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lunes, 10 de septiembre de 2012

NUBES DE VERANO.

Hacía más de un año que no iba a ver a mis padres y ni siquiera los llamaba por teléfono.
Avergonzado de mi conducta, decidí ir a pasar con ellos las vacaciones de Verano.
Me bajé del bus a la entrada del pueblo y cargado con mi maleta, caminé las tres cuadras que me separaban del que había sido mi hogar durante tantos años.
Salió a abrir mi papá y me miró sorprendido:
-¡Jaime! ¡Hijo! ¡Qué alegría!
De nuevo me impresionó verlo tan buenmozo. Siempre me hacía el mismo efecto, como si lo viera por primera vez.
Alto, con el pelo gris todavía abundante y esa forma que tenía de andar de perfil, como mural egipcio, para que todos pudieran apreciar su nariz recta y su mentón enérgico.
El paso de los años no había disminuido su conmovedora vanidad de adolescente.
Me dio un abrazo y me dijo con voz dolida:
-Tu mamá se fue.
Me quedé atónito y las preguntas me salieron a borbotones.
- ¿Qué dices?  ¿Cómo no me avisaste?  ¿Cuánto tiempo estuvo enferma?
-No, no estaba enferma. Hizo su maleta y se fue a Chimbarongo, a casa de tu abuela.
Lancé un suspiro de alivio. Había alcanzado a visualizarme llorando frente a su tumba.
-¿Quieres decir que te dejó?
-Eso creo, porque se llevó casi toda su ropa....
-¡Ay, papá! ¡Algo le habrás hecho tú para que se fuera!
Mi padre puso cara de niño pillado en falta y sacudió la cabeza, enérgicamente.
Por supuesto que no le creí. Bastantes cosas le había perdonado mi mamá y de otras tantas se había hecho la desentendida.
Pero, me imagino que durante todos esos años, el resentimiento había crecido como una planta parásita que se alimentaba de su amor y había terminado  por consumirlo por completo.
Quizás los amores sin ataduras que se viven ahora sean más sanos, porque se acaban antes de que el rencor se haya extendido por el alma entera, como una mancha de tinta en un papel secante. 
Y tal vez se aprecien más los momentos de dulzura y reconciliación, sabiendo que tarde o temprano vendrá el final.  Y que sólo vivimos la eternidad de lo efímero...
No le dije nada y me fui a mi dormitorio para tenderme un rato en mi cama de juventud.
Hacía calor y en el huerto zumbaban las abejas, borrachas de néctar y del sol del Verano.
Antes de dormir, llamé a mi mamá a la casa de la abuelita.
Estaba bien. Descansando, me dijo, pero el hecho de que no preguntara por mi papá me convenció de que estaba ofendida. De todos modos, se alegró al saber que yo estaba ahí, para que lo vigilara, me imagino.
A las cinco me levanté y fui a la cocina a preparar el té. Vi que la panera estaba vacía.
-¡Papá, no hay pan!
-No te preocupes-me respondió, entrando desde el jardín- Toyita lo va a traer dentro de un rato.
-Y ¿se puede saber quién es Toyita?
-¡Cómo! ¿No te acuerdas de ella? Jugaba con tu hermana cuando eran chicas.
Me acordé de una niña flaca, con los ojos desorbitados como si viera gente muerta por todas partes. En ese tiempo tenía casi mi edad, así es que calculé que en la actualidad andaría por los treinta.
Casi de inmediato, sonó el timbre y llegó ella.
Ya no era flaca. Mejor dicho, había engordando en las partes más estratégicas y los chapes tipo crin de caballo habían sido reemplazados por una melena de bucles ensortijados.
Me saludó con cierta timidez y pasó directo a la cocina a dejar el pan.
Sirvió el té, desplegando su gracia y se sentó a la mesa, entre ruborizada y desafiante.
Mi papá la miraba de lado. Para lucir el perfil, me imagino.
 Yo lo miraba a él y le encontraba algo distinto, no sabía qué. Después caí en la cuenta de que se había teñido el bigote.
Cuando Toyita se fue, se quedó sentado con la mirada perdida, mientras una sonrisita tonta se le asomaba por debajo del bigote  recién teñido.
-Es una chica muy amable-dijo-Me ha acompañado mucho desde que tu mamá se fue...
-Yo creo que mi mamá se fue porque ella te acompañaba mucho- le respondí muy serio, pero con un dejo burlón.
El no se amilanó y continuó, como si no me oyera:
-¡Es muy simpática!  ¡Y tan original!- añadió con tierno menosprecio-Cree en la Astrología y no hace nada sin consultar su horóscopo.
Se notaba que veía con claridad que no era la persona adecuada para él, pero su afán de confirmarse a sí  mismo que continuaba siendo irresistible, superaba todos sus razonamientos...
Toyita siguió viniendo a la casa a tomar el té con nosotros.
Mi papá regaba los tomates cantando:
"Soy tu dulce alegría,
tu rayito de sol"
y cualquiera hubiera dicho que estaba enamorado.
Yo lo encontraba entre conmovedor y ridículo y me  preguntaba hasta dónde lo conduciría todo eso.
No hasta mucho más allá, afortunadamente.
Una tarde, cuando habíamos terminado de tomar el té y Toyita enjuagaba las tazas en el lavaplatos, escuchamos chirrear los goznes de la reja.
Mi mamá entró con su maleta y se quedó parada en medio de la cocina.
Alta y flaca, se veía majestuosa como una columna del Partenón.
Me recordó una fotografía que guardaba de su juventud, de cuando la habían elegido Reina de la Primavera. Mantenía la cabeza en alto,  como si todavía llevara la corona. Y la verdad era que no la necesitaba para llenar toda la cocina con su presencia.
No nos miró ni a mi papá ni a mí.  Sus ojos estaban fijos en la espalda de Toyita que, inclinada sobre el lavaplatos, parecía haber perdido de golpe por lo menos diez centímetros de estatura.
Mirándola con altivez, le dijo:
-Eso es todo. Ya no necesitaremos sus servicios. Puede pasar el Lunes a cobrar lo que se le adeuda.
Toyita dio un respingo sin volverse y vi como el cuello se le ponía color púrpura.
Al fin, se volvió en dirección a la silla de mi papá, esperando que interviniera en su favor,  pero él había desaparecido sigilosamente hacia el  dormitorio, llevando la maleta de mi madre.
Toyita salió en silencio, recogiendo al pasar su cartera, como quién recoge los despojos de una batalla en la cual no se ha alcanzado a disparar ni un tiro.
 Así, todo volvió a la normalidad y el sol del Verano siguió brillando sin nubes.

1 comentario:

  1. Una nube de verano que quizá reactivó lo que estaba bastante abandonado.
    La edad no perdona...
    Saludos

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