Querida Lillian:
Me han pedido algo insólito. Que mire al pasado y te escriba una carta, cuando tenías doce años.
De inmediato pensé que era injusto para ti, porque no estamos en igualdad de condiciones. Yo te conozco a ti muy bien, pero tú no sabes nada de mí, porque soy la mujer en quién te convertirás en el futuro.
También me pareció impersonal una carta y decidí ir a buscarte a donde vivías cuando tenías doce años.
Pero tu casa la habían demolido. Pensé entonces: Si voy al Liceo, talvez la encuentre sentada en un banco de su sala. Pero el Liceo tampoco existe ya.
Así es que regresé y en el bus me vine llorando la inutilidad de mi nostalgia.
Decidí entonces buscarte en el espejo, pero los años han superpuesto en mi cara los rasgos de mi madre. Y aunque escudriñe mis ojos, tampoco te encuentro ahí.
Así es que al final estoy escribiéndote y descubro que no hay nada que pueda decirte. Si pretendiera darte un concejo, tú exclamarías:
-¡No quiero oír nada! Quiero ser yo la que descubra la Vida por mi propia cuenta.
Y no cabe duda, niña, de que la descubrirás.
Tus lágrimas de los quince años, tan livianas, se evaporarán con el sol. Tus lágrimas de los treinta años formarán un charco oscuro y frío, donde ningún rayo de sol llegará para entibiarlo siquiera.
Estás parada en el umbral de la Vida. Frente a ti se abre una puerta. Es la misma que se está cerrando a mis espaldas. Tú ves flores, yo miro hojas secas. ¿Qué más puedo decirte?
Sólo vive. No habrá nada que te lo pueda impedir.
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