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lunes, 26 de diciembre de 2011

FIRMANDO LIBROS.

En las páginas literarias del Diario del Domingo, apareció la fotografía de Pablo.
Debajo, un comentario elogioso de su último libro: "Pablo Siguretti, ampliamente traducido en varios países de Europa, nos presenta su última creación: "El suplicante", que a juzgar por la opinión de varios críticos nacionales, está destinado a ser un éxito de librería. "
Me alegré mucho, y por varios días estuve segura de que él me mandaría a mi oficina un ejemplar autografiado. ¡No en vano había sido yo su amiga predilecta durante tantos años! Pero los días formaron semanas y el esperado envío nunca llegó.
Mientras, supe que "El suplicante" se encaramaba ya a los primeros lugares de la lista de best seller, peleando codo a codo con el último de Gálvez Letelier, otro cotizado autor del momento.
Una semana estaba Pablo en el primer lugar de la lista de favoritos y a la semana siguiente, Gálvez Letelier parecía mostrarle la lengua mientras se instalaba al tope, desplazándolo.
En el Metro veía personas leyendo el libro de Pablo, mientras alguien les  metía un codo en un ojo o se aprovechaba de su éxtasis intelectual para robarles  la billetera.
Pero yo me empecinaba en no comprarlo, herida en lo más profundo de mis sentimientos.
Le hablé de mi decepción a Betty.
-Voy a decirte algo que debe quedar entre nosotras dos. No quiero que ese ingrato sepa cuanto me ha ofendido.
Entre paréntesis,  esa frase:  "que quede entre nosotras dos",  es la más infalible para asegurarse de que llegue a oídos del interesado. Es como mandarle un correo electrónico.
Pronto supe por Nora que,  ¡como era de esperar!,  Betty le había comentado a Pablo que yo estaba sentida con él por no mandarme el libro. Y Pablo le había respondido, con un airecillo suficiente
-Podría comprarlo ¿verdad? No voy a estar mandándoselo a todos. . .
Demás está decir que saberme incluida en ese anónimo "a todos" terminó por destrozar mi corazón.
Mi orgullo saltó a recoger los pedazos y a jurar  que ahora, más que nunca y por ningún motivo, jamás compraría su libro.
Por el diario supe que el Viernes a las siete estaría Pablo en la librería "Qué escribo" firmando ejemplares de su novela.
Sigilosamente me di una vuelta por allá y desde la vereda de enfrente vi una fila de gente con libros bajo el brazo, esperando que el cotizado escritor les estampara su firma.
La fila se demoró como media hora en avanzar y yo, mientras tanto, había entrado a la librería y permanecía observando.
Cuando el último admirador se marchó, quedé frente a Pablo, apretando un libro contra mi pecho.
El me dirigió una sonrisa complaciente y con un gesto de su vanidosa mano me instó a que me acercara.
-¡Ven! No te quedes ahí. . .
Y esgrimió su lápiz, dispuesto a firmar.
Entonces, di vuelta el libro que había comprado y le mostré la tapa.
Era la última novela de Gálvez Letelier, su rival odiado.
Se puso pálido, más bien con el color verdoso que anticipa un ataque de vesícula.
Yo sonreí, entre dulce y maligna y le volví la espalda, abandonando el Local.
Esa noche soñé que un enorme chorro de agua, como una tromba, entraba por la pared de la Librería y arrastraba todo a su paso. Los libros se iban navegando en un agua turbia que desembocó en el río y los llevó hasta el mar.
Ahí estaba yo en mi bote, justo en la desembocadura, cuando los vi llegar flotando como copos de espuma o gaviotas que se mecieran sobre el agua.
Entre ellos vi el libro de Pablo y traté, inútilmente, de engancharlo con el anzuelo de mi caña de pescar. Pero de pronto una ola se elevó sobre la borda y lo lanzó a la cubierta.
Lo tomé y al abrirlo, vi que sus páginas estaban en blanco.  
El mar había borrado las letras o tal vez siempre había estado así, el único libro de él que llegaría a mis manos y que parecía condenarme,   en esa forma,  a no leerlo jamás.

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