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viernes, 6 de enero de 2012

LA PLAGA DE AVISPAS.

Aldo pensaba a menudo que no debería haberse casado con ella.
De partida, la diferencia de edades era algo que siempre lo había atormentado.
La gente del pueblo se rió cuando lo vio cortejándola, pero él hizo caso omiso a las miradas irónicas que lo seguían cuando entraba al restaurante.
El primer día que la vio, creyó que algo se estaba incendiando en la cocina. Pero era su pelo rojo como las llamas.
Ella salió equilibrando dos bandejas y caminó ondulante en dirección a los clientes que la esperaban.
Luego se dirigió hacia él y le preguntó:
-¿Qué le sirvo?- sosteniendo  solícita su lápiz y su block, mientras le chisporroteaban los ojos verdes.
-¿Y qué pasó con Sonia?-preguntó él, para disimular su impresión.
-¡Ah! Está con licencia, así es que por el momento tendrá que conformarse conmigo. Me llamo Brenda.
Rió coqueta, sabiendo que eso de "conformarse con ella" era como tener que elegir entre un petardo mojado y un festival pirotécnico de Año Nuevo.
Aldo llevaba cinco años viudo y nunca había imaginado reemplazar a Moira con nadie. La casa estaba llena de sus recuerdos y había cultivado su nostalgia igual como el macizo de lirios que ella había plantado junto a la puerta.
Se sentía viejo y melancólico y caminaba arrastrando los pies como para exagerar frente a sí mismo la sensación de que ya estaba acabado.
Hasta ese medio día, cuando entró al restaurante y al ver esa mata de cabello en llamas, dudó entre llamar a los bomberos o enamorarse como un loco.
Obviamente, eligió lo segundo y se convirtió en la comidilla del pueblo.
Ella se alegraba al verlo llegar y siempre le tenía preparada su mesa, junto a la ventana.
Había empezado a almorzar ahí, después del fallecimiento de Moira. En las noches se conformaba con una taza de té con galletas o un vaso de leche, mientras se adormecía frente al televisor.
Le propuso matrimonio y Brenda aceptó sin dudarlo, como si lo tuviera decidido desde antes que a él se le ocurriera imaginarlo siquiera.
Llevaban seis años de casados.
Brenda seguía hermosa y joven mientras él decaía.
Se preguntaba qué pensaría ella ahora que ya no podía ser su marido. Que era sólo una especie de viejo amigo que yacía a su lado en la cama, por las noches.
Llegaría el día en que ella lo abandonara para correr tras un hombre joven que la satisficiera.
Pero Brenda alejaba sus dudas tratándolo con la misma ternura de siempre y Aldo reflexionaba, con alivio, que a fin de cuentas ella no tenía que trabajar más de mesera y que él le brindaba todas las comodidades.
Había encontrado junto a él un puerto seguro después de una vida que se adivinaba azarosa y llena de desengaños.
Nunca le habló de su pasado, pero más de una vez la había visto parada frente al espejo, mirando fijamente su cara, como si viera pasar por sobre ella una sucesión de rostros atormentados.
En esos días, llegó a los huertos del pueblo una plaga de avispas. Eran las apodadas "chaqueta amarilla". Otros las llamaban equivocadamente "Abejas asesinas", porque eran muy parecidas a dichos insectos, solo que estas avispas se metían a las colmenas y  mataban a las abejas sin piedad.
También atacaban a los animales y a las personas y su mordedura causaba intenso dolor.
Llegó un funcionario del Servicio Agrícola y Ganadero y distribuyó entre los dueños de huertos, un veneno poderoso que había que colocar en los nidos de las avispas. Estos se encontraban en troncos huecos o en orificios a ras de la tierra.
El hombre les advirtió de que lo manipularan con cuidado pues era muy tóxico. Paralizaba el sistema nervioso y provocaba una rápida muerte si llegaba a ingerirse por error.
Después de unas semanas, la plaga disminuyó considerablemente y dejó de ser un tema de conversación en el pueblo.
Brenda, que había sido la encargada de administrar el veneno, se mostraba satisfecha y orgullosa de su triunfo.
Una mañana, cuando Aldo volvía del huerto, escuchó su risa en el portón de entrada. Coqueta y burlona, como la que le escuchara en el restaurante, cuando empezó a cortejarla. Una voz de hombre joven respondía a sus bromas y hacía eco a sus carcajadas.
Al poco rato ,  Brenda entró llevando la correspondencia en su mano.
-Jubiló Don Walterio-dijo-Ahora mandaron a un cartero joven. ¡Es de esperar que las cartas lleguen más rápido!
Parecía satisfecha y una nueva luz titilaba en sus ojos verdes.
Se puso a canturrear mientras lavaba las verduras bajo el chorro de agua fría.
Semanas después, Aldo  volvió a escuchar su voz charlando en la cancela. Esta vez se quedó en la sombra, junto al muro de la cocina y la escuchó decir con una voz risueña que fingía enojo:
-¡Cuidado! ¡Cuidado, Armando! Mire que mi marido es muy celoso. ¡Antes no tenía problemas en ahuyentar con los puños a los que se atrevían a mirarme fijo! ¡Viera usted qué gallardo y fuerte era cuando nos casamos!
-¡Y mírelo ahora!-respondió el cartero con fingida tristeza y un retintín desdeñoso, como si no creyera lo que ella le decía.
-¡Era muy fuerte y varonil, créame!
Aldo pensó que se vanagloriaba absurdamente y  que hablaba de él como si ya estuviera muerto.
Salió de la sombra dispuesto a terminar de una vez con el parloteo de Brenda.
El cartero lo recibió con una sonrisa cordial, pero algo había en sus ojos de astuto y ofensivo.
Brenda entró a la cocina en silencio, como irritada por la interrupción. Arrojó la correspondencia sobre la mesa, sin mirarla.
Pero la actitud fría de Aldo debió resultarle una advertencia, porque no volvió a sorprenderla coqueteando en la reja y él fue de a poco olvidando el desagradable incidente.
Al parecer, ahora el cartero no tocaba el timbre y se limitaba a echar las cartas a través de los barrotes.
Ella empezó a portarse tan cariñosa y gentil como cuando recién se casaron.
Una tarde, al entrar a la cocina lo recibió un exquisito olor a carne asada.
-¿Quién viene a cenar?-preguntó sorprendido.
-Nadie, mi amor-rió Brenda, echándole los brazos al cuello. -¿Es que acaso olvidaste que es nuestro aniversario?
Aldo se quedó indeciso. No estaba seguro de que se hubieran casado en Abril, pero últimamente olvidaba las cosas con frecuencia y prefirió callar para no quedar en vergüenza.
Lo conmovió verla afanada en la cocina. Más tarde preparó una torta en la cual puso una corona de frutillas bañadas en chocolate.
Cenaron la carne guarnecida de verduras y luego ella le sirvió un enorme pedazo de torta.
-¿Tú no comes?-le preguntó sorprendido.
-No podría probar otro bocado. Exclamó ella riendo, mientras se tocaba el vientre, tan liso como siempre. -Comeré mi porción mañana al desayuno.
El saboreaba la deliciosa crema mientras ella lo observaba comer con extraña atención, como espiando las más mínimas expresiones de su cara.
-¿Está sabrosa?-preguntaba.
Luego se puso a lavar la vajilla, mientras él la contemplaba satisfecho.
De pronto notó que la silueta de Brenda empezaba a perder nitidez, como si la potencia de la luz eléctrica hubiera disminuido. Al mismo tiempo, sintió que un extraño entumecimiento le subía por las piernas.
Se levantó con dificultad y se dirigió al dormitorio a buscar sus pantuflas.
Vio sobre la cama una maleta llena con la ropa de Brenda. Las puertas del closet estaban abiertas de par en par y de la barra colgaban los ganchos vacíos.
Estupefacto, volvió a la cocina tambaleándose. Ella estaba sentada en su silla y lo miraba sonriendo.
Aldo notó que extraños relámpagos, como descargas eléctricas se cruzaban frente a sus ojos y cayó de rodillas sobre las baldosas. Trató de levantarse, pero su cuerpo se iba paralizando rápidamente.
-¿Te sientes mal, cariño?-preguntó ella con dulzura, sin moverse para ir  a ayudarlo.
Los ojos de él se cubrieron con un velo oscuro. Lo último que vio fue el paquete medio vacío de veneno para plagas, colocado en lo alto del aparador.

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