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lunes, 28 de noviembre de 2011

LA SONRISA.

A su papá, que era un pintor entre desconocido y fracasado, se le ocurrió bautizarla Gioconda.
Ella tenía doce años cuando recién conoció el retrato que había inspirado a su progenitor semejante desatino.
Fue cuando le contó que en el Liceo se burlaban de ella.
-¿Por qué me pusiste ese nombre tan feo?
Ofendido, él abrió la Historia del Arte que le servía para preparar sus clases y en un silencio   reverente, le señaló el retrato de la musa inmortal.
Ella contempló a una mujer de rostro inexpresivo que sin embargo parecía esconder un escabroso secreto. Apenas sonreía con la comisura de los labios pero sus ojos se burlaban del espectador con sutil ironía.
-¡Ni te imaginas lo que oculto!-Era la provocadora insinuación de ese rostro.
¿Un amante bajo la cama?
¿El cadáver del marido dentro de un baúl florentino?
Quizás sólo se trataba de que tenía los dientes feos y no los quería mostrar. . .
Rápidamente desechó esa prosaica hipótesis.
Indudablemente, había más que eso.  ¿Por qué, si no, generaciones de hombres se habían arrodillado frente al altar de su misterio para adorar esa sonrisa indescriptible?
Gioconda quedó sobrecogida contemplando el retrato. Sintió pesar sobre sus hombros un mito de siglos y ahora su nombre le pareció maravilloso.
Quiso saberlo todo acerca de la mujer que había servido de modelo. Pero se vio enfrentada a numerosas contradicciones.
Algunos decían que había sido la esposa de un comerciante,  quién encargó su retrato a Leonardo.
Pero si era así ¿por qué él nunca lo entregó y lo conservó como un tesoro hasta su muerte?
Había otra teoría que insinuaba que la Gioconda nunca existió y que era el autorretrato de Leonardo, tal como él hubiera querido ser.
Ante la imposibilidad de desentrañar el misterio, decidió parecerse a ella.
Se dejó crecer el pelo, se depiló las cejas dejándolas convertidas en una línea imperceptible y ensayó frente al espejo hasta lograr una semi sonrisa que pronto le dio fama de mujer enigmática.
Sólo que ella no tenía ningún secreto que ocultar.
Su rostro no era la mágica puerta que se abría hacia un mundo ignoto. Sólo enmascaraba una mente simple tiranizada por un corazón ingenuo.
Su padre, mientras tanto, la contemplaba preocupado.
Quizás no había sido una buena idea cargarla con ese nombre de leyenda.
Ahora Gioconda, en su ansiedad de mimetizarse con el retrato, se vestía de oscuro, cruzaba sus brazos sobre el pecho cada vez que podía y se quedaba mirando el vacío con un rostro impenetrable.
¿Cómo rescatarla de su obsesión?
Vino a sacarlo de la preocupación o a agregarle una nueva, el hecho de saber que su hija se había enamorado.
Quiso el destino que el objeto de su pasión se llamara Leonardo.
Pero él no tenía nada de renacentista y no vio en ella a una mujer misteriosa y seductora sino sólo a alguien carente de sentido del humor e incapaz de apreciar un buen chiste.
Decidió sacarla de su pose de esfinge y enseñarle a reírse con ganas y a disfrutar de la vida.
Tanto empeño le puso,  que un día que estaba particularmente ocurrente, logró por fin arrancarle una carcajada.
Gioconda se sorprendió de sí misma y luego se rió hasta que se le saltaron las lágrimas. Fue como si hubiera roto el marco del cuadro en el que estaba inmovilizada y saltado hacia la vida que la esperaba afuera.
Al otro día apareció con el pelo corto y las cejas delineadas. Su blusa escotada y su minifalda barrían de arriba abajo con todos los misterios.
No paró de sonreír en toda la mañana y en la tarde fue al dentista para que le blanquearan los dientes.

1 comentario:

  1. Mucho ingenio y fino humor. Sorprendente final que remata el entretenimiento general del cuento.

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