Descubrió que lo peor era la esperanza. Porque cuando la pierdes, te quedas como desnuda, abandonada en un páramo.
Durante meses le hicieron exámenes, a ella y a Mario. Después sólo a ella. Hasta que el último médico que vio se atrevió a decirle la verdad. No podría tener hijos.
Las explicaciones científicas, las palabras exactas no las entendió. Salió de ahí como sonámbula.
Caminó cuadras y cuadras bajo el sol de Septiembre, viendo tantos pájaros, tantas hojas verdes. ¿Cómo es que había llegado la Primavera si ella era estéril, si estaba seca por dentro como un árbol quemado?
Esa noche estuvo desvelada muchas horas. Mario la había sostenido en sus brazos prodigándole consuelos.
-Yo te quiero a ti, Luciana. No a los hijos que pudieras darme.
Y después se durmió, sin soltarle la mano.
Pero ella sabía que una pared helada se había erguido entre ambos. Que una sombra había empezado a crecer, a expandirse como un agua negra, en la que terminarían por ahogarse los dos.
Al final, agotada, no supo como se quedó dormida.
Y entonces soñó.
Soñó que en el cielo había un jardín lleno de niños. Eran todos los que nadie quería, los que habían sido abortados antes de nacer. Jugaban sonriendo entre las flores y esperaban. Y a ese jardín llegaban todas las mujeres que no podían tener hijos, con sus vientres vacíos y sus pechos resecos. Y un ángel le ponía a cada una en los brazos un niñito sin madre, para que lo acunara.
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