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jueves, 6 de octubre de 2011

TIO MARCOS, MI AMOR.

Mis hermanas mayores eran altas y hermosas como deidades griegas. Su pelo tenía el  color del trigo y su tez era blanca  como los pétalos de las magnolias.
¿Qué misterio genético, qué herencia nefasta hizo que yo fuera bajita y oscura como un gnomo?
¿Es que olvidaron invitar a las hadas buenas a mi bautizo y junto a mi cuna se paró una bruja a lanzar su conjuro?
Durante años mis crueles hermanas me tuvieron convencida de que yo había sido comprada en un circo. Mis padres no eran los que yo creía, sino una pareja de gitanos encargada de cuidar a los elefantes.
Mi papá terminó con mi tormento, asegurándome su paternidad, certificado de nacimiento en mano, pero siguió cantándome aquello de "Negra consentida, negra de mi vida", mientras yo disimulaba con una sonrisa mi adolorida humillación.
No sólo era morena sino también velluda y mi mamá, para consolarme,  me repetía: "Crecerá el membrillo y botará el pelillo".
Así, entre canciones modernas y refranes antiguos crecí acomplejada por mi oscura fealdad.
Para completar el cuadro de mis tribulaciones, yo era de aquellas niñitas que juran que cuando crezcan se casarán con su papá. El fue mi ídolo hasta los diez años. A esa edad supe que era un tenorio engañador. Mejor dicho, Don Juan era un seminarista comparado con mi cínico padre.
Se resquebrajaron los pies de barro de la estatua y el ídolo se derrumbó estrepitosamente.
Pero conservé en los estratos bajos de mi subconsciente la oscura atracción por los hombres mayores y a los doce años me enamoré del tío Marcos.
Era primo lejano de mi papá y venía a la casa muy seguido.
Vivíamos en una parcela que en el Verano atraía multitud de visitas poco deseadas, ansiosas de respirar buen aire. Pero el tío Marcos siempre era bien venido.
A mis hermanas, las beldades, les acariciaba las mejillas con deleite algo turbio. A mí me daba un brusco pellizco y me regalaba monedas para comprar caramelos. Pero lo amaba en secreto y para mi propia sorpresa, lo seguí amando a través de los años.
Tal como predijo mi mamá, creció el membrillo y botó el pelillo.
Un día el espejo me devolvió la imagen de una graciosa morena de pelo ensortijado. No tan bella como la reina de Blanca Nieves, porque el espejo no era mágico tampoco.
A su debido tiempo mis hermanas se casaron y  las vi partir con tristeza, porque sin duda las quería a pesar de sus refinadas crueldades.
Por otra parte, había conquistado la confianza en mí misma y ya nadie podría convencerme de que era la enana de algún circo.
En las fiestas, los muchachos se peleaban por bailar conmigo y algunos me susurraban declaraciones de amor mientras me enseñaban los ritmos de moda. Pero no les  hacía caso  y de todos me reía porque en el fondo de mi corazón seguía guardando mi secreto amor por el tío Marcos.
El se había casado y ahora llegaba acompañado de la tía Nancy. Ella me caía bien y la hallaba divertida. Daba grititos infantiles por todo y no había cosa que no le pareciera "divina". El tío Marcos la seguía a todas partes como manso cordero y parecía enamorado, pero a veces, cuando el esnobismo de su cónyuge traspasaba los límites me guiñaba un ojo y luego esbozaba una sonrisa entre irónica y fatigada.
Sí, era evidente que el constante zumbido de su abeja reina lo mareaba y terminaba por dejarlo exhausto.
Entonces buscaba mi compañía bajo los árboles y juntos comentábamos algún libro que a ambos nos había deleitado.
Cumplí los dieciocho años sin haber tenido nunca un novio. Mis padres me miraban preocupados y mis hermanas me reprochaban duramente tanta oportunidad desperdiciada.
Yo sonreía y aseguraba que aún no había encontrado a nadie que lograra interesarme. Pero, mientras lo decía, la seductora cara del tío Marcos me miraba desde las cuatro esquinas de mi corazón.
Un día, estalló el escándalo.
La tía Nancy abandonó a mi amado tío y se fugó a Paris con un corredor de propiedades. Típico de ella elegir Paris para su aventura. Ninguna otra ciudad  habría sido nunca tan "divina".
El tío quedó destrozado y poco después llegó a refugiarse a nuestra casa, huyendo de la maledicencia y del deleite venenoso con que en los círculos sociales se comentaba su infortunio.
Dábamos largos paseos por el campo.
El fue poco a poco recuperando su alegría de vivir y yo tuve la paciencia de esperar a que cicatrizaran sus heridas.
Como ya no estaba en edad de llamarlo tío, un día lo miré a los ojos y le dije sin preámbulos:
-Marcos, creo que ya es tiempo de que sepas que te quiero.
Se quedó mudo y luego reaccionó en una forma inesperada para mí y maravillosa para los dos. Me tomó en sus brazos y me respondió:
-¿Crees que estaría aquí si ya no lo supiera?
Y así fue como me casé con el tío Marcos remeciendo hasta los cimientos la estructura familiar y convirtiéndonos a ambos en exquisitos bocados para masticar en las reuniones sociales.
Demás está decir que esas nimiedades nos importan un bledo.  

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