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miércoles, 25 de abril de 2012

GENTE TRISTE.

Es más fácil aceptar la soledad que esforzarse para que el amor dure.
Para conservarlo hay que estar luchando todo el tiempo.
Fingir, mentir, disimular, todo con tal de que ella no se dé cuenta de que eres el tipo más triste y más aburrido del mundo.
Decirle que te gusta la música, cuando en el fondo te da lo mismo.
En realidad, la película de tu vida carece de banda sonora.
Asegurarle que te encanta bailar, cuando encuentras de lo más tonto dar vueltas por la pista, agitando brazos y piernas como un robot a control remoto.
Ser todo lo que no eres: simpático, conversador, comunicativo, lleno de ideas geniales. Y no ese pobre payaso melancólico, el que en el circo recibe las patadas de los otros y sólo hace reír cuando se cae.
Todo eso resulta tan agotador.
Por eso es más fácil y más descansado dejar que el amor se vaya. Es como sacarle el tapón a la tina de baño y mirar como el agua se va lentamente, sin ruido. Al final, claro, antes de que la última gota se haya escurrido, escucharás una especie de ronquido en el desagüe.
Tal vez es tu llanto el que suena y son tus lágrimas las últimas gotas que se escurren.
Antes de empezar una relación, ya estoy seguro de que no va a resultar. Y siempre acierto. Siempre me gano la Lotería del fracaso, el Premio Gordo de la amargura.
Rosa, Isabel, Mónica...Todas pasaron por mi vida sin dejar otra huella que la vaga nostalgia de su ausencia.
Tengo treinta y ocho años y me he enamorado una sola vez.
No supe demostrárselo. No luché por retenerla.
Se llamaba Silvia y me dejó como las otras.
Sin embargo, al principio, me parecía que las cosas estaban saliendo bien.
La conocí en una fiesta de disfraces. Yo iba de payaso. ¡Claro! Si casi no necesitaba maquillaje...Ella, no supe de qué.
 Si era de ángel o de princesa de cuento. Envuelta en un manto azul y con una peluca rubia peinada en dos trenzas que le llegaban a las rodillas. Tal vez era Rapuncel.
Ella me buscó y se acercó a mí con dos vasos de vino blanco.
-¿Por qué vienes a una fiesta si estás tan triste?
Eso me preguntó para empezar.
No sé como lo supo. Me imagino que la cara de quiltro sin amo no se disimula fácil.
Me reí y terminamos bailando sin hablar.
Ya tarde, me llevó frente a un espejo y se quitó la peluca rubia.
Tenía una melena oscura muy corta, que apenas le cubría las orejas.
-Soy Silvia-dijo.
- Soy Mario-respondí, quitándome la nariz roja y el sombrero ridículo.
Nos miramos a través del espejo y nos conocimos por primera vez ahí, en nuestra imagen reflejada.
¿Fue un presagio acaso de que lo nuestro sería sólo un reflejo pálido de lo que es el Amor?
Duramos unos meses juntos y me sentí todo lo feliz que puede sentirse un tipo triste.
Siempre he sido así.
Me recuerdo triste desde que tenía seis años. Mis padres no se amaban y aunque yo no entendía a esa edad qué era lo que faltaba en la casa, sentía el vacío, el hueco enorme que había dejado aquello que se había ido o que quizás nunca había estado ahí.
Después se separaron.
Nunca vi el amor mientras crecía y tal vez por eso no aprendí a conservarlo.
A todas las mujeres que quise las dejé ir sin hacer ni un esfuerzo.
Es tan calmo ver retroceder el mar  sobre la arena de la playa. Sin ruido el agua se retira y sólo queda una huella de espuma que se deshace en un segundo.
Se fue mi padre y nos quedamos solos, mi madre y yo.
Ella era alegre y divertida y aceptó con naturalidad el hecho de que no volviéramos a verlo.
No se echa de menos el desamor. Al contrario, se respira mejor cuando su peso abrumador deja de oprimirte el pecho. Es como deslizarse desde debajo de una lápida.
Murió cuando yo tenía veinticuatro años.
Habían pasado unos pocos meses de su partida, cuando conocí a Silvia.
Me preguntó por mis padres y moví la cabeza negativamente, como si ambos hubieran muerto.
Ella había dejado su casa a los diecisiete años y vivía sola en un departamento oscuro, en un edificio viejo.
Después de un tiempo, le propuse que viviéramos juntos.
Al principio dudó, pero un día llegó con sus maletas y su gato.
Orgulloso le mostré la casa y los cajones del closet que había desocupado para ella.
Pero algo parecía no funcionar.
Noté que pasaban los días sin que deshiciera sus maletas ni ocupara su lugar en el closet.
Al cabo de una semana me dijo que se iba.
No me dio razones.
Quizás ella era también una chica triste y nuestras mutuas tristezas juntas constituían un peso demasiado abrumador para poder soportarlo.

1 comentario:

  1. Lillian, de este cuento me ha gustado más la parte del principio que la del final, ese planteamiento sobre el esfuerzo por verlo todo bonito, la soledad y el amor que se va.
    Sí, a veces hay que disimular para que todo funcione y teniendo en cuenta que el enamoramiento es no ver la realidad... ¿es un 90 % cuento esto del amor?
    Si el triste lo es por ver la realidad, ¿el alegre lo es por vivir de mentiras?
    Ahí lo dejo...

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