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martes, 27 de diciembre de 2011

EL ESPEJO MAGICO.

Quien haya creído que todas las brujas son feas, es que no conoció a Soraya.
Era tan hermosa que hasta parecía caminar con banda sonora. Se movía deslizándose felinamente como al compás de una música inaudible y un nimbo dorado rodeaba su figura, de la cabeza a los pies.
Era rubia por obra de la genética, no del agua oxigenada y el color dorado de su cabello era también parte de su piel, como si un sol propio la anduviera bronceando hasta debajo de la lluvia y en las peores condiciones atmosféricas.
Llegó a la Empresa como secretaria de la Gerencia y entre los varones se produjo un inmediato revuelo y un estado de celo escandaloso, como de gatos en mes de Agosto.
Lo peor era que Soraya tenía el corazón más agusanado que la manzana que le dio Eva a Adán. Gozaba llevando a la desesperación a los que se enamoraban de ella y lo que era peor, se hacía amiga de todas las niñas que tenían un novio buenmozo, con la intención de desbaratar el romance.
Anita fue la primera.
Cayó con gripe y Soraya, tan buena, tan abnegada, iba todas las tardes a verla. Le llevaba flores, le preparaba limonadas calientes y le leía capítulos de alguna novela hasta que llegaba el novio a relevarla.
Demás está decir que el incauto creía ver en ella a un hada bienhechora y no una bruja maléfica y sólo esperó que Anita saliera de la cama para romper el compromiso.
Enamorado como un demente, pretendió que el anillo pasara al anular de Soraya, pero ella se rió en su cara y le volvió la espalda con desdén.
El cínico trató entonces de que Anita lo perdonara, pero a ella se le había roto el corazón y su mecanismo ya no funcionaba ni para perdones ni para amores reconstruidos.
Luego vino Lidia.
La vi languidecer de tristeza mientras su ex novio se convertía en el nuevo satélite de aquel sol deslumbrador.
Sólo que ella era mi mejor amiga y entonces decidí que en alguna forma yo debía frenar la carrera triunfal de la vampiresa.
Algo me decía que en su hermosura había una cosa  sobrenatural, un conjuro maligno y decidí romperlo a toda costa.
Como yo no tenía un novio que la atrajera, me costó harto hacerme su amiga. Pero, lo logré a fuerza de halagos y de contestar el teléfono por ella mientras se iba al baño a rehacer su maquillaje.
Un día quedamos de ir al cine y la pasé a buscar a su casa. Estaba segura de que ahí se hallaba la fuente de sus artilugios.
Me dejó en el salón y entró a su dormitorio a arreglarse.
De pronto,  me llegó nítida su voz que preguntaba:
-Espejito, espejito ¿Quién es la más hermosa?
Por la puerta entreabierta llegaron hacia mí estallidos de luces de todos los colores y sonidos pirotécnicos. Y escuché una voz que le respondía:
-Tú eres la más hermosa, Soraya. No hay otra como tú.
Y de verdad no había. . .
Me asomé con cautela y la vi parada frente a un espejo de cuerpo entero donde se reflejaba como una náyade en las aguas de una laguna. Bella como para dislocar huesos y derretir carámbanos.
¡Así es que esa era la fuente de su poder maligno!
Constatarlo me hizo concebir un plan.
A mi casa iba una chica ingenua a hacer el aseo una vez por semana.
Le hablé de ella a Soraya, de lo eficiente que era, de lo discreta. . . Y le ofrecí mandársela para que le hiciera una limpieza a fondo.
Aceptó la idea con agrado.
Lo siguiente fue convencer a la chica, que se llamaba Brunilda, de que su misión final era romper el espejo.
-Pero, señorita ¡me traerá siete años de mala suerte!-exclamó la supersticiosa.
-No pues, Brunilda. Porque si es el espejo de una bruja, y tú lo rompes y acabas con el hechizo, serán siete años de buena suerte para ti.
-Además, te daré una gratificación correspondiente a un mes de trabajo.
  Eso último terminó por convencerla.
-Iré a ver a mi mamacita a Carampangue- exclamó dichosa, porque ella era del Sur y echaba de menos los paisajes verdes y lluviosos de esa zona.
Quedó de ir un Miércoles a la casa de Soraya, llevando un martillo,  por si no encontraba otro objeto pesado en el lugar.  
Esa noche me llamó por teléfono:
-¡Ya , señorita! ¡Lo hice! ¡Y viera usted la de luces y de truenos que hubo cuando cayeron al suelo los pedazos! Los molí bien con el martillo, no fuera cosa que la bruja pudiera volver a mirarse en ellos.  ¡Y ahora me voy para el Sur!
Soraya faltó tres días a la oficina. Dio parte de enferma.
Cuando volvió, ya no era la misma.
Seguía siendo rubia, es cierto. Seguía siendo linda, es cierto también. Pero aquel encanto subyugante, aquel resplandor de Vía Láctea, la habían abandonado.
Ahora era una rubia más del montón, y lo sabía.
Hasta se veía más baja, como si su estatura hubiera disminuido unos cuantos centímetros.
Era su ego el que se había encogido, y nunca más se volvió a recuperar.

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