Todo empezó la tarde en que Silvia las llamó y les hizo señas para que fueran a la bodega.
Luciana no quería. ¡Estaban tan bien jugando a las muñecas debajo del manzano!. Pero Gloria, que era mayor, la tironeó para que obedeciera.
Escondidas allí, Silvia se arrodilló en el suelo y esparció un atado de cartas. Se las había sacado al papá del escritorio. Eran cartas que le escribía otra mujer.
-Desde ahora-dijo-¡prohibido hablarle! Ni mirarlo en la mesa. No vamos a decirle nada a la mamá, pero a él hay que castigarlo. ¡Que sepa que no nos puede engañar!
Luciana tenía diez años y no supo si era dolor lo que sentía. Silvia, para incentivar su odio, les mostró las frases de una carta donde la mujer mencionaba situaciones íntimas. Luciana sabía "las cosas de los grandes" pero no al extremo de relacionarlas con esas palabras. No las comprendía pero nunca las pudo olvidar.
Supieron que "la otra" era la cajera de un almacén del pueblo. A ellas les parecía fea y ordinaria. Paseaba en bicicleta por la Avda. principal y se subía la falda sobre las rodillas con gesto provocador.
Luciana sentía una oscura atracción y a la salida del colegio pasaba a propósito frente al almacén para poder mirarla. Un día le pidió a una amiga que la acompañara a entrar. Preguntaron el precio del té y luego salieron corriendo.
La mujer lo adivinó todo y sonrió con cínica indulgencia.
Esa escena quedó grabada en su mente, pero sin dolor. Ese vendría después, cuando ya fuera una mujer y recordara. Cuando mirara hacía atrás y en la pantalla en blanco y negro del pasado viera a esa niñita herida rondando el almacén.
Se distanciaron de su padre para siempre. Silvia se encargó de mantener vivo el odio. Pero Juliana lo seguía queriendo y cuando fue mayor y pensó en casarse, sin darse cuenta empezó a fijarse en hombres parecidos a él.
Luego, ella a su vez fue infiel como su padre y así el círculo de la familia quedó completo.
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