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jueves, 13 de octubre de 2011

SUSURRO EN TUS OIDOS.

Hay un refrán que dice: "El dinero habla". Y creo que es verdad, porque cada vez que abría la chauchera, escuchaba una voz que me advertía:
-¡No te alcanza!
Y las monedas, al entrechocar, parecían lanzar una risita burlona.
Sí, el dinero habla, pero lo que susurra en el oído son puros malos concejos: Que le sacara  plata  de la cartera a la señora, que le revisara los bolsillos al terno del patrón. . .
En fin, vivía con angustia monetaria y eso de venderle el alma al Diablo me parecía de lo más tentador. Sólo porque no sabía dónde encontrarlo, que si no. . . .
La Adela y yo hacíamos todo en la casa. A mí me tocaba el aseo y el cuidado de los niños y a ella, las compras y la cocina. Pero lo bueno era que pasábamos casi todo el día solas, sin nadie que nos controlara, hasta las cuatro, cuando llegaba el transporte escolar.
La Adela era la que me tenía amargada. Se lo pasaba mirando las revistas de viajes y diciéndome lo fantástico que sería que fuéramos las dos a las cataratas del Niágara o a Egipto, a andar en camello.  ¡Nosotras!
Y después se ponía a quejarse de lo injusta que era la Vida y a hablar de la brecha entre ricos y pobres, que no sé dónde había oído eso, pero le encantaba repetirlo. Y a mí se me llenaba la  boca de  algo amargo, que cuando me lo tragaba,  era como un veneno que se me iba directo al corazón.
Yo creo que la Adela era comunista, pero disimulaba delante de la señora.  Y cuando daban las noticias,   se ponía a aplaudir si aparecía el Presidente. Y como siempre aparecía. . . .
-¡Ay! Don Sebastián ¡Si es tan simpático!-decía la muy cínica.
Y la señora, feliz, porque ella era secretaria de no sé qué Ministerio.
A veces venía a la casa el junior de la Empresa, cuando al patrón se le quedaba algún documento. Lo hacíamos pasar a la cocina y le servíamos café. Siempre decía:
-¡No puedo, no puedo! ¡Tengo cosas urgentes!
Pero era para darse importancia, porque igual se quedaba su buen cuarto de hora comiendo galletas y repitiéndose la taza hasta dos veces. Total, después podía decir que el Metro iba muy lleno y que tuvo que dejar pasar dos trenes. . . .
Se llamaba Olegario y me miraba harto. Me trataba de tomar la mano cuando le pasaba el café y me preguntaba que cuándo íbamos a salir.
Pero todo era en broma.
-¡Qué pena!-pensaba yo-porque si hubiera sido en serio me habría gustado ir al cine con él y a dar una vuelta por el mall, el Domingo.
No era feo Olegario. Siempre de terno y corbata, se veía tan elegante que no tenía nada que envidiarle al patrón. El pelo un poco duro, no más, pero con gel le quedaba bien peinado. Y tenía los ojos lindos, negros de pestañas crespas. Me ponía nerviosa cuando me miraba fijo y en secreto lamentaba que nunca fuera más allá.
Empezó a venir seguido, cuando lo mandaban a pagar las cuentas-decía-y se quedaba harto rato.
Un día nos preguntó si no habíamos recibido nunca uno de esos llamados telefónicos que son puro engaño para que una entregue las cosas. Yo no sabía de qué se trataba pero la Adela contó que a una amiga suya le había pasado. Que la llamó alguien que dijo que era sobrino de la señora y ella le entregó las joyas. Pero lloró tanto que la patrona no tuvo corazón para despedirla.
Olegario nos dijo que sería bien fácil inventar un llamado. Que él conocía a alguien que recibía todo: Joyas, computadores, máquinas fotográficas y que pagaba al contado y con muy buen billete.
Cuando se fue, nos quedamos asustadas, pero pensando, pensando. . . Era como tener adentro un ratoncito que te roía sin descanso, día y noche. La Adela empezó más que nunca a hablar de las cataratas del Niágara, de Cancún,  y a mirar las revistas donde salían ofertas de pasajes.
No decíamos una palabra de los planes de Olegario, pero las dos sabíamos que era eso lo que nos quitaba el sueño. Y yo, sin querer, al hacer el aseo me dediqué a poner en una lista todas las cosas que se podían vender.
Al cabo de una semana apareció Olegario. Venía  contento porque había hablado con un taxista amigo y con el hombre que recibía las cosas. Le había asegurado que pagaría de inmediato. Ahora, lo único que faltaba era que nos decidiéramos. Y me echaba el brazo por la cintura y me respiraba en la oreja.
La Adela dijo que bueno, que la cosa se hacía. Que estaba cansada de contar las chauchas y de sufrir la brecha entre ricos y pobres. Y ahí largó su discurso sobre las injusticias de la Vida, que Olegario le escuchó con paciencia, para no quitarle la inspiración.
¿Quieren que les haga corta la historia?
A Olegario y al taxista no volvimos a verlos después de  que se llevaron las cosas y por más que lloramos,  nos despidieron a las dos.

1 comentario:

  1. Entretenida la visión de la vida de dos personajes simples con demasiadas aspiraciones de goce.

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