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lunes, 18 de marzo de 2013

VIAJES POR MAR.

Se puede decir que me embarqué de polizón en el crucero de la Vida.
Mi mamá tenía recién diecisiete años y crecimos juntos.
Ella, en un mundo hostil y yo, adentro de ella.
Lloraba mucho la pobre flaquita, así es que yo vivía en medio del constante zarandeo de su cuerpo sacudido por los sollozos. Era como navegar en un océano embravecido.
Quizás por eso me quedó la idea de que vine al mundo en calidad de polizón. Sin pagar pasaje y ovillado en la pancita de ella, tratando de pasar lo más desapercibido posible. Como esos que viajan escondidos en el interior de una lancha de salvataje.
El patán que nos había regalado el portazo del abandono, se arrepintió y quiso volver.
Pero, ya era tarde.
En el corazón de ella había brotado la fiereza del orgullo y de ahí sacó fuerzas para seguir adelante sola.
Cuando nací y miré por primera vez su carita de niña triste, le prometí que iba a crecer lo más rápido posible, para poder protegerla de los sinsabores de la vida.
Al cumplir los dieciocho años, decidí ir en busca del patán del portazo.
Había crecido sin escuchar nunca hablar de él. Pero, un día, encontré su fotografía entre unos papeles de mi mamá.
Hubiera podido creer que era yo mismo, si el tipo no hubiera llevado esa ropa pasada de moda ni estuviera apoyado en la palmera de una plaza que nunca había visto.
Detrás de la fotografía había una dedicatoria medio borrosa:  "De Facundo, con amor".
¡Así que era por eso que yo llevaba ese nombre raro, que sonaba como un trueno en la distancia!
Aparte de la dedicatoria, había una fecha de hacía diecinueve años, y el nombre de un pueblo.
-¿Este es mi papá?- le pregunté a ella. Por pura retórica, porque la respuesta saltaba a la vista.
Ella rompió a llorar con tanto desconsuelo, que parecía que el corazón se le salía a pedazos en cada nuevo sollozo.
Vino mi abuela corriendo.
Siempre habíamos vivido con ella y mi abuelo, formando los cuatro una familia en la que no faltaba el Amor, aunque otros lujos menores que ese, sí, pero no los echábamos de menos.
La abuela abrazó a mi mamá y me dirigió una mirada de reproche. Al ver la fotografía en mi mano, lo comprendió todo y me hizo un gesto para que las dejara solas.
Sus labios firmemente apretados, me advertían que no entraría en ninguna explicación.
Así fue que decidí que las cosas  tenía que averiguarlas  por mi cuenta.
El pueblo que aparecía en la fotografía quedaba bien al Sur, así es que una mañana me subí a un tren y no paré de viajar hasta que vi el nombre en una estación, escrito en un madero carcomido por las lluvias.
Me interné en el pueblo y, no sabiendo por dónde empezar, me dirigí al Correo. En el mesón había un viejo que pensé que podría ayudarme.
Le alargué la fotografía y le pregunté:
-¿Lo conoce?
Al principio me miró enojado. Parece que creyó que le estaba mostrando una foto mía.
Después reflexionó:
-¡Ah!  Usted es su hijo...
-¿Entonces lo conoce?
-Sí. Hace clases en la Escuela. Pero hoy Sábado debe estar en su casa, allá en la isla.
Y  me señaló el horizonte, donde al principio solo vi un mar friolento arropado por una frazada de nubes. Después distinguí la tierra.
-¿Y cómo llego hasta allá?
-Tiene que arrendar un bote, porque el trasbordador ya hizo su recorrido esta mañana. Mi compadre Pedro lo puede llevar.
El mar estaba bien picado, pero yo, como buen marino, iba firmemente sujeto a los bordes de la barca y ni siquiera me mareé.
¡Alguna experiencia de navegación había tenido antes de nacer, con tanto zarandeo de mi botecito!
Preguntando, llegué a una casa humilde en las afueras del pueblo.
Cuando Facundo abrió la puerta, le alargué su foto con la dedicatoria casi borrada por las lágrimas de mi madre.
El me miró atónito y entonces se puso a llorar.
Lloraba tanto que lo empujé hacia el interior de la casa y lo obligué a sentarse en una silla.
Cuando hubo llorado lo suficiente como para aliviar su corazón culpable, me dijo:
-¡Quise volver!  Estaba arrepentido...Pero ella no me recibió. Y tu abuela me dijo: "Aquí no lo necesitamos".
-¿Y en dieciocho años nunca le picó la curiosidad, siquiera?
Me miró y creo que para él fue lo mismo que verse en un espejo.
Se paró y se acercó a tocarme la cara.
Después me abrazó y se puso a llorar de nuevo.
Lo ayudé a llenar una maleta. Toda la ropa quedó húmeda de lágrimas.
Después, sin decir palabra, lo llevé al embarcadero, donde nos esperaba la lancha.
No sabía cómo iba a reaccionar mi mamá, pero eso se vería después.
Lo primero era atravesar con éxito ese mar embravecido y pisar tierra firme de una vez por todas.

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