NIEBLA. Cuento

Iba pensando que en ese preciso instante no había nadie sobre la faz de la tierra que se acordara de mí.

Nadie que tuviera conciencia, pasada o presente, de mi pobre existencia.

¿Puede haber mayor soledad que no estar en la mente de nadie? ¿Ser tan anodino e incoloro que no haya nadie que te odie siquiera?

¿Nadie que te dedique un pensamiento maligno, que te desee que ojalá estuvieras muerto?

Andar así por las calles, sabiéndote ignorado del mundo era como caminar envuelto en una niebla algodonosa. Algunos me miraban pero nadie me veía. Entre esa marea oscura resaltaba de pronto un rostro. ¡Alguien conocido, por favor!  Alguien que me hablara, que soltara al verme una exclamación de sorpresa. . .

Pero no.

Nadie se sorprendía de volver a encontrarme porque nadie nunca me había conocido.

De pronto pensé; ¿Y si ya no existo?

Ha habido casos, creo yo, de gente que se murió sin darse cuenta y siguió deambulando por las calles un buen tiempo, hasta que alguien le tocó el hombro y le avisó: Psss, amigo. Vamos ya. Déjese de bromas.

Entré a un café y me paré en la barra, frente al  espejo. Dudé en levantar la vista, pero al final fuí de a poquito subiendo la mirada por un vestón gris, una corbata azul y más arriba una cara tristona que reconocí  como la mía. ¡Menos mal!

Pero, cuando a mi lado se acodó Pedro, que yo sabía que se había muerto hacía un año porque incluso había estado en el funeral, ya no me sentí tan aliviado.

Me entró una duda, una gigantesca duda que se disipó cuando él se volvió hacia mí y me dijo:

-Un año sin verte, Pepe. ¡no sabes el gusto. . . !