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lunes, 2 de mayo de 2011

MALETAS Y TRENES.

Me encontré en el andén de la Estación Central. Había niebla y una corriente helada me obligó a subirme el cuello del abrigo. Llevaba una maleta pequeña que no sabía en qué momento podía haber llenado.
Tampoco sabía cómo había llegado ahí. Mi leve inquietud, porque fue sólo eso, desapareció cuando comprendí que estaba soñando. En realidad, yo no me encontraba en la Estación, sino en mi cama. Pensé que debía despertar antes de la hora en que me levantaba para ir a la oficina. Pero, me acomodé en el sueño con deleite, me arrebujé en él, como seguramente en ese instante lo hacía con las sábanas.
Todo entonces me resultó  natural y coherente. Estaba ahí esperando el tren para ir a ver a mi madre.
La niebla en la Estación pareció agitarse en mil partículas. Era el ruido del tren que llegaba. Estaba amaneciendo, tal vez, porque  una pálida luz se filtraba por entre los pilares que sostenían el techo del recinto. .
Subí a un carro vacío. ¿Tan poca gente necesitaba viajar a esa hora? No llevaba boleto ni nadie me lo pidió en el trayecto.
No sé si fueron horas las que el tren se desplazó entre esa bruma amarillenta, que ignoraba si correspondía al amanecer o a una tarde que moría. Al fin, el tren se detuvo y me bajé en un andén desierto.
Me di cuenta de que había descendido en la Plaza Brasil, frente al edificio en el que vivía mi madre. ¿Cómo había viajado dos horas o más para llegar sencillamente a otro barrio de la misma ciudad?
Me abrió la puerta una mujer desconocida. Tomó mi maleta en silencio y la dejó en un rincón del vestíbulo. Luego me guió hasta el dormitorio de mi mamá.
Ella estaba en cama y sobre el velador un frasco de jarabe y un vaso de limonada avisaban que estaba enferma.
-¡Mamita!-dije, tomando su mano-¡Qué bueno que me avisaste! ¿Estás mejor?
Ella no alcanzó a contestarme o no me oyó, porque su mirada se dirigió hacia la puerta.
Por ella entró una niña de catorce o quince años, con uniforme de Liceo. Se arrojó sobre la cama sin miramientos y empezó a besarla en la cara y en el pelo. Se reía con entusiasmo y jugó a ovillarse bajo la frazada, junto a mi madre. Era yo.
-Lilita-dijo mi mamá-¡Sosiéguese, niña! Vaya mejor al living, donde hay un joven que hace lo menos una hora que la está esperando.
-¿Quién?-dije yo con viveza.
-No sé, mi hijita. Sara le abrió la puerta. Creo que viene de San Fernando.
Ella corrió fuera del dormitorio y yo la seguí despacio.
Efectivamente, en el living había un muchacho sentado en el sillón. Se notaba incómodo y la miró fijamente, sin decirle nada.
Ella, o sea yo, se echó a reír y lo miró con descaro.
-¡Ricardo! Así es que viniste. . .
Dio un par de saltos y giros en medio del living y luego se disculpó:
-Perdona, es que vengo de clases de gimnasia.
El nos miraba sonriendo y al fin dijo:
-Te ves más bonita que en la foto que me mandaste.
Ella se rió con una mezcla de satisfacción y petulancia.
Retrocedí hacia las sombras y me refugié junto al piano. Ahora era de día y el sol entraba a raudales por las ventanas del departamento, pero en el living aún había rincones sombríos, junto a las cortinas que separaban el pasillo.
No supe si había salido de la casa o si todo se había esfumado repentinamente. Me di cuenta, preocupada, de que no llevaba la maleta.
Me encontré caminando por un sitio baldío. No había nada, sólo arena que se extendía en ondulantes dunas hasta donde alcanzaba mi vista. Pero de lejos me llegaba el rumor del mar.
Abrí los ojos. El ruido de las olas era en realidad el tráfico de la Avda. Providencia. Otro día empezaba, bullicioso y ávido.
Por un segundo pensé sobresaltada:
¡Se me quedó la maleta en la casa de mi mamá!

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