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lunes, 12 de septiembre de 2011

EL CARACOL.

Le fascinaba el mar. Su olor, su ruido, su fuerza.
Vivía con sus padres en aquel pueblo que en los veranos se llenaba de gente, pero el resto del año solo era habitado por unos pocos que se conocían como si fueran una familia.
Ella asistía al Liceo en el puerto vecino y sus amigas eran alumnas también. Pero, en las tardes le gustaba ir sola a sentarse a la playa, a mirar como el sol desaparecía en el horizonte. Era como una brasa ardiente que se apagaba en el mar, que parecía morir,  pero a ella le encantaba pensar que en otras tierras había seres que despertaban con su luz y empezaban un nuevo día mientras el suyo terminaba.
Le gustaba adormecerse escuchando el batir incansable de las olas contra las rocas.
Una tarde en que estaba sentada mirando el crepúsculo, llegó un muchacho caminando por la playa.  Con naturalidad, se sentó a su lado en la arena.
-Me llamo Pablo.
-Yo, Maribel.
-No, te llamas Marimar. -le dijo él-Desde el Hotel te he visto todas las tardes venir a sentarte a la playa. Te quedas mirando el mar mientras el sol se esconde. Hasta en los ojos se te ha quedado el color del agua.
-Y tú ¿Qué haces aquí en esta época del año?
-Tengo una goleta anclada en el puerto vecino. Me voy con unos amigos a recorrer la costa. Queremos llegar hasta el Cabo de Hornos.
-Pero ¿No es peligroso?
-Vivir es peligroso, hagas tú lo que hagas. Además mis amigos son marineros avezados.
-y ¿cuándo te vas?
-Estamos pertrechando la nave y haciendo que la revisen bien, para no correr riesgos. Seguro que nos vamos la próxima semana.
Pero se quedó unos días más y Maribel adivinó que era por ella.
La última tarde caminaron kilómetros por la orilla del mar. A cada instante se miraban y ella le devolvía la sonrisa con valor, aunque por dentro la atenazaba la pena.
De pronto él corrió hacia algo blanco que sobresalía en la arena. Era un caracol precioso, blanco y rosado. Se lo acercó a ella al oído y le preguntó:
-¿Escuchas?
Sí, del corazón perlado del caracol le llegaba un rumor de olas.
-Guárdalo de recuerdo mío. Y no dudes de que voy a venir a buscarte a mi regreso.
Se abrazaron y él le susurró bajito:
-Te quiero, Marimar.
Partió al día siguiente muy temprano, sin que volviera a verlo.
Le había prometido que del primer puerto en que recalaran le escribiría, pero la carta nunca llegó.
Ella siguió yendo a la playa cada tarde, pero sentía que ya no amaba el mar. Porque se lo había llevado a él,  ahora era su enemigo. En las noches, al escuchar el fragor de las olas, sentía miedo. Se imaginaba la frágil goleta luchando contra las corrientes heladas, arrastrada quizás hasta chocar contra los arrecifes.
Pasaron los meses. Una tarde, ella sacó el caracol de entre las ropas de su cómoda.
Lo apretó contra su pecho y  fue con él a sentarse en la playa.
El sol se iba escondiendo y hacía resplandecer el agua con mil destellos de oro.
Acercó el caracol a su oído, pero en lugar de escuchar el lejano batir de olas, oyó la voz de él que  le decía:
-No me llores, Marimar.
Entonces supo que había muerto.

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