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jueves, 27 de octubre de 2011

ENVIDIA.

Isabel marcó el número de Verónica, para preguntarle si podía ir a verla. A veces contestaba   Zunilda  y le decía que la señora tenía visitas. Entonces Isabel dejaba pasar por lo menos una semana antes de llamar de nuevo.
Esta vez, sin embargo, contestó Verónica y se mostró contenta ante el anuncio de su visita.
-¡Por supuesto! Me encantará que vengas a tomar un trago conmigo.
Isabel apagó el computador y descolgó su abrigo del perchero.
 Por primera vez se fijó en lo gastados que estaban los bordes de las mangas y suspiró con desaliento.
La señora había salido,  así es que  pasó a la cocina a despedirse de Nelly.
-¡Hasta mañana, señorita Isabel! ¡ Ojalá alcance a llegar a su casa antes de que empiece a llover!.
Al día siguiente la señora tenía un desfile de modas en el Club Campestre. Eso significaba que sería una mañana tranquila, ordenando la correspondencia y enviando los mensajes que le había dejado manuscritos. En general, su trabajo como secretaria de la señora Ruiz era descansado. Llevar su agenda de compromisos, retirar su ropa de la lavandería, llamar al masajista y una vez al mes acompañarla al médico.
A las seis ya podía retirarse y esa tarde decidió ir a la casa de Verónica.
Se conocieron en el colegio, pero más tarde la Vida no había sido equitativa con ambas en la entrega de sus dádivas.
Verónica se había casado cuando cursaba el segundo año de periodismo. Había dejado sin pena los estudios porque en su fuero interno sabía que había entrado a la Universidad "mientras". Y ese "mientras" había perdido su razón de ser cuando conoció a Pablo Alcántara.
Isabel en cambio, no pudo estudiar. Su padre se había dejado timar por un socio inescrupuloso y murió súbitamente de un infarto, al constatar su ruina.
Una amiga de la familia recomendó a Isabel a la señora Ruiz, para que fuera su secretaria.
Una delgada fisura se abrió entre ambas amigas. Su situación económica y social se volvió tan diferente como puede serlo  entre una joven que trabaja y otra que está casada con un rico empresario y dispone del día entero para no hacer nada.
Pero se impuso el cariño que las había unido en el colegio y continuaron viéndose.
Cuando Isabel salió, había empezado a llover copiosamente y no pudo evitar que se mojaran sus zapatos. Las delgadas suelas pronto dejaron pasar el agua y sintió que sus pies se helaban. Se consoló pensando que podría calentárselos frente a la chimenea del salón de Verónica.
Le abrió la puerta Zunilda y echó una mirada crítica a sus zapatos embarrados. Humillada, Isabel  los restregó fuertemente en el felpudo.
Su abrigo fue recibido con cierto desdén y colgado en el perchero del vestíbulo. El paraguas chorreante quedó estilando en un recipiente de bronce.
Verónica salió a recibirla. Se veía animada y sus mejillas estaban rojas. En su mano sostenía un vaso de whisky.
-¡No pude esperarte, Isabel! Pero en seguida te sirvo. . .
Pronto las amigas se hallaron sentadas una frente a la otra, mirándose con afecto.
Pero ya no tenían mucho en común de qué hablar.
-¿Y tu marido?-preguntó Isabel para llenar el silencio.
-¡Oh, Pablo! Seguro que está en alguna reunión de negocios. Pronto llegará-dijo sin convicción-Pero tú, ¿qué has hecho?.
--Bueno, trabajar, tú sabes. Pero la señora Ruiz es amable y no es mucho lo que tengo que hacer. Más que todo acompañarla.
-¿Y qué haces al salir de allá?
-Con poco dinero no hay mucho donde elegir. Pero frecuentemente salgo con  Lucy a comer algo y después vamos al cine.
-¿Y quién es Lucy?
-¡Oh! Ya te lo había dicho. La joven con quién comparto el departamento.
-Es cierto. Así qué al cine. . . ¿Y qué más hacen?
-Bueno, vamos al teatro si podemos pagarlo o si no, sencillamente nos quedamos en la casa tomado café y conversando. . . . Pero esto para ti debe sonar muy aburrido, con toda tu vida social y los lugares a los que puedes ir con Pablo.
-No creas, Isabel. Los panoramas que mencionas son entretenidos. Sobre todo porque ustedes son libres para ir a donde quieren.
Y su tono de voz era amargo, porque ella siempre tenía que cumplir compromisos aburridos con gente que apenas conocía. Su vida social estaba férreamente atada a los negocios de su marido.   
 -¿Y has comprado algo lindo últimamente?
-Sí, algunas cosas. ¿Quieres verlas?
Con los vasos en la mano pasaron a una habitación cuyas murallas estaban revestidas de armarios. Verónica abrió uno  y mostró una hilera de vestidos maravillosos. Isabel pensó que con el precio de uno solo podría cubrir su cuota en el arriendo del departamento.
-Hay algunas cosas que ya no me pongo. No sé si querrías. . .
Se interrumpió temiendo haber ofendido  a Isabel, pero ella había aprendido hacía tiempo que el orgullo y la pobreza no van del brazo por la vida.
-¡Oh! Me encantaría.
Verónica eligió una chaqueta de fino paño beige y la instó a que se la probara. Le sentaba de maravilla. Entonces llamó a Zunilda y le pidió que se la envolviera.
Esta la tomó en silencio y al salir echó una ojeada desdeñosa al vestido de Isabel.
Volvieron al salón y Verónica se sirvió otro trago. Sus mejillas lucían más rojas y su risa sonaba más alegre.
Isabel miró su reloj y se levantó sobresaltada.
-Pero ¡si son ya las nueve! En realidad, cuando vengo a tu casa es muy difícil que me quiera ir.
Y lanzó una mirada a las mullidas alfombras y al fuego que ardía en la chimenea.
Salió a la calle rápidamente apretando contra su pecho el envoltorio de la chaqueta. ¡Afortunadamente había dejado de llover!
Mientras caminaba, iba repasando en su mente todas las cosas hermosas que había visto. Los muebles, las lámparas, los búcaros llenos de rosas recién traídas de la florería. . . Y ese closet repleto de vestidos espléndidos. . . No pudo evitar que el resentimiento y la envidia destilaran veneno en su corazón. Pero fue solo un segundo. Se impuso el cariño que sentía por Verónica  y la preocupación que ahora la embargaba al comprobar cuánto licor había tomado su amiga durante la velada. ¡Y qué sobreexitada se veía!
Verónica, mientras tanto, se sentó en un sillón y fijó la vista en el reloj que inexorable marcaba la hora. Pronto serían las diez. Otra noche en que Pablo se quedaba a comer afuera sin avisarle.
La casa estaba sumida en total silencio tras la partida de Isabel. La imaginó llegando a su departamento,  feliz al  mostrarle la chaqueta a Lucy. Seguro que luego se quedarían conversando de mil cosas hasta que les diera sueño. Quizás  planeando ir al cine o al teatro. Contando risueñas las monedas para ver si alcanzaban. . . .
La soledad la envolvió como una manta sofocante que le impidiera respirar.
Sintió envidia de Isabel, de su libertad, de su posibilidad de tener una amiga con quién hacer planes y  salir de compras.
Ella, en cambio, pasaba las tardes esperando que Pablo llegara para conversar con él. Pero siempre estaba tan cansado. Le contestaba con monosílabos y luego de juguetear un rato con el control remoto, se quedaba dormido en el sillón. O sencillamente no volvía, como esta noche y luego entre sueños lo oía entrar al dormitorio cuando empezaba a aclarar. . .
Escuchó a Zunilda preparando la vajilla para el desayuno y con el pretexto de hacer la lista del Supermercado se dirigió a la cocina. Quizás podrían tomar juntas una taza de café. . . . .

1 comentario:

  1. Buena reflexión filosófica la de este cuento. Cada amiga envidia a la otra por lo que creé es su felicidad. Si invirtieran los papeles ¿seguirían envidiándose?

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