José quería ser un jardinero profesional, tan diestro y tan famoso, que de todas partes lo mandaran a buscar. Pero, por lo pronto, solo era el ayudante de su tío Manuel.
Juntos atendían los jardines de un conjunto habitacional muy lujoso que habían edificado en las afueras de la ciudad.
Todas las casas eran blancas, con rejas verdes y amplios prados en los cuales había mucho qué hacer. José y su tío llegaban al alba y se les iba el día regando, desmalezando y plantando nuevas flores, según la estación.
Al fondo de uno de los jardines había una gruta, con una imagen de yeso de la Virgen María.
Su cara era tan amable que José no se cansaba de mirarla. Le parecía que Ella le sonreía con dulzura y que sus labios le decían cosas que nadie más podía escuchar.
En la casa de José no se hablaba de religión y él hacía mucho que había olvidado las oraciones que le enseñaron para su primera comunión. Pero, a escondidas, se arrodillaba frente a la imagen y le contaba sus tristezas y sus preocupaciones.
-Virgencita- le decía- quiero contarte que estoy enamorado. Pero ella es mucho para mí. La veo pasar con libros bajo el brazo y yo soy tan ignorante...Tú sabes que me tuve que retirar de la escuela para trabajar y ayudar en mi casa...Ella ni me mira, no sabe que existo y la verdad es que no me extraña ¿ Como se iba a fijar en un simple jardinero?
La imagen lo miraba con sus ojos serenos y parecía decirle:
-¡ No te aflijas, José! Nada es imposible en las cosas del Amor. Le contaré a mi Hijo lo que tú me has confiado y El verá qué hacer...
Detrás de la gruta de la Virgen había un pequeño terreno sin cultivar. José decidió que en sus ratos libres plantaría ahí nardos y azucenas para ofrecercelos a Ella. Contento con su idea, se puso a picar la tierra, arrancando las malas hierbas y abonándola con dedicación.
Las plantas crecieron verdes y estaban a punto de florecer, cuando José cayó enfermo.
Una mañana se despertó con el pecho dolorido y al medio día lo consumía la fiebre. Incapaz de soportar el peso de las herramientas, se desmayó en medio de los arbustos.
-¡ Debe ser ese maldito virus que no perdona a nadie!- exclamó su tío Manuel, asustado.
Lo llevó hasta su casa en la vieja camioneta y le aconcejó a la madre que llamara a un doctor.
El médico pronunció la temible palabra : Covid. Pero, tranquilizó a la mujer que lloraba:
- ¡ No se aflija, señora! José es joven y fuerte. Hay que dejar que la enfermedad evolucione. Estoy seguro que saldrá adelante. Tenga paciencia.... ¡ Y no deje que los otros niños se acerquen a él!
Durante muchos días José ardió en fiebre. Le costaba respirar y en su delirio repetía:
-El jardín! ¡ El jardín!
Su mamá lo tranquilizaba:
-¡ Cálmate, mi hijito! Tu tío lo cuidará.
Ella no sabía que José se preocupaba por el jardín secreto que había estado cultivando para la Virgen y del que nadie más conocía la ubicación.
Seis semanas pasaron antes de que se pudiera levantar. Al fín, pálido y débil todavía, insistió en acompañar a su tio en su trabajo habitual.
Al llegar allá, corrió desesperado en dirección a la gruta.¡ Estaba seguro de que el jardín estaría seco! Nadie lo habría regado en más de un mes...
Pero, lo primero que vio le arrancó un grito . ¡ La imagen de la Virgen había desaparecido!
-¡ No puede ser!- exclamó angustiado- ¿ Es que robaron la estatua de la Señora?
Pero, una voz muy dulce lo llamó desde detrás de la gruta:
-¡ Estoy aquí, José! ¡ No te preocupes!
Los nardos y las azucenas habían florecido y erguida en medio de una nube de blanco esplendor, estaba la Virgen.
-He cuidado tu jardín, mientras estabas enfermo- le dijo, con sencillez.
José cayó de rodillas y sintió que una mano fresca se posaba sobre su frente, despejando los últimos vestigios de la fiebre que lo había atormentado.
Cuando abrió los ojos, se halló de nuevo solo. En el hueco de la gruta, la imagen de la Virgen sonreía como siempre.