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lunes, 9 de abril de 2012

EL CUENTO DE CAPERUCITA.

Rosita quedó huérfana a los diecisiete años, justo el verano en que terminó el colegio.
Sus padres murieron en un accidente y ella, en un abrir y cerrar de ojos, los ojos de sus padres, se vio sola en el mundo.
La acogió su abuelita, que vivía en las afueras del pueblo.
En su casa encontró cariño y protección, pero comprendió que sus sueños de seguir estudiando habían terminado y que debía buscar trabajo.
No tenía experiencia en nada, pero su encanto y su hermosura cautivaban a primera vista y casi de inmediato encontró un puesto de dependienta en la panadería.
Era un negocio grande, frente a la Plaza, y en sus vidrieras se exhibían tortas y pasteles de aspecto delicioso, que atraían a los clientes.
Se abría a las siete, así es que Rosita madrugaba y luego de servirle desayuno a su abuela, se dirigía presurosa a su trabajo.
Como aquel invierno hacía mucho frío, la abuelita le tejió un gracioso gorro rojo, para que se protegiera de la helada. Le sentaba muy bien y de él se escapaba una cascada de bucles oscuros que aureolaba su rostro encantador.
Pronto los vecinos empezaron a llamarla Caperucita Roja. Y como era tan linda, no faltó la vecina agorera que comentara con insidia:
-¡Ya pronto veremos algún lobo rondándola!
-¡Ni Dios lo quiera, vecina!-suspiró otra, mejor intencionada.
A la panadería empezó a ir un joven de aspecto agradable.
Todos los días pasaba a comprar alguna golosina, pero pronto quedó claro que no era el azúcar de los pasteles la que lo atraía, sino la dulzura de Rosita.
Ella empezó a alegrarse al verlo entrar y a ruborizarse cuando le dirigía la palabra.
El notaba su turbación y se complacía secretamente.
Un anochecer, al cierre de la tienda, la esperó en la vereda y se ofreció a acompañarla a su casa.
-Es lejos-le advirtió Rosita- Vivo en las afueras del pueblo.
-¡Con mayor razón entonces!-No es conveniente que una joven tan bella como tú ande sola por la calle a esta hora.
Rosita se puso como la grana y el ardor de sus mejillas hizo juego con el subido color de su gorro.
-¿Con quién vives, Caperucita Roja?-le preguntó él.
-Con mi abuelita y nadie más-suspiró ella y el recuerdo de su orfandad hizo acudir dos lágrimas a sus ojos oscuros.
-¿Y no tienen miedo de vivir las dos tan solas?
-No, en el pueblo la gente es buena. ¿Quién querría hacernos daño? Además, en la casa no hay nada que robar.
-Pero tu abuelita tendrá joyas, quizás-insinuó él con cautela.
-No, no tiene. Pero ahora que lo dices, hay una colección de monedas antiguas que dejó mi abuelito. Están en una vitrina del living y dice mi abuela que tienen mucho valor.
-¿No ves, Caperucita? Hay que ser desconfiado...Supongo que tu abuela estará siempre con el cerrojo puesto.
-No, sólo lo pone después de que yo llego.-contestó la niña- Pero, no hablemos más de ladrones ¿quieres? Dime mejor cómo te llamas.
-Abelardo es mi nombre, y desde que te vi, pienso en ti a toda hora.
Y así se fue tejiendo el romance.
Abelardo la iba a dejar a su casa todas las noches y al poco tiempo Rosita se atrevió a hacerlo pasar y presentárselo a la abuela.
La anciana lo miró inquisitiva y le tendió la mano con cierta frialdad.
Rosita lo invitó a sentarse y le ofreció una taza de té.
Mientras se afanaba en la cocina, los ojos del hombre estaban fijos en la vitrina donde refulgía la  colección de monedas.
Trató, sin embargo, de entablar una charla con la abuela, pero ella le contestaba con monosílabos y sus ojos le  decían muy claro que él no le inspiraba confianza.
Cuando se fue, Rosita le reprochó a la anciana la frialdad con que lo había tratado.
-¡Yo lo quiero, abuelita! ¡Y él también me quiere a mí!
-Rosita, no quiero apenarte pero hay algo en él que no me gusta. ¿Te ha dicho de donde viene? ¿A donde trabaja? Nunca antes lo había visto en este pueblo...
La niña se quedó pensativa, porque era cierto que Abelardo nunca le hablaba de sí mismo. Pero pronto desechó esos pensamientos al recordar las dulces palabras de amor que le susurraba al oído.
-Abuelita linda-le dijo, abrazándola- ¿No será que estás celosa? ¡Te prometo que si me caso te llevaré a vivir conmigo!
La anciana sonrió y respondió a sus caricias, pero algo se clavaba en su corazón, como un aguijón de advertencia.
Un día, Abelardo pasó temprano por la panadería y le dijo a Rosita que esa tarde no iría a buscarla. Que se encontraran mejor en la confitería, porque quería decirle algo importante.
La niña sintió una gran emoción porque pensó que él quería estar solo con ella para pedirle matrimonio.
Al anochecer, se dirigió presurosa al lugar de la cita.
El aún no había llegado, así es que, sentándose en una mesa, pidió un café.
El tiempo empezó a transcurrir sin que Abelardo apareciera.
En vano escudriñaba las sombras, a través de la vidriera, creyendo distinguir su esbelta figura entre la gente.
Todos pasaban apurados, porque empezaba a llover. Al principio eran sólo unas gotas pero pronto se convirtieron en un fuerte aguacero.
Había pasado casi una hora y comprendió que él ya no vendría. Decidió volver a su casa pues su abuelita estaría preocupada esperándola. Tal vez angustiada pensando que le había pasado algo.
Corrió bajo la lluvia y pronto su gorro y sus cabellos quedaron empapados. Corría hundiendo sus pies hasta los tobillos en los charcos helados. Las alcantarillas, tapadas por las hojas secas, no dejaba escurrir el agua y verdaderos ríos corrían por las aceras.
Al llegar por fin a la casa, quiso abrir con su llave y notó que la chapa estaba rota. La puerta se abrió sola y vio a su abuelita, inerte en su sillón. Una palidez mortal cubría sus mejillas.
-¡Abuela!- gritó.
Sus ojos se clavaron en la vitrina donde antes había estado la colección de monedas.
Ahora se veía vacía y los fragmentos de los vidrios rotos salpicaban la alfombra.
-¡Abuelita!-gimió desesperada, mientras mojaba sus sienes, tratando de reanimarla.
Pero el pobre corazón de la anciana no había resistido la impresión y se había roto también, como el cristal de la vitrina.

2 comentarios:

  1. Abelardo, Abelardo...
    lobo bribón con cara de santo.

    ¡Hola, Lillian! Sabes de mi inclinación por las historias felices pero en esta revisión del cuento de Caperucita Roja entiendo que el final de la historia debe ser malo.
    Y es que con los tiempos que corren, no puede ser de otra manera. En lugar de ser más civilizados, estamos más desprotegidos frente a los delincuentes, ante la pasividad de las autoridades. Las fechorías que realiza la mala gente no se pagan con las penas ridículas que imponen los jueces... ¡si es que las imponen!
    Se mantiene la inocencia de la guapa Rosita y eso me gusta porque las chicas de esa edad hoy en día tienen demasiada picardía.
    Y aunque no es el tema, se puede encontrar una crítica al sistema, que condena a Rosita, después de muchos años de estudio, a ser explotada como dependienta en una panadería. Triste realidad en cualquier país.
    Bueno, y como todavía el final podía haber sido más violento (se me ocurren varias opciones), "demos gracias al señor..."
    Si acaso, yo hubiera puesto la confidencia sobre las moneadas, el cerrojo y demás, más tarde en el relato, después de que el ladrón la hubiera acompañado varios días (en lugar de hacerlo la primeva vez), ya que era lo único que él pretendía.
    ¡Cuidado con los lobos...!
    José

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  2. Muy emotivo y tierno este cuento y con un final que impacta. Llama la atención la habilidad de la autora para hacer una nueva versión de los cuentos infantiles.

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