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jueves, 20 de septiembre de 2012

LA CARTA.

Empujada por la nostalgia, una tarde tomé el Metro y me bajé en una estación del barrio donde había pasado mi juventud.
Era un crepúsculo dorado y transparente, típico de la Primavera, que daba sus primeros pasos.
En los pequeños charcos de la última lluvia, todavía flotaban hojas secas, pero un intenso aroma de alhelíes impregnaba el aire.
Me interné por las calles que tantas veces había recorrido y de pronto, noté que una leve bruma había empezado a envolver los árboles.
La tarde cambió. Todo cambió y me encontré, en medio de una sorpresiva niebla,  rodeada de casas antiguas, que sabía que ya habían demolido y de faroles de hierro pertenecientes a otra época. En el pavimento de adoquines, vi los rieles de un tranvía.
Sin saber cómo, parecía haber traspasado una puerta secreta que conducía al Pasado. ¿Sería la fuerza de mi nostalgia la que me había conducido a él?
Sentí que me envolvía una atmósfera irreal y por un instante, imaginé que soñaba. Que no me encontraba allí, sino dormida en la cama de mi solitario departamento.
En una esquina divisé un buzón de cartas, de esos que habían desaparecido hacía más de medio siglo.
Desde lejos, parecía un hombrecito rechoncho, vestido de rojo, parado ahí, como esperando algo.
Sin querer, pensé en los Hobbits de la Tierra Media. ¿Sería acaso Frodo, aguardando inútilmente  noticias del Anillo?
Me reía de mi absurda fantasía y continué caminando.
El chirreo de las ruedas de un tranvía expandió sus ondas de sonido, abriendo una brecha en la niebla crepuscular.
Se detuvo frente a mí y varias personas descendieron apuradas.
El último en bajar fue un muchacho que llevaba un viejo portafolios.
Reconocí a Daniel, a quien había amado en mi adolescencia.
Al verme, se detuvo turbado. Escrutó mi cara, como si me reconociera y luego siguió andando.
Pero, no dio más que unos cuantos pasos. Volvió a pararse, indeciso y luego retrocedió.
-Señora, perdone. Se parece usted mucho a alguien que conocí. ¿Será usted por casualidad la madre de Lillian?
Un intenso rubor subió a mis mejillas. Y luego, la desolación del tiempo ido y  la traición de los años, me traspasaron como una espada.
-Yo soy Lillian- hubiera querido decirle- Daniel ¿no me reconoces?
Pero miré mis manos ajadas, apretadas contra mi pecho, como si quisieran retener mi angustia. Recordé mi pelo encanecido y mis ojos cansados, ocultos tras las gafas.
Si le hubiera respondido así, él habría sonreído con incredulidad y burla. O su horror ante el paso del tiempo, lo habría hecho pensar que estaba loco.
-Sí, soy su madre- le respondí con un esfuerzo- ¿Tanto se parece ella a mí?
No respondió a mi pregunta y estudió mi rostro con ansiedad.
-Señora ¡qué extraordinaria coincidencia! ¡Hace tanto tiempo que no sé de Lillian!  Me llamo Daniel. ¿Le habló ella alguna vez de mí?  ¿Le dijo que nos queríamos?
Recordé cuanto había llorado a causa de su abandono. Cuanto tiempo había esperado inútilmente que volviera. ¡Que me explicara al menos por qué había dejado de quererme!
-No sé, no lo recuerdo- le respondí en un arranque de orgullo- ¡Tenía tantos enamorados!
 - Ya lo sé, pero lo nuestro fue único. Sé que me quería. ¡Cuánto lamenté haberme alejado de ella! Años después quise buscarla, pedirle perdón, pero supe que se había casado.
Bajó la cabeza, como abrumado por la culpa y después añadió:
-¿Al menos ha sido feliz? ¡Por favor, dígamelo!
No le respondí, pero él adivinó, en la expresión de mi cara, la respuesta amarga.
-Señora, perdone si la molesto...Sé que las cosas ya no tienen remedio, pero quisiera...
Titubeó unos segundos y luego buscó algo en el interior de su portafolio.
-Hace tiempo, le escribí a Lillian una carta, explicándole todo. Pero, no supe a qué dirección mandarla.  La he llevado conmigo todos estos años, esperando poder algún día hacérsela llegar.  ¿Podría, usted, por favor...?  ¡Se lo ruego!  ¡No quiero que ella ignore más mis sentimientos!  En esta carta le explico los motivos que tuve...
Me entregó un sobre arrugado y,fingiendo indiferencia, lo hundí en el bolsillo de mi chaqueta.
Me miró fijamente como si quisiera arrancarme la promesa de que se la entregaría.
¡A ella, a Lillian, la joven que había amado y que ya no existía!
Desde el fondo de esa mujer triste, con la piel marchita, lo que quedaba de ella, le devolvió la mirada.
Daniel se  alejó rápidamente, perdiéndose en la bruma.
Yo caminé en sentido contrario, tan conmocionada que no sabía a dónde iba.
Pero la niebla empezó a disiparse y el atardecer recobró el dorado resplandor de la Primavera temprana.
A pocos pasos, divisé la estación del Metro.
No supe cómo llegué a mi departamento. El hechizo del tiempo aún me perturbaba.
Al abrir la puerta, recordé de súbito la carta.
La busqué ansiosamente en mi bolsillo.
 Al principio no la hallé, creí haberla perdido.
 Pero, muy al fondo, mis dedos tocaron un puñado de ceniza.


2 comentarios:

  1. Que magnífica historia
    y como la relatas tan bien que me cautivó
    aún a pesar de la tristeza que embarga...
    lo que nunca se dijo, o se dejó de hacer nos hace así , distantes , irreconocibles ,aunque algo de nosotros se quedó detenido en ese tiempo...
    y al fin solo son esos recuerdos vagos que se transforman en polvo...

    saludos!

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  2. Un cuento con mucha nostalgia y el paso del tiempo como gran protagonista, como una losa de la que no se puede escapar.
    El sueño, sueño se queda, al final ante la presencia de esa ceniza en lugar de la carta. No hubo final feliz esta vez.
    Muchas personas llevan “cartas” parecidas en sus corazones...
    Sin embargo, la ilustración desprende alegría y esperanza.
    Si necesitas ayuda para pillar la carta, me llamas.
    Muy buen fin de semana.

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