Todos los Lunes al atardecer llegaba el tío Pedro a jugar ajedrez con su papá.
Cecilia se sentaba horas a su lado, mirando fascinada el movimiento de las piezas.
El tío Pedro siempre jugaba con las blancas. Eso no admitía discusión.
-No, las blancas para mí. ¡Tú sabes, hombre, que yo me dedico a la trata de blancas!
Y lanzaba una carcajada estentórea, acogida con poco entusiasmo por su hermano. La verdad es que cansaba el mismo chiste malo, siempre repetido. Y esas risas desmesuradas, llenas de malicia, parecían fuera de lugar.
Cecilia no entendía el sentido de la frase ni le importaba. Ella sólo quería aprender a jugar.
Eres muy chica todavía, sobrina. Cuando cumplas catorce te prometo que te voy a enseñar.
Y lanzó una mirada de soslayo al pecho de Cecilia, que apenas empezaba a levantar la tela de la blusa.
El día del cumpleaños, el tío Pedro llegó puntual con el paquete de regalo. Por supuesto, era un juego de ajedrez.
-Y ahora, tío, a cumplir tu promesa. ¿Cuando me empiezas a enseñar?
-Podrías ir los Miércoles a mi casa. Ahí estaríamos tranquilos. No te olvides que te tienes que concentrar.
Así empezaron las clases. Cecilia estaba entusiasmada y aprendía rápido.
Al final de la partida, el tío sacaba una botella de licor y le servía un poquito.
-Es dulce, niña. No te hará nada.
Era verdad. Apenas le picaba la garganta. Y la ponía alegre, Sobre todo cuando el tío Pedro se dejaba ganar, para darle confianza.
Una tarde, Cecilia paladeó el licor y le halló un sabor amargo.
Será la borra del fondo de la botella -pensó
El tío se bebió el suyo de un trago y salió de la pieza.
Cecilia empezó a sentirse extraña. Todo parecía envuelto en niebla. La cabeza le pesaba, se le aflojaron las piernas. Se recostó en el sillón y perdió la conciencia. .
Despertó horas, quizás días después. ¡Cómo saberlo?
Entre sueños había sentido que la llevaban en brazos y la metían a un vehículo. A su lado, otra niña vomitaba.
Después, alguien le puso una inyección y todo se borró de nuevo.
Despertó acostada en un pieza extraña. Quiso levantarse y sintió un tirón. Una esposa en el tobillo la encadenaba a la cama. Se miró y vio que la habían vestido con un camisón rojo transparente que la cubría apenas.
La puerta se abrió y entró un hombre gordo y sonriente. Recorrió su cuerpo con una mirada lasciva y empezó a desvestirse.
Antes de lanzar un grito, Cecilia creyó escuchar en su mente la risa de su tío:
-Para mí las blancas, Tú sabes, hombre, que yo me dedico a la trata de blancas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario