Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



lunes, 31 de octubre de 2011

EL ARBOL MAGICO.

Tomás tenía quince años cuando sus padres se separaron y a él lo cambiaron a otro colegio.
Era caro, pero como tenía buenas notas y su padre era primo del Rector, no fue difícil conseguirle una beca.
No le importó dejar su antiguo colegio, porque no tenía amigos. Pero, acá se sorprendió de que todos se conocieran y se saludaran como si acabaran de estar juntos el día anterior. Luego comprendió que veraneaban en el mismo lugar, que sus padres eran amigos y que en las vacaciones de Invierno, subían juntos a esquiar a la montaña.
A él no lo conocía nadie.
El Colegio había sido originalmente sólo para hombres, pero luego se había integrado con los restos de un colegio de niñas en franca decadencia, a pesar de su pasado de alcurnia.
Las niñas se sentaban adelante y en los recreos formaban un grupo inexpugnable que se reunía junto a la cancha de Basketball.
El segundo día la descubrió. Era rubia y chiquita, con el pelo cortado en redondo, como un yelmo de oro que protegiera su cabeza.
-¡Juana de Arco!-pensó-¡Isolda!-Porque era aficionado a la Literatura y acostumbraba a introducir en la realidad  el contenido de los libros.
Puso atención a la lista y supo que se llamaba Beatriz. Sus amigas le decían Betty.
Soñaba con que se fijara en él, pero no se le ocurría como lograrlo.
Había descubierto detrás de la capilla un sitio encantador que al parecer nadie más conocía. Era un árbol de morera, redondo como una enorme sombrilla verde y bajo él había un banco.
Muchas veces iba allí a leer y a pensar en el cambio que había sufrido su vida.
Cuando sus padres se separaron sintió como si una grieta se abriera a sus pies. De la noche a la mañana su mamá empezó a trabajar en una Agencia de Turismo y su padre se fue a un pequeño departamento. Cuando iba a pasar el fin  de semana con él, debía dormir en el sofá del living.
Juntos,  habían sido sus padres. Separados,  eran dos extraños.
Pero Beatriz había introducido un elemento nuevo en su vida. Se hizo menos comunicativo aún con su madre, pero en las noches, cuando compartían la cena, su silencio estaba lleno de algo contenido y emocionante. Ella lo miraba de reojo, preocupada al pensar que la separación lo había afectado mucho, pero él de pronto sonreía como si un pensamiento dichoso cruzara por su mente y ella se tranquilizaba.
En los recreos empezó a vagar en torno al grupo de niñas. Un día se animó a acercarse y a lanzar una broma. Varias se rieron y entre ellas, Beatriz.
Otro día lo llamaron y le preguntaron qué estaba leyendo. Era "La Divina Comedia", porque ahí figuraba Beatriz, la amada del Dante, que lo esperaba a la entrada del Cielo.
-¡Uy! ¡Qué lata! ¿Cómo puedes leer ese mamotreto?-exclamó la más impertinente de las niñas.
Tomás se devanaba los sesos pensando en cómo apartar a Beatriz del grupo y hablar a solas con ella.
Soñaba con llevarla al lugar mágico detrás de la capilla. Sentía que bajo el árbol, sentados ambos en el banco, su lengua se soltaría por milagro y podría decirle todo lo que imaginaba cuando estaba solo. Sostendrían un diálogo encantador, ágil y plagado de mutuas confidencias. El se mostraría simpático, con una personalidad abierta, lleno de confianza en sí mismo. El árbol haría la magia de transformarlo en otro, sin cambiar su corazón.
Pero pasó el año y nada ocurrió.
En los días de Invierno, las niñas se refugiaban en el salón de actos y los niños jugaban voleiball en el gimnasio techado.
Tomás se iba a leer a la biblioteca, perdida ya toda esperanza de acercarce a Beatriz.
Ella lo miraba desde lejos y aveces, en clases, sus ojos se encontraban, pero él nunca tuvo el valor de hablarle.
En Octubre, la morera dio pequeños frutos rojos que rápidamente se tornaban oscuros y caían a los pies del árbol. Tomás retornó a sentarse en el banco, siempre con un libro que a menudo permanecía cerrado, mientras él se entregaba a su melancolía.
Sumido en sus pensamientos, no advirtió que alguien lo había seguido desde  lejos hasta descubrir su escondite. Una cabecita rubia, como cubierta con un yelmo de oro,  centelleó entre los arbustos y luego retrocedió.
Llegó el último día del año escolar.
Todos se abrazaban, intercambiando datos de lugares y fechas.
-¡Nos vemos allá!-era la frase más repetida.
Tomás se encaminó hacia la capilla y dio un rodeo tras la mole gris. Quería ver por última vez el mágico árbol de sus fantasías. Quizás imaginar de nuevo aquel diálogo con Beatriz, en el que le contaba todo: La separación de sus padres, su soledad y al final, su amor por ella.
De lejos vio a alguien sentada bajo la morera. Le pareció un sueño y corrió hacia la imagen antes que se desvaneciera en la sombra verde salpicada de oro.
Pero la figura se hizo más nítida. Era Beatriz, que lo esperaba sonriendo.

SANANDO A MI DOCTOR.

Empezaba mi segundo año de Arquitectura, cuando me vino la más feroz de las depresiones.
Lo primero fue descubrir que , después de todo, no era eso lo que quería estudiar. Que me había matriculado para darle el gusto a mi padre, el famoso arquitecto Fulanito de Tal, "cuyas creaciones transparentes y fluídas, verdaderos desafíos estructurales",  se erguían en varias ciudades de América del Sur.
Al principio creí que lo lograría, pero a comienzos del tercer semestre me empecé a sentir extenuada y confusa. El camino delineado frente a mí se borró de pronto. Me desorienté y no supe qué hacer. Ni siquiera tenía claro cual era mi verdadera vocación. Empecé a dormir mal y a sentirme mareada. Cuando comencé a olvidar hechos cercanos en el tiempo, me asusté y decidí ir a la consulta de un psicoanalista.
Una amiga, que había tenido serios problemas con el divorcio de sus padres, me recomendó al Dr. Soldán.
Y fue así como una tarde me ví instalada en un sillón, frente a un hombre flaco con lentes de marco de carey que me miraba con simpatía.
Una pequeña grabadora sobre su escritorio reemplazaba al block y al lápiz con que a los caricaturistas les gusta dibujar a los psiquiatras.
Nos observamos durante un rato. Pensé que sería él quien abriría el fuego y él parecía pensar lo mismo con respecto a mí. Pero, al verlo echar una furtiva ojeada a su reloj, rompí mi mutismo y empecé a contarle el problema que me llevaba  a su consulta.
Descubrí que era más fácil de lo que pensaba y pronto me encontré vomitando mi frustración mientras mis mejillas ardían por la violencia de mi catarsis. Hablé como veinte minutos sin parar, mientras él me contemplaba impávido. Se terminó el tiempo y quedé citada para la semana siguiente.
Al salir, todavía turbada y temblorosa, fui traída bruscamente a la realidad por la voz de la secretaria:
-Son cincuenta mil pesos, señorita.
¡Menos mal que los éxitos profesionales de mi padre podían solventar esos  aranceles!. No sentí remordimientos por ocasionarle semejante gasto. Al fin y al cabo, por darle el gusto a él había caído en el agotamiento nervioso en que me encontraba.
Para resumir mi trayectoria hacia la salud mental diré que asistí a la consulta durante varias semanas
A medida que yo iba aclarando mis ideas y sintiéndome más serena, empecé a notar al Doctor algo distraído.
En las últimas sesiones observé que una arruga profunda partía en dos su entrecejo y la tensión endurecía su mandíbula.
Se notaba que luchaba por mantenerse atento a mis palabras, pero pronto sus ojos, aprisionados tras los lentes con marco de carey, se le escapaban a vagar por el cielo raso.
Una tarde me quedé muda al verlo de improviso taparse la cara con las manos y emitir un gemido.
-Doctor ¡no se aflija!-le dije ingenuamente. Si estoy casi bien. . .
-¡No! ¡Soy yo! ¡Soy yo!-repitió desesperado y lanzando lejos los lentes,  enjugó sus ojos llorosos con un pañuelo.
Demás está decir que quedé petrificada.
Sollozó unos minutos y luego me dijo con voz quebrada:
-No sé qué hacer con mi vida. Todo da vueltas a mi alrededor. He perdido la vocación. Ya no puedo ayudar a mis pacientes. . .
-No, Doctor, se equivoca. A mí me ha ayudado mucho.
Ni siquiera me escuchó y siguió gimiendo:
-¡Es que usted no sabe! Siento que de pronto me debato entre tinieblas. Ya no duermo y en el día me acosan ideas suicidas. Me receté unos ansiolíticos pero veo que en mi caso son inútiles.
-Hable, Doctor. ¡Desahóguese!. -Le dije, sacando una libreta y un lápiz de mi cartera.
Durante más de media hora me habló de su infancia, de la severidad de sus padres, de una adolescencia atormentada y de esa profesión abrumadora que le estaba devorando la vida. . .
-¡Y ahora mi mujer quiere el divorcio!-sollozó, golpeándose la frente contra el escritorio.
Al final se calmó y me miró algo turbado.
-¡No sabe lo bien que me ha hecho contarle mis problemas!
-Me alegro, Doctor. Pero se acabó el tiempo. Son cincuenta mil pesos.

NOCHE DE HALLOWEEN.

Partí a la fiesta vestido de la mejor manera que pude, dados mis escasos recursos.
Después de cubrirme la cara con talco, me pinté ojeras negras y sangre chorreándome por las comisuras de la boca. Una polera desgarrada y un pantalón roto y manchado de barro completaban mi atuendo.
-El disfráz de muerto viviente es el más barato que existe-pensé y me miré en el espejo satisfecho.
La fiesta era en una Discoteca del barrio y había quedado de juntarme ahí con la Jennifer, que también iría de zombi, para que hiciéramos pareja. Su hermano Bruce quería conseguir un terno negro y una capa, para disfrazarse de Drácula. En fin, que estábamos de lo más entusiasmados.
Ya era más de las doce y a esa hora los niñitos ya habían terminado sus rondas de "Dulce o travesura". Seguro estarían acostados con retorcijones de estómago de tanto comer golosinas.
Las calles se veían medio desiertas, excepto por alguno que otro disfrazado que se dirigía a su respectiva fiesta.
En una esquina de la Plaza, junto a un banco, ví a una especie de novia-cadáver que me dejó impresionado. ¡Se veía tan real! Llevaba un traje blanco que le cubría hasta los pies, guantes de encaje y una máscara de calavera coronada por un cintillo de flores sosteniéndole el velo. La miré de cerca y les juro que daba miedo. ¡Parecía salida de una pesadilla!
Como la ví tan sola le pregunté si esperaba a alguien y si quería que la acompañara un rato.
-Espero a mi novio-me respondió en voz baja, casi un susurro.
-Oye-le dije-Tu disfraz sí que es real. Debes haber gastado mucho en arrendarlo.
Guardó silencio y con un leve crujido del tafetán de su traje, se sentó en el banco.
Decidí acompañarla, no fuera que alguien llegara a molestarla.
Por más que la miraba, no lograba verle los ojos, perdidos tras las cuencas de su máscara. Ella no me hacía ningún caso y estaba tentado de irme, cuando apareció el novio.
Venía de frac, con camisa blanca y corbata de seda. Llevaba una máscara igual a la de ella, y era más bién una calavera completa, con algunos mechones pegados en la coronilla.
-¿Ustedes van a la Discoteca "Tauro"?-les pregunté.
-Sí, podría ser. Nos gustaría bailar un poco. No bailamos desde aquella vez que nos tocaron el vals de los novios, cuando nos casamos-suspiró melancólico.
-Ja ja. ¡Bueno el chiste!-exclamé,  pero no me acompañaron en la risa.
-¡Así que ustedes representan a una verdadera pareja de novios muertos! ¿Y cómo se les ocurrió la idea?
-Bueno. Venimos desde hace años haciendo lo mismo-contestó él-Todas las noches de Halloween salimos a recorrer Santiago.  ¡Nos sentimos tan libres!
-¡Vamos entonces a la Discoteca!-los urgí-Allá tengo unos amigos esperándome.
Ellos se tomaron del brazo y creí escuchar un entrechocar de huesos. Los miré asustado, pero ellos caminaban serenamente, como la cosa más natural del mundo, y no repararon en mi impresión.
-Pero, cuéntenme. ¿Dónde arrendaron esos disfraces tan buenos?-les pregunté, más que todo para tranquilizarme a mí mismo.
-Por allá, por el barrio Recoleta-dijo ella vagamente y se acomodó la corona de flores que se le resbalaba sobre un ojo. Mejor dicho sobre una órbita, de la que,  para más realismo,  colgaba un gusano.
En la Discoteca los perdí de vista. Las luces y el estruendo de la música me envolvieron, devolviéndome el entusiasmo.
Encontré a mis amigos en el Bar y nos felicitamos mutuamente por lo bien que lucíamos.
-¡Eso que ustedes no han visto a la pareja con que me encontré! Venían de esqueletos y les juro que al caminar les sonaban los huesos como castañuelas.
-Ya ¡sale! ¡Las cosas que se te ocurren!-dijo la Jennifer-¡Vamos a bailar mejor!
Su hermano ya se había perdido en la pista , de la mano de una vampira.    
Al amanecer salimos cansados y algo achispados. La Jennifer se colgaba de mi brazo, muerta de sueño y le sugerí que tomáramos un taxi.
Ya íbamos en él, cuando divisé a la pareja de novios caminando del brazo en la claridad lechosa  del alba.
-Pare-le pedí al chofer y me ofrecí a llevarlos.
-¿Para donde van?
-Vamos a Recoleta-dijo el novio-No creo que ese sea su destino.
-¡No importa! Igual los llevamos.  ¡Suban!
La Jennifer iba durmiendo y la corrí para la punta del asiento. La pareja se subió y la verdad era que apenas ocupaban espacio.
Se bajaron frente al Cementerio y ya sin mucho asombro los ví pasar a través de la reja cerrada y perderse entre las tumbas.  
La Jennifer seguía durmiendo en su rincón y no se dio cuenta de nada. El chofer, menos.
Entonces me acordé de lo que el novio me había dicho:
-Cada noche de Halloween aprovechamos de recorrer Santiago. ¡Nos sentimos tan libres!
Me dio un escalofrío al sospechar que no todos son disfrazados los que vemos esa noche. Algunos son auténticos cadáveres que salen a festejar.  ¿Qué mejor ocasión para pasar desapercibidos?

viernes, 28 de octubre de 2011

EL ANCIANO CABALLERO.

Una mañana, el anciano no se presentó a desayunar.
Amalia puso oído atento tratando de captar algún rumor proveniente de su pieza. Pero, fue en vano.
Intranquila, golpeó suavemente y entró. Lo vio tratando de incorporarse en la cama. Sus ojos la miraban angustiados y notó que hacía esfuerzos para hablar sin conseguirlo.
Comprendió entonces que había sufrido un ataque y llamó al médico. Este lo examinó brevemente y opinó que era necesario trasladarlo al Hospital.
-Avise a su familia-le dijo-Es posible que no se recupere.
Amalia le informó que era muy solo,  que ni siquiera un amigo había venido nunca a verlo durante el tiempo que estuvo en su casa.
Llegó la ambulancia y ella lo acompañó, sosteniéndole la mano. El niño quedó en la casa de una vecina.
La enfermera que lo ingresó le pidió que le trajera los documentos del paciente y que mirara entre sus papeles para ver si tenía algún seguro médico.
Con cierto pudor, Amalia abrió el cajón de su cómoda y en una caja de cartón encontró lo que buscaba. También había una fotografía amarillenta de una pareja de recién casados. Con estupor, reconoció en ella a su madre. Confiada y orgullosa, se apoyaba en el brazo del mismo hombre que ahora, envejecido pero reconocible, yacía en la cama del Hospital.
Permaneció largo rato trastornada, repasando en su mente los meses trascurridos desde que él llegara. Tratando de comprender esta casualidad inaudita. .
Su temprana viudez la había dejado en precaria situación. No se afligía por ella sino por el niño, que contaba apenas cuatro años. Pero rápidamente organizó su vida. Empezó a llevarlo todas las mañanas a un Jardín Infantil gratuito y ella consiguió empleo de cajera en una tienda.
Pero el dinero no alcanzaba y decidió arrendar la pieza que había sido escritorio de su marido.
Su primera inquilina fue una joven de provincias que llegó a estudiar a Santiago. Pero al cabo de un año se fue, para arrendar un departamento con otras compañeras.
Entonces llegó el anciano caballero.
Erguido y digno en sus ropas algo gastadas, apareció una mañana, portando una maleta.
A ella le agradó de inmediato. Tenía un rostro triste, surcado de profundas arrugas, pero en sus ojos grises aún quedaban destellos de juventud.
Salía todos los días a caminar por el barrio y con frecuencia volvía con algún dulce o un pequeño juguete para el niño. Este le había tomado apego y se trepaba a sus rodillas con entera confianza.
Amalia empezó a llamarlo todas las noches, después de acostar a su hijo, para que se sentara junto a ella frente a la estufa.
Mientras cosía, él leía algún viejo libro o se quedaba en silencio, pensativo.
Pero una noche le habló para preguntarle por su familia.
Amalia le contó que había perdido a su madre hacía dos años. De su padre no recordaba nada. Creyó entender que había muerto cuando ella era muy pequeña. En la casa no vio nunca una fotografía suya y su madre se calló, reticente, las pocas veces que se atrevió a preguntar por él.
-Tuve un padrastro cariñoso que insistió en darme su apellido e hizo de mi infancia una época feliz.
Así terminó su relato e impulsada por el nuevo lazo de confianza que se había establecido entre ellos, se atrevió a preguntarle por la vida de él.
Al principio el anciano guardó silencio y un velo de tristeza cayó sobre su rostro. Pero luego empezó a hablar.  
Se había casado enamorado y era padre de una niñita a la que adoraba. Desgraciadamente tenía el vicio del juego. Para cubrir una deuda, tomó dinero de la Empresa donde trabajaba. Creyó que podría restituirlo a tiempo, pero no le fue posible hacerlo.
Estuvo preso varios años y cuando cumplió su condena, su mujer le pidió que no volviera. Le dijo que quería rehacer su vida, que no permitiría que su hija sufriera la vergüenza que él les había traído, que prefería decirle que había muerto.
Y así se vio solo, privado del calor de su hogar y del amor de su hijita.
Se fue a trabajar a provincia, honradamente y nunca más se acercó a una mesa de juego. De su esposa y de su hija no volvió a tener noticias.
-Lo que más quisiera-le dijo-es volver a ver a mi niña.  Ahora ya es una mujer. Tal vez si le contara mi historia me perdonaría. Todos estos años he vivido pensando en ella, soñando con poder abrazarla.
Amalia reunió los documentos y partió al Hospital. Caminaba como sonámbula. Una felicidad triste, un nudo de alegría y llanto obstruía su garganta.
Al llegar, vio que el médico terminaba su ronda y se acercó a inquirir noticias. Él le dijo que el paciente estaba mejor. Iría poco a poco recuperando el habla. Había sido un accidente vascular leve y con ejercicios recuperaría también la motricidad de su brazo. En pocos días sería dado de alta.
Amalia se acercó a la cama del anciano. Apretó entre las suyas la mano que yacía inerte sobre la sábana y le dijo con ternura:
-Pronto nos iremos a casa, papá.

jueves, 27 de octubre de 2011

ENVIDIA.

Isabel marcó el número de Verónica, para preguntarle si podía ir a verla. A veces contestaba   Zunilda  y le decía que la señora tenía visitas. Entonces Isabel dejaba pasar por lo menos una semana antes de llamar de nuevo.
Esta vez, sin embargo, contestó Verónica y se mostró contenta ante el anuncio de su visita.
-¡Por supuesto! Me encantará que vengas a tomar un trago conmigo.
Isabel apagó el computador y descolgó su abrigo del perchero.
 Por primera vez se fijó en lo gastados que estaban los bordes de las mangas y suspiró con desaliento.
La señora había salido,  así es que  pasó a la cocina a despedirse de Nelly.
-¡Hasta mañana, señorita Isabel! ¡ Ojalá alcance a llegar a su casa antes de que empiece a llover!.
Al día siguiente la señora tenía un desfile de modas en el Club Campestre. Eso significaba que sería una mañana tranquila, ordenando la correspondencia y enviando los mensajes que le había dejado manuscritos. En general, su trabajo como secretaria de la señora Ruiz era descansado. Llevar su agenda de compromisos, retirar su ropa de la lavandería, llamar al masajista y una vez al mes acompañarla al médico.
A las seis ya podía retirarse y esa tarde decidió ir a la casa de Verónica.
Se conocieron en el colegio, pero más tarde la Vida no había sido equitativa con ambas en la entrega de sus dádivas.
Verónica se había casado cuando cursaba el segundo año de periodismo. Había dejado sin pena los estudios porque en su fuero interno sabía que había entrado a la Universidad "mientras". Y ese "mientras" había perdido su razón de ser cuando conoció a Pablo Alcántara.
Isabel en cambio, no pudo estudiar. Su padre se había dejado timar por un socio inescrupuloso y murió súbitamente de un infarto, al constatar su ruina.
Una amiga de la familia recomendó a Isabel a la señora Ruiz, para que fuera su secretaria.
Una delgada fisura se abrió entre ambas amigas. Su situación económica y social se volvió tan diferente como puede serlo  entre una joven que trabaja y otra que está casada con un rico empresario y dispone del día entero para no hacer nada.
Pero se impuso el cariño que las había unido en el colegio y continuaron viéndose.
Cuando Isabel salió, había empezado a llover copiosamente y no pudo evitar que se mojaran sus zapatos. Las delgadas suelas pronto dejaron pasar el agua y sintió que sus pies se helaban. Se consoló pensando que podría calentárselos frente a la chimenea del salón de Verónica.
Le abrió la puerta Zunilda y echó una mirada crítica a sus zapatos embarrados. Humillada, Isabel  los restregó fuertemente en el felpudo.
Su abrigo fue recibido con cierto desdén y colgado en el perchero del vestíbulo. El paraguas chorreante quedó estilando en un recipiente de bronce.
Verónica salió a recibirla. Se veía animada y sus mejillas estaban rojas. En su mano sostenía un vaso de whisky.
-¡No pude esperarte, Isabel! Pero en seguida te sirvo. . .
Pronto las amigas se hallaron sentadas una frente a la otra, mirándose con afecto.
Pero ya no tenían mucho en común de qué hablar.
-¿Y tu marido?-preguntó Isabel para llenar el silencio.
-¡Oh, Pablo! Seguro que está en alguna reunión de negocios. Pronto llegará-dijo sin convicción-Pero tú, ¿qué has hecho?.
--Bueno, trabajar, tú sabes. Pero la señora Ruiz es amable y no es mucho lo que tengo que hacer. Más que todo acompañarla.
-¿Y qué haces al salir de allá?
-Con poco dinero no hay mucho donde elegir. Pero frecuentemente salgo con  Lucy a comer algo y después vamos al cine.
-¿Y quién es Lucy?
-¡Oh! Ya te lo había dicho. La joven con quién comparto el departamento.
-Es cierto. Así qué al cine. . . ¿Y qué más hacen?
-Bueno, vamos al teatro si podemos pagarlo o si no, sencillamente nos quedamos en la casa tomado café y conversando. . . . Pero esto para ti debe sonar muy aburrido, con toda tu vida social y los lugares a los que puedes ir con Pablo.
-No creas, Isabel. Los panoramas que mencionas son entretenidos. Sobre todo porque ustedes son libres para ir a donde quieren.
Y su tono de voz era amargo, porque ella siempre tenía que cumplir compromisos aburridos con gente que apenas conocía. Su vida social estaba férreamente atada a los negocios de su marido.   
 -¿Y has comprado algo lindo últimamente?
-Sí, algunas cosas. ¿Quieres verlas?
Con los vasos en la mano pasaron a una habitación cuyas murallas estaban revestidas de armarios. Verónica abrió uno  y mostró una hilera de vestidos maravillosos. Isabel pensó que con el precio de uno solo podría cubrir su cuota en el arriendo del departamento.
-Hay algunas cosas que ya no me pongo. No sé si querrías. . .
Se interrumpió temiendo haber ofendido  a Isabel, pero ella había aprendido hacía tiempo que el orgullo y la pobreza no van del brazo por la vida.
-¡Oh! Me encantaría.
Verónica eligió una chaqueta de fino paño beige y la instó a que se la probara. Le sentaba de maravilla. Entonces llamó a Zunilda y le pidió que se la envolviera.
Esta la tomó en silencio y al salir echó una ojeada desdeñosa al vestido de Isabel.
Volvieron al salón y Verónica se sirvió otro trago. Sus mejillas lucían más rojas y su risa sonaba más alegre.
Isabel miró su reloj y se levantó sobresaltada.
-Pero ¡si son ya las nueve! En realidad, cuando vengo a tu casa es muy difícil que me quiera ir.
Y lanzó una mirada a las mullidas alfombras y al fuego que ardía en la chimenea.
Salió a la calle rápidamente apretando contra su pecho el envoltorio de la chaqueta. ¡Afortunadamente había dejado de llover!
Mientras caminaba, iba repasando en su mente todas las cosas hermosas que había visto. Los muebles, las lámparas, los búcaros llenos de rosas recién traídas de la florería. . . Y ese closet repleto de vestidos espléndidos. . . No pudo evitar que el resentimiento y la envidia destilaran veneno en su corazón. Pero fue solo un segundo. Se impuso el cariño que sentía por Verónica  y la preocupación que ahora la embargaba al comprobar cuánto licor había tomado su amiga durante la velada. ¡Y qué sobreexitada se veía!
Verónica, mientras tanto, se sentó en un sillón y fijó la vista en el reloj que inexorable marcaba la hora. Pronto serían las diez. Otra noche en que Pablo se quedaba a comer afuera sin avisarle.
La casa estaba sumida en total silencio tras la partida de Isabel. La imaginó llegando a su departamento,  feliz al  mostrarle la chaqueta a Lucy. Seguro que luego se quedarían conversando de mil cosas hasta que les diera sueño. Quizás  planeando ir al cine o al teatro. Contando risueñas las monedas para ver si alcanzaban. . . .
La soledad la envolvió como una manta sofocante que le impidiera respirar.
Sintió envidia de Isabel, de su libertad, de su posibilidad de tener una amiga con quién hacer planes y  salir de compras.
Ella, en cambio, pasaba las tardes esperando que Pablo llegara para conversar con él. Pero siempre estaba tan cansado. Le contestaba con monosílabos y luego de juguetear un rato con el control remoto, se quedaba dormido en el sillón. O sencillamente no volvía, como esta noche y luego entre sueños lo oía entrar al dormitorio cuando empezaba a aclarar. . .
Escuchó a Zunilda preparando la vajilla para el desayuno y con el pretexto de hacer la lista del Supermercado se dirigió a la cocina. Quizás podrían tomar juntas una taza de café. . . . .

martes, 25 de octubre de 2011

OFELIA.

La madre murió de una enfermedad lenta que pareció ir devorándola por dentro. Fue como si una maquina alojada en su interior fuera triturando su carne hasta dejar sólo la piel que envolvía sus huesos.
El padre pasaba los días junto a su cama. Ester y Camila hacían inútiles esfuerzos para que saliera siquiera al jardín a respirar  aire fresco. Se negaba a abandonar a la enferma, aferrándose a los últimos días  que le quedaban para  gozar de su presencia. Aunque ya no podía decirse gozar sino sufrir, pero, al menos estaba allí. Aún podía tomar su mano y lograr que lo mirara y le sonriera con sus labios resecos. .
El médico les advirtió que temía por la salud de su padre, después de que ella falleciera.
-Muchos viudos-dijo-sobreviven menos de un año a la pérdida. Languidecen y se van consumiendo sin encontrar nada que los retenga en este mundo. Y en el caso de él, que la quiere tanto. . . .
-Siempre han sido tan unidos-dijo Camila-Como una pareja de enamorados. Si hasta parecía que nuestra presencia de hijas les resultaba superflua.
Sonrió al decirlo, pero sus labios se curvaron hacia abajo en una mueca de amargura.
Cuando el final llegó, la casa pareció quedar vacía. ¡Era increíble cómo la presencia de la madre moribunda se había adueñado de todas las habitaciones!
Vino el doctor y les aconsejó que tomaran una enfermera para que acompañara a su padre durante el primer tiempo. Alguien que lo llevara a caminar, que lo distrajera y se preocupara de sus medicamentos y de sus horas de reposo.
Así llegó a la casa Ofelia, una mujer de mediana edad y de  aspecto anodino.
Vestía de oscuro y su rostro pálido y alargado parecía despreciar los cosméticos. Daba la impresión de que en algún momento de su vida había aspirado a entrar a un convento y luego se había decidido por la enfermería.
Llegaba puntualmente a las ocho, cambiaba rápidamente su vestido por el uniforme blanco y se entregaba a sus tareas con eficiencia. El anciano, al principio reacio, terminó por aceptar su compañía.
Por alguna razón desconocida, la cocinera y la doncella le tomaron antipatía. Tal vez pensaban que su presencia les significaba más trabajo.
Le servían las comidas en una bandeja y  Ofelia las tomaba en la habitación. El padre comía con sus hijas en el comedor y ellas notaban que iba superando la melancolía que lo aquejara las primeras semanas.
Al poco tiempo, el anciano sugirió que Ofelia los acompañara en la mesa.
Era tan silenciosa y modesta que apenas se notaba su presencia. Sólo hablaba si le dirigían la palabra, cosa que ninguna de las hermanas se molestaba en hacer. Pero si alguien le formulaba alguna pregunta, respondía con una dulce sonrisa que prestaba cierto encanto a su cara deslavada.
A la cocinera sí le molestaba servirla y se lo demostraba poniendo en su plato porciones mezquinas y fingiendo no oírla si le pedía más pan o un vaso de agua.
Por su parte, la doncella se demoraba adrede en abrirle la puerta cuando llegaba en las mañanas. Sobre todo si estaba lloviendo o hacía frío. Parecía causarle gran placer hacerla esperar tiritando en la puerta de calle.
Ofelia soportaba todos los desaires con un rostro impasible, pero a veces, un relámpago de odio se filtraba bajo sus párpados y desaparecía de inmediato.
El anciano había iniciado una rutina saludable de caminatas y lectura. Al pasar frente a su habitación, se escuchaba la suave voz de Ofelia leyéndole alguna novela y en las mañanas ambos comentaban animadamente las noticias de los diarios.
Un día, Camila y Ester notaron al mismo tiempo un sutil cambio en el aspecto de la enfermera. ¡Había empezado a maquillarse! Una delicada sombra en los ojos y un suave rosa en los labios fue lo primero que llamó su atención. Luego fue el peinado. El severo rodete en la nuca dio paso a suaves ondas enmarcando su rostro.
Ambas lo comentaron sonriendo burlonamente.
-¿Será que ha conseguido novio?
-¡Ay! ¿Y quién? ¡Por favor! Con esa cara. . .
Pero, no cabía duda de que Ofelia había cambiado. Sus vestidos oscuros se veían realzados  con pañuelos de colores o cuellitos de encaje. Y ¿era sólo una impresión o ahora llevaba la basta de la falda por sobre la rodilla?
Mientras, su padre se veía cada vez más animado. Dormía bien sin la ayuda de somníferos y ya había dejado hacía tiempo la melancólica costumbre de quedarse mirando el retrato de la difunta.
-Creo que ya es hora de que Ofelia se vaya-dijo Ester-Es evidente que papá ya no la necesita. Superó la etapa más dura del duelo y sólo le queda la natural nostalgia. Y esa no creo que lo abandone jamás. . .
Es cierto-comentó Camila-¡Hasta lo noto rejuvenecido! . Esas vitaminas que le dio el doctor han obrado milagros.
Decidieron que esa misma noche, a la hora de comida y antes de que Ofelia se fuera, plantearían el tema.
-Papá-empezó Camila, apenas terminaron el postre-Aprovechando que Ofelia está aquí queremos decirte que pensamos que la presencia de ella ha dejado de ser necesaria. Tú estás recuperado por completo y ánimo no te falta para retomar tu vida.
-Ofelia-agregó Camila-Creo que para usted será cómodo que le demos un aviso de dos semanas. Sé que en la Agencia la colocarán de inmediato.  Le daremos una excelente recomendación.
El anciano sonreía en silencio, dejándolas hablar.
Extendió su mano por sobre la mesa y Ofelia se la oprimió con ternura.
-Me han dado la ocasión precisa para anunciarles la buena noticia. ¡Ofelia no tiene que irse porque ha aceptado casarse conmigo!
Las dos hermanas palidecieron y se quedaron atónitas mirando a la enfermera.
Esta había cambiado en segundos su aspecto dócil y recatado. Se erguía en su silla con una seguridad y un aplomo casi autoritario. Ambas notaron al mismo tiempo que sobre el encaje de su blusa blanca brillaban las perlas que habían sido de su madre.
-¡Querido!-exclamó Ofelia-No sólo tus hijas tienen que alegrarse con nuestra felicidad. También el servicio doméstico debe participar de este momento especial.
Y tocó la campanilla para llamar al comedor a las que tanto la habían humillado.
Sonreía con dulzura,  pero súbitos relámpagos de odio se filtraban entre sus pestañas.