmado.
-¡Pero si este es el cuento que acaba de ganar el concurso de la revista" Perla" !. No escrito igual, claro, pero es el mismo argumento. ¿Pretendías engañarme?-preguntó enojado-Porque esto no puede ser una coincidencia.
Me quedé mudo y creí desmayarme. Rápidamente me trajeron un vaso de agua.
-¡No puede ser!-repetía, sin atinar a otra cosa. Pero al fin reaccioné y quise saber quién había escrito el cuento.
-Por supuesto. Aquí tienes la entrevista que le hicieron en la entrega de los premios.
Me alargó la revista, todavía molesto,  y en ella leí, en letras de molde, el nombre del autor: Flavio Montes.   En una foto me sonreía, despreocupado y feliz, el hombre que conociera en el lago.
-Y la novela ¿cómo va?-me preguntó el editor, para cambiar de tema. .

viernes, 23 de septiembre de 2011

EVELINA.

Una tarde de ocio, en el Facebook, encontré a Evelina.  ¡Ah, Evelina! La de los ojos verdes y el cabello cobrizo. Inolvidable como una musa de Boticelli.
Había sido mi alumna en el Pedagógico, donde yo enseñaba Arte. Se sentaba en primera fila y sus ojos me atraían magnéticamente. Sentía que eran mares en los que me sumergiría con deleite sin temor a ahogarme.
Por supuesto nunca tuve hacia ella un gesto que delatara mi pasión. Me lo impedían la Ética y la diferencia de edades. Cuarenta años, al menos, nos separaban. Mi pelo y mi barba habían encanecido prematuramente y las profundas arrugas que cruzaban mi cara eran las cicatrices dejadas por una vida más bien tortuosa.
Pero aquella tarde, en el Facebook, su bello rostro me sonreía y parecía decirme:"Ya no soy tu alumna y en cuanto a lo otro ¿qué importa? Ahora soy una adulta, igual que tú".
¡Iluso! ¡Pobre tonto soñador!  Eso me digo ahora, pero entonces no medité. Lo único que me detenía era no encontrar un pretexto ingenioso para contactarme con ella.
Al fin se me ocurrió.
Tenía yo un antiguo amor, conocida en la adolescencia, que acababa de publicar un libro. No era gran cosa. Unos cuentecitos medio ingenuos, pero con algo de originalidad. Si una Editorial conocida se había arriesgado a publicarlos, algún mérito tendrían que tener.
¡Esta es la mía!-pensé.  Y recordando que Evelina era buena lectora, porque siempre la veía en clases con alguna novela entre sus cuadernos, le escribí.
Le decía que Liliana, la escritora,  era amiga mía, y me ofrecía a presentársela.
Por supuesto, ni se me ocurrió evidenciar que la contaba entre mis amores algo fallidos y arrastrado a través de los años como una mochila llena de arena. Por lo seco y estéril, quiero decir.
Evelina contestó entusiasmada y luego de contactar a mi antigua amiga, quedamos de reunirnos en un café de Providencia.
¡Ah, Evelina! Estaba más bella que nunca. Más mujer, llena de una sensualidad que dejaba atrás su inocencia de chiquilla. Fue como ver llegar a la Primavera. La seguía una estela de flores y de pájaros. Al menos eso me parecía a mí mientras la contemplaba arrobado.
Liliana llegó algo tarde. Quizás sentía que su relativa fama la autorizaba a hacerse esperar.
Estaba más marchita de lo que recordaba. Adolorido, pensé que tenía mi edad.  ¡Así me vería yo a los ojos de Evelina!
La charla se desarrolló entusiasta.
Yo las contemplaba a las dos y me parecía estar sentado entre la Primavera y el Otoño. Entre la nueva, la deseada y la ya saboreada y olvidada en el hastío de la costumbre.
Cierta inquietud empezó a invadirme, eso sí, al notar que Liliana me dirigía miradas cargadas de intención. Más de una vez apretó mi mano como si quisiera comunicarme el calor de algún rescoldo que todavía ardía en su corazón.
Preferí desentenderme y concentrar toda mi atención en la extasiada contemplación de Evelina.
A cada rato ella me miraba y me daba las gracias por la oportunidad que le había brindado de conocer a la escritora. Liliana sonreía adulada pero me miraba con picardía como si diera por sentada otra intención en mi planificación de aquel encuentro.
¡Claro que había otra intención! Pero bien distinta de la que ambas se podían imaginar.
Pasaron las horas y la llegada de un frío atardecer nos motivó a retirarnos del café.
Dichoso, ofrecí a Evelina acercarla a su casa en mi auto. Liliana, afortunadamente vivía cerca y con alivio la vi perderse  entre la muchedumbre.
Al otro día, recibí un correo de ella.
Pablo querido-me decía-Adiviné tu pretexto de presentarme a la chiquilla para que volviéramos a vernos. No necesitabas idear nada. Tú sabes que nunca te he olvidado.  ¿Cuándo volveremos a encontrarnos?.
En cuanto a Evelina, apareció una semana después en mi exposición de pintura, de la mano de un muchacho treintañero. Me lo presentó como su novio y volvió a agradecerme la espléndida oportunidad de conocer a la escritora.
Reflexioné que quizás la Primavera es demasiado perturbadora y  tiene unos súbitos cambios climáticos que desestabilizan el corazón.
Después de todo, el Otoño también tiene sus encantos ¿No creen?

miércoles, 21 de septiembre de 2011

VISITAS INESPERADAS.

Comprendí que me quedaba poco tiempo cuando empezó a venir gente a verme al hospital fuera de las horas de visita. Y no sólo eso, sino que las enfermeras pasaban de largo sin notar su presencia y era obvio que nadie las veía más que yo.
La primera que vino fue una señora gorda vestida de gris. Llevaba uno de esos sombreros con velo que se usaban por allá por los años treinta.
Llegó un poco sofocada y se dejó caer en una silla con alivio.
-¡Ay!-suspiró, mientras se abanicaba con el pañuelo-No le extrañe mi falta de aire. Es que morí del corazón y en el último tiempo no podía andar ni media cuadra sin perder el aliento. Y esos que dijeron:"Por fin descansó, la pobre" no sabían de lo que hablaban, porque sigo igual. Claro que ahora camino por la otra vereda, como quién dice. En fin, que ya no soy "de este mundo", Ud.  me entiende.  
La miré aturdido, dudando si estaría despierto. Pero en eso vino la enfermera a darme el medicamento y me ordenó las sábanas, sin dirigirle ni una mirada a la gordita.
Ella se arregló el velo del sombrero y me miró con cierta coquetería. Ni se inmutó por el desaire. Se vio que estaba acostumbrada a pasar desapercibida.
No me atrevía a dirigirle la palabra. Un miedo frío me atravesaba todo el cuerpo. ¿Sería la Muerte que venía a buscarme?
-Mire-me dijo ella con voz maternal-Pasé un ratito no más porque tengo que hacer otras visitas.
-Vine a verlo porque este mes soy la encargada de repartir el "Manual de Convivencia para El Otro Mundo".
La gente llega allá sin preparación ninguna. No aceptan la realidad y al principio se lo pasan buscando una puerta para volver. Alborotan con sus quejas, dicen que los llevaron para allá por error y se empecinan en hacer apariciones ectoplasmáticas que dejan a los vivos erizados de espanto.  De más está decir que su sociabilidad es nula. Así  es que lo mejor es que trate de memorizar estas reglas.
Echó una mirada de soslayo al informe que colgaba a los pies de mi cama y agregó:
-Algo me dice que pronto lo tendremos por allá.
Me entregó un cuadernillo de tapas negras y acomodándose el sombrero,  se levantó de la silla con esfuerzo. Se veía que la gordura le dificultaba la respiración. Eso, y el hecho de estar  muerta, me imagino.
No supe si se alejó por el pasillo o desapareció, porque me distraje abriendo el manual. Grande fue mi sorpresa cuando vi que tenía las páginas en blanco.
¿Sería un error de imprenta?
Luego pensé, con inmenso alivio, que tal vez era demasiado pronto para mí, que la portadora se había equivocado de destinatario. Mis ojos no estaban preparados aún para familiarizarse con los caracteres de ese reglamento.
Metí el librito debajo de la almohada por si alguien me preguntaba por su origen y sin saber cómo, me quedé dormido. A esas alturas la enfermedad me traicionaba y me mantenía en una casi permanente somnolencia.
No supe cuantas horas dormí, pero al despertar me acordé inmediatamente de la extraña visita y del manual de instrucción. Lo busqué en vano entre las ropas de la cama.  Sólo encontré en la sábana una mancha gris parecida a ceniza, como si alguien hubiera apagado un cigarrillo debajo de mi almohada.
-¡Fue un sueño!-pensé tranquilizado.
Pero poco me duró la calma.
Días después recibí otra visita fuera de horario.
Era un hombre alto, con terno y corbata. Tan flaco que los huesos de la cara pugnaban por asomársele por la piel. Sus ojos hundidos parecían dos pozos de agua oscura en un desierto de arena amarillenta.
Yo lo miraba despavorido. Al notarlo, sonrió con tristeza y me dijo:
No se asuste, amigo. Vine a acompañarlo no más, para que no se le haga tan larga la tarde.
Miró hacia la ventana y se quedó absorto viendo caer la lluvia.
-Allá también llueve-dijo de repente-No es tan distinto de acá. Se va a acostumbrar, se lo aseguro. Hay más gente con quién conversar que a este lado.
-Aquí andan todos tan apurados, siempre corriendo para llegar a donde los espera un negocio
o una oportunidad que les va a cambiar la vida.
-No tienen tiempo para sentarse a conversar. Allá el tiempo no existe y si existe, a nadie le importa.  Y ¿detrás de qué oportunidad vamos a andar corriendo si ya se nos acabaron todas?
Me miró un instante, como esperando respuesta y al persistir yo en mi silencio, continuó:
-Me morí solo en una pieza de pensión. Me encontraron a los tres días y fue porque la dueña llegó a cobrarme el arriendo. Era la única persona que me buscaba, y no por amistad o cariño, como comprenderá.
-En cambio ahora tengo harta gente dispuesta a conversar conmigo. Todos los días llega un bus con nuevos habitantes. Es cosa de ir al paradero a darles la bienvenida para que se acostumbren al barrio.
-A veces, como hoy, me doy una vuelta por este lado de la calle. Sobre todo, vengo al Hospital donde siempre hay alguien que está haciendo la maleta, por decirlo así. . .
Me miró con simpatía y me dio un golpecito en la mano.
La retiré instintivamente y le contesté con voz ruda:
-Es que yo no tengo ganas de irme todavía.
-No se preocupe, amigo. De a poco las irá teniendo. La Muerte no anda a tirones con la gente.
Viene suavecito, cuando uno ya está cansado de tanto dolor y tanta lucha. Y ¿sabe una cosa? ¡Se parece tanto a la mamá de uno! Dan ganas de irse con ella. Es tan sabia que al llegar toma el rostro de la madre de cada persona. Por eso resulta tan dulce seguirla. Nadie vacila, se lo aseguro. ¿Cómo no desear irse a dormir en su regazo?
-Ahora me voy, porque hace mucho rato que ando por este lado. Nos veremos pronto. ¡Estaré en el paradero de buses cuando Ud. llegue!
Empezaba a anochecer y en la sala común aún no encendían las luces. Mi visitante se diluyó en la penumbra sin que me diera cuenta.
Me sentía más tranquilo, o mejor dicho, resignado.
Yo nunca había tenido madre. Crecí en un orfanato. Pero ahora, por lo que me dijo el hombre flaco, cuando la Muerte viniera tendría el rostro de ella. Así es que por fin la iba a conocer. ¡No dejaba de ser un consuelo!