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viernes, 6 de mayo de 2011

VIVIR DE NUEVO.

Después de un tiempo, la soledad y el silencio empezaron a abrumarlo. Quiso hablar y ser escuchado. Volver a sentirse parte de esa multitud de seres a quines por tantos años había eludido.  
Pero no tenía a nadie.
Se había ido separando  de sus parientes y de los que un día fueran sus amigos. Un revés de la fortuna le reveló lo superficial de esa amistad. Había tenido una situación económica holgada y luego, por sucesivos errores en sus negocios, se encontró pobre. .
Eso bastó para que lo marginaran.
Tuvo que poner en venta su hermosa casa en un barrio acomodado y cambiarse a uno más modesto.
Por orgullo, no reveló a nadie su nueva dirección y al parecer, ninguno de aquellos que antes lo invitaban y lo halagaban, se molestó en averiguarla.
Los que nacen pobres se tienen entre ellos. Los afortunados que lo pierden todo,  ya no tienen a nadie.
Eso era lo que había aprendido en esos últimos años y la amargura era como un charco oscuro empozado en su corazón.
Al principio lo sostuvo el orgullo, como una armadura de hierro que le impedía caer. Se refugió en él, y llegó a sentirse superior sólo por estar más triste que el resto, por ser más conciente que los otros de la trágica vacuidad de la vida.
Su esposa lo había abandonado, incapaz de soportar las penurias que les trajo su nueva situación.
Ella se fue a vivir un tiempo con su hija casada y luego, como aún era joven y hermosa, resultó natural que encontrara otra pareja. Se fue  con él, quién sabe a dónde. Pablo no quiso preguntar por ella, aunque era evidente que su hija mantenía el contacto. Al igual que su madre, lo acusaba a él del descalabro económico. Quizás tenía razón, pero habían contribuido las circunstancias.
Eso lo llevó a alejarse de su hija también. Aparte del temor que sentía de que surgiera en sus conversaciones el nombre de la que tanto lo había herido.
Y a la que quizás amaba todavía.
Creía que sí, porque todo lo seguía compartiendo mentalmente con ella. Sin querer, se sorprendía mirando en las vitrinas cosas que hubiera querido regalarle.
Si iba a alguna exposición de pintura,  o un concierto gratuito en el parque, sentía que la belleza le llegaba  tamizada por la melancolía de la ausencia de ella. Los colores de las pinturas parecía que  habían pasado a través de los ojos de ella, antes de que él  los contemplara.
Un día, en una de esas exposiciones, conoció a una mujer.
No era joven, pero tenía un rostro interesante. Finas arrugas rodeaban sus ojos y sus labios que se adivinaba habían sido llenos, empezaban a adelgazarse y a perder su color.
Estaba sentada sola en una banqueta frente a un cuadro. Era un paisaje nevado en el que se destacaba un pájaro oscuro, talvez un mirlo, posado sobre una cerca.
-Se parece a una pintura de Monet-le dijo él, acercándose.
-Es cierto-sonrió ella-Lo había notado.
Salieron juntos de la exposición y la invitó a un café. Empezaba a lloviznar y el atardecer envolvía en su penumbra azul la silueta de los árboles.
La miró de soslayo y volvió a experimentar un fuerte  sentimiento de atracción por el misterio de ese rostro triste.
-¿Está apurada?-preguntó.
Ella sonrió con melancolía y dijo algo.
Una frase sencilla y sin intención, pero él sabía por experiencia lo que había trás ella. Una casa vacía y oscura, un silencio sin voz de bienvenida.
-No, no me espera nadie.
Y entonces pensó que talvez, con el tiempo, podría ser él quién la esperara. Y por primera vez, en años, un destello de entusiasmo iluminó sus ojos y la expectativa de una emoción nueva hizo latir más rápido su  corazón.

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