Era a principios del setenta y tres. Yo no entendía bien lo que pasaba, pero en la calle había gritos y desórdenes y al final, no nos mandaban al colegio. Mi papá dijo que mejor nos íbamos a Perú, que en Lima le habían ofrecido trabajo.
Allá todo era distinto, más tranquilo, y al principio las cosas iban bien.
Mi mamá, los Domingos hacía empanadas, para que nos acordáramos de Chile. Pero, después ya no hizo más y empezó a ponerse rara. Lo peor fue cuando le dio por salir de noche con la nana. -A tomar aire-decía. Pero volvían bien tarde, riéndose, y a veces traían una botella de pisco y se quedaban tomando en el comedor.
Mi papá se hacía el dormido. O a lo mejor dormía de veras, cansado de trabajar todo el día. Pero lo cierto es que nunca le dijo nada.
Después llegaron noticias de Chile. Allende había muerto y los militares estaban ordenando el país. El papá estaba contento. -Ahora podemos volver-decía y se notaba que creía que todo se iba a arreglar.
Una tía nos había cuidado la casa y estaba igual de linda, con el patio lleno de plantas y a mí hasta el cielo me parecía más bonito que el que veíamos en Perú.
Pero, en las tardes, cuando volvíamos del colegio, mi mamá estaba encerrada en su pieza y la nana decía que no teníamos que molestarla.
Nos servía la once y mientras la tomábamos nos quedaba mirando como con lástima y desprecio. Una mirada que a mí me hacía mal.
Al principio venían las amigas de mi mamá y se reían harto. Pero la que más se reía era ella con esa risa que tenía ahora, que no paraba nunca y a veces terminaba en llanto.
Un día vino la tía Paula y se encerraron en el dormitorio. Oí que le gritaba:
¡No puedes seguir así!
Y después un ruido de vidrios rotos. ¿Sería la botella de pisco que siempre estaba en el velador?
Mi papá llegaba bien tarde y se sentaba a fumar en el living.
Yo obligaba a mi hermana chica a que hiciera las tareas, por si él le preguntaba, Pero nunca se las pidió.
Hasta que una noche oí gritos en el dormitorio. Desde el pasillo oscuro vi a mi papá salir con una maleta.
Corrí tras él y me agarré a su chaqueta llorando.
-¡Papito, no te vayas!
Pero él se soltó y lo último que vi fue su espalda perdiéndose en la oscuridad de la calle.
Tiempo después a mi mamá la internaron y mi papá volvió a la casa. Pero estaba indiferente y apenas nos miraba. Era como si siempre nos estuviera volviendo la espalda.
Aunque estuviera frente a mí, yo creía ver su espalda perdiéndose en la oscuridad como aquella noche. Y se me iba formando adentro como un grito silencioso que me desgarraba el pecho:
¡No te vayas, papá!
Mucho dramatismo y suspenso bien manejado.
ResponderEliminarUn cuento potente por ese matrimonio tan vacío... y en la realidad tan frecuente.
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