Entró a la iglesia y vio que había misa de difuntos. Un manto de flores cubría el ataúd. ¿Quién habría muerto?
Se adelantó hasta los primeros bancos y vio a su mamá llorando. ¿Acaso su hermano. . . . ? No, él estaba allí sosteniéndola del brazo. Su papá, firme y pálido, permanecía con los ojos fijos en un rayo de luz que caía sobre el ataúd.
-Murió alguien de la familia-pensó. -Y ¿Por qué no me avisaron?
Es cierto que ella había estado enferma. Recién se venía levantando después de todos esos días en la clínica.
Recordó como sus papás se quedaban junto a su cama, mirándola preocupados. Y después llegaba el doctor que no decía nada claro, que daba esperanzas vagas, como no queriendo comprometerse. Y del posible trasplante ya nadie hablaba.
Pero, al fin se había mejorado. Y se sentía tan bien, tan liviana! Libre por fin de la fiebre y los dolores.
Su mamá continuaba llorando contra el hombro de su hermano y parecía no haberla visto.
-Mejor que me quede atrás -pensó -Hasta que no sepa quien murió y a quién hay que darle el pésame.
Se sentó en un banco y recién notó que llevaba puesto su vestido blanco. ¡Qué loca! ¿Cómo me vestí así, si estamos en Invierno?
Pero no tenía frío. La música del órgano se apoderó de su ser y un dulce bienestar la fue invadiendo. Recostó la cabeza en el respaldo del banco y no supo más.
Debió haberse dormido. ¿Qué había pasado? Juraría que la despertó el grito de una gaviota.
Era cierto. Ahora estaba a orillas del mar.
Vio un grupo de gente en el muelle y distinguió a sus padres y a su hermano. También estaba la abuelita, vestida de negro, con un pañuelo blanco apretado contra la cara.
Su mamá abrió el ánfora funeraria y una nube de cenizas fue arrebatada por el viento.
Quiso llamarlos, pero ya no tenía labios para pronunciar sus nombres. Ni tenía garganta para gritar que la miraran.
Las cenizas formaron aún una pequeña nubecita blanca que se sostuvo en el aire unos instantes y luego se dispersaron sobre el resplandor del mar.
Gran creatividad e imaginación.
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