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jueves, 29 de diciembre de 2011

LUCRECIA.

Lucrecia no quería por ningún motivo que llegara el Año Nuevo.
El día anterior había ido a ver a una adivina para que le echara las cartas del Tarot.
Tres veces había salido la carta de la Muerte.
Al principio la adivina no se mostró turbada. Se limitó a barajar bien y a ordenarlas de nuevo.
Pero ya a la tercera vez en que la carta fatídica se obstinó en aparecer, no quiso seguir viéndolas.
-No tengo "buena mano" hoy. Algo me pasa-se disculpó-Dormí mal anoche por culpa de la ciática. Es mejor que sigamos otro día.
-¡Por favor!-protestó Lucrecia-¿Cómo sabe si me cambia la suerte?
Pero la adivina había visto a una mujer misteriosa que, inclinada sobre el hombro de Lucrecia, observaba las cartas con atención. Llevaba un manto color de la escarcha y en su pelo enrollado en un moño sobre su cabeza se sostenía el nido de dos pájaros negros.
La visión duró sólo unos segundos pero le dio a la tarotista la señal de que seguir sería inútil.
Lucrecia salió de allí aterrada. Le dolía el pecho, como si un engranaje de hierro se lo apretara y las rodillas se le doblaban sin fuerzas.
Se sentó en una piedra, afuera de la cabaña de la adivina y pensó que quizás apenas le quedaban horas de vida.
-¿Por qué a mí? ¿Por qué?-se preguntó cómo hacen todos los que creen que la mala suerte debiera siempre estar reservada para los otros.
Tenía sólo cincuenta años y sentía que apenas había vivido.
El prometido de su juventud la había abandonado en la puerta de la Iglesia para fugarse, ¡qué ironía!, con la costurera que le había hecho su traje de novia.
Desde entonces su vida había sido un continuo descenso. Como si alguien le hubiera puesto en las manos una pala para que cavara un profundo pozo en el que se fue sumergiendo. Al fondo brillaba un agua muerta en la cual se reflejaba su rostro sin juventud.
¿Y tenía que morir ahora?
No. No lo permitiría.  ¡Impediría que el Año Nuevo llegara!
Fué a apostarse a la entrada del único camino que conducía a la aldea, a través del bosque. Por ahí tendría que llegar el nuevo año. Sería un niño ingenuo y fácil de engañar. Recién nacido de las cenizas del año viejo, que entregaría su último  suspiro cuando dieran las doce.
Le ofrecería dulces y lo conduciría a la caverna de la antigua mina. Ahí lo encerraría y así lograría detener el tiempo.
Se sentó en un tronco caído y se dispuso a aguardar.
La aldea estaba toda iluminada, esperando que estallaran los sones de las campanas para lanzar cohetes y  festejar la llegada del Nuevo Año.
-¡Pobres ilusos!-exclamó con amargura Lucrecia-Celebran sin saber cuántas enfermedades y desgracias les traerá. ¡Como a mí! -gimió entre rabiosa y triste-Como a mí que no he vivido casi nada y me tengo que morir.
Había pasado el tiempo y calculó que ya sería la hora.
Cuando las primeras campanadas empezaron a sonar con júbilo en la torre de la Iglesia, vió que por el sendero del bosque venía un niño rubio arrastrando un cochecito de juguete.
Cargaba en él doce abalorios de cristal que representaban los meses del año. En sus bucles dorados sostenía una corona donde se alternaban frutas, hojas secas, copos de nieve y flores. Los elementos de las cuatro estaciones.
Era hermoso y puro como un ángel recién nacido.
Lucrecia se paró y fue hacia él dispuesta a todo. Su rabia y su dolor la volvían implacable.
Pero se detuvo al ver que no venía solo.
Una mujer alta con un traje del color de la escarcha llegaba acompañándolo. Sostenía su pequeña mano para que no tropezara y su manto, que era como dos alas extendidas, lo protegía de cualquier peligro que pudiera venir desde el bosque.
O desde el pueblo. . . . Parecieron decir sus ojos, que se clavaron como puñales en la mísera mujer que les cerraba el paso.
-Hasta aquí te dejo, mi niño-susurró con voz dulce. Y la criatura dorada se adentró en la aldea tirando su carrito. Iba confiado al encuentro de los hombres porque sabía que lo que fuese a ocurrirles durante su estadía, era un asunto de Dios.
-Lucrecia-la amonestó la mujer del manto escarchado-¿Por qué crees en supersticiones absurdas?
-No ha llegado la hora de tu muerte aún. Pero es preciso que en lugar de aferrarte a la Vida clavándole las uñas, te hagas el propósito de vivir mejor estos años que te quedan. Aparta tus ojos de tí misma y verás que no eres la única que necesita afecto y comprensión.
La miró con severidad y volviéndole la espalda, se adentró en el bosque. A su paso se inclinaban los árboles y enmudecían los pájaros nocturnos.
Lucrecia se sentó sobre el tronco caído y lloró. Lloró todas las lágrimas que había acumulado en esos años de amargura.
Su llanto le lavó el corazón y se lo dejó fresco como el alba que despuntaba tras las colinas.

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